El nacimiento de don Pelayo
Todavía reinaban los godos en España cuando vivía en Toledo una hermosa dama, sobrina del rey, llamada doña Luz. Era hija del príncipe Teodofredo, nieta de Chindasvisnto y hermana de Rodrigo, el que sería el último rey godo. La joven dama era admirada y querida por todos, pues desde que se iba haciendo mujer poseía una gran belleza y ternura. Y fueron muchos los nobles que pretendían por esposa a doña Luz. Ella, siempre con sensibilidad, rechazaba todas y cada una de las proposiciones, pues hacía tiempo que estaba enamorada del duque don Favila, hermano de su padre. Éste, prendado también de su hermosa sobrina, vino a Toledo desde Cantabria con la intención de casarse con ella.
Pero al poco tiempo de llegar notó que la joven hacía lo posible por evitar que se les viese juntos, y en su rostro, ahora sin su deslumbrante sonrisa, se reflejaban claros signos de preocupación.
–¿Qué te ocurre? –preguntaba don Favila-. ¿Es que acaso ya no me quieres?.
–Por supuesto que te quiero –respondió ella-, pero hace tiempo que nuestro proyecto de matrimonio se ve peligrar. Verás, no he encontrado la mejor manera de decírtelo, pero es preciso que lo sepas. Hace tiempo que el rey viene halagándome con sutiles piropos, a los que yo no di mayor importancia al considerarlos inocentes palabras. Pero en los últimos días los galanteos se han convertido en agobiantes insinuaciones y proposiciones que, pese a mi continuo rechazo, no han cesado.
–Serio es el problema. Lo más conveniente es que durante los próximos días hagas lo posible para evitar al rey. Yo me ocuparé de acelerar los trámites para que podamos contraer matrimonio lo antes posible, y mientras tanto será mejor que nadie tenga conocimiento de nuestros encuentros.
Y así lo hicieron. Durante los días sucesivos se encontraron clandestinamente en las dependencias de doña Luz, al tiempo que don Favila buscaba los medios de obtener el permiso para poder contraer matrimonio con su sobrina. Pero quiso la mala fortuna que llegaran hasta oídos del rey las pretensiones del duque, que decidió enviarle lejos argumentando su necesaria presencia en el norte del reino. Así despejaría el camino para poder continuar sus andanzas libremente.
Pasó el tiempo sin que cambiara la actitud de doña Luz, que rechazaba incesantemente las proposiciones del monarca. Sin embargo sí que se evidenciaba un significativo cambio en el físico de la hermosa goda. Con gran enojo comprobó el rey que doña Luz se había entregado a otro hombre, pues su avanzado estado de gestación así lo delataba. Y reprimiendo su ira decidió esperar a que naciera el retoño para hacer pública la deshonra y castigar la impureza de la dama.
Así lo sospechó doña Luz, que llegado el momento del alumbramiento hizo todo lo posible por proteger a su hijo, al que ella misma bautizó. Hizo que le construyeran un arca con los materiales más nobles y forrada en rico paño, y después, ayudada por una criada, introdujo al niño en el cofre depositándole con mimo en cierto lugar del Tajo. En un pergamino que acompañaba al niño, la madre explicaba que el niño era de noble linaje, y rogaba que aquél que encontrase al niño le tratase como tal. Doña Luz rezaba fervorosamente mientras veía alejarse a su hijo aguas abajo, rogando a Dios que protegiera al inocente infante. Emocionada regresó la madre a su hogar, escribiéndole al duque y contándole todo lo ocurrido durante su ausencia.
Entre tanto el arca continuó su descenso por el río, llegando sin interrupción hasta el pueblo de Alcántara. Quiso el destino que fuera encontrado por un tío de doña Luz, llamado Gafreses, que observó con curiosidad el extraño objeto que flotaba en el río. Acercándose a él, y ayudándose con una vara para atraerlo a la orilla, quedó sorprendido al encontrar al niño dentro de un lujoso y elaborado cofre. Tomando el pergamino lo leyó, y estrechando con ternura al crío lo llevó hasta su casa. A continuación hizo llamar a un amigo suyo, también de sangre noble, que sufría gran dolor al haber perdido recientemente a una hija de pocos meses. Las intenciones de Gafreses, que no eran otras que ofrecer la criatura a su amigo, se vieron realizadas, pues éste se ofreció voluntariamente para hacerse cargo del chiquillo.
Mientras, en Toledo, el rey ya había notado con asombro que doña Luz había recuperado su esbelta figura, y, por qué no decirlo, su belleza había ido en aumento como suele suceder en estos casos. Inútilmente trató de averiguar por todos los medios qué había ocurrido con su hijo, y al no conseguirlo recurrió a métodos más duros y rastreros.
Cierto día de solemnidad se hallaba reunida la Corte cuando ante el asombro de los presentes se levantó un caballero, llamado Melías, que acusó a doña Luz de cometer acciones deshonestas. Ni que decir tiene que tal sujeto estaba conchabado con el rey para ejecutar su venganza. Sin embargo ninguno de los presentes quiso responder, pues todos consideraron que el propio monarca, al estar emparentado con la acusada, saldría en defensa suya. Pero no fue así, y haciendo llamar a su sobrina le dijo:
–Graves son las acusaciones que hay en tu contra, y al no alzarse ninguna voz en tu defensa debo creer que son reales. La falta que has cometido es imperdonable, y si en las próximas Cortes que se celebrarán dentro de dos meses no se presenta ningún caballero que defienda tu honor, serás condenada a morir en la hoguera.
De nada sirvieron las lágrimas que copiosamente vertió doña Luz, asegurando que jamás había visto al tal Melías. El indigno rey sonreía satisfecho, creyendo que sus planes iban por buen camino. Pero la providencia no podía abandonar a la desdichada doña Luz.
Pasaron los dos meses y los caballeros se hallaban reunidos en nuevas Cortes, siendo esta vez la acusación a la hermosa goda el tema principal. Puesta en pie frente a ellos escuchaba asustada las palabras de un asistente, que con voz solemne exclamaba:
–Doña Luz: nos hallamos aquí reunidos por las graves faltas de las que don Melías te acusa. Como quedó sentenciado hace dos meses serás condenada a morir en la hoguera si no se presenta ningún testigo que defienda tu causa. ¿Existe algún testigo?.
–¡Sí, lo hay! –exclamaba un caballero que en ese mismo instante irrumpía en la instancia-.
El noble, que no era otro que el duque Favila, se puso frente a Melías, y acusándole de mentiroso le arrojó el guante a la cara, retándole así a un duelo a muerte. Quedó contrariado el rey, pues si el duque salía victorioso del duelo no tendría más remedio que liberar a la joven limpia de toda imputación. El desafío quedó fijado para tres días después, en los campos de la Vega.
Llegó el momento del enfrentamiento, y el duque, diestramente instruido en el ejercicio de las armas, derrotó fácilmente a Melías, al que cortó la cabeza para mostrársela rabioso al rey.
–Siempre resulta lamentable la pérdida de uno de mis hombres –le increpó éste-, pero sobre todo resulta inapropiado que le hayas decapitado para regodearte con su muerte. Sin embargo, y como dicta la ley, me veré obligado a liberar a la acusada.
–¡Un momento majestad, que yo quiero repetir tal acusación!.
En ese momento descendía al escenario del duelo Bristes, un primo del caballero muerto, deseoso de vengar la muerte de su familiar.
–Yo aseguro que Melías tenía razón, y estoy dispuesto a batirme en duelo por sus mismas convicciones.
–Duque Favila –dijo el rey-, si quieres defender de nuevo el honor de doña Luz, estás en tu derecho. Te doy dos días de plazo para que te recuperes del esfuerzo realizado hoy.
–Si no os importa, majestad –respondió-, prefiero hacerlo ahora mismo.
El ruin monarca asintió, dando comienzo el nuevo reto entre Favila y Bristes. Aquél demostró la misma destreza que en el combate anterior, y, aunque más cansado, no le costó derrotar al calumniador. Esta vez, temiendo el reproche del rey, le dio la oportunidad de retractarse de sus palabras.
–¡Confiesa, maldito!. ¡Di que tus acusaciones son falsas!.
Pero el derrotado caballero, por orgullo propio, no lo hizo, decapitándole el duque sin que el rey pudiera reprocharle nada. Por el contrario, no tuvieron más remedio éste y los jueces que liberar a doña Luz libre de acusaciones, y ésta, abrazando a su amado, se retiró con él para curarle las heridas.
Mientras tanto había llegado Gafreses a Toledo, que oyendo lo que podría ocurrirle a su sobrina se dirigió a la ciudad. Llegó tarde para defender el honor de su familiar, pero por fortuna Favila ya lo había hecho bastante bien. Reuniéndose con ellos les instó a casarse rápidamente para evitar que en lo sucesivo se volvieran a repetir idénticas sucesiones, acudiendo personalmente ante la presencia del rey y solicitándole permiso para celebrar el casorio. De mala gana concedió la autorización el monarca, que veía de esta manera esfumarse definitivamente todas sus posibilidades de venganza. Así, y ya sin nada que temer, la enamorada pareja pudo unirse en matrimonio ese mismo día.
Pese a ello Gafreses notó en los ojos de su sobrina la huella de una profunda tristeza, y extrañado le preguntó:
-¿Qué te ocurre, Luz?. ¿Es que no eres feliz?.
–Claro que lo soy, tío. Pero más lo sería si tuviese a mi hijo a mi lado. Verás, no se lo he contado a nadie, pero hace meses que alumbré a un retoño que me vi obligada a abandonar, pues de no haberlo hecho el rey me lo hubiera arrebatado y posiblemente dado muerte. No sabía cuál era la mejor manera de protegerle, y le deposité en el Tajo dentro de un arca para que la providencia velara por él. No sé que habrá sido de su vida.
Quedó, sorprendido Gafreses, al comprender que el hijo de su sobrina era aquél que tiempo atrás había rescatado de las aguas del río. Así se lo hizo saber a doña Luz, haciendo que el niño fuera recogido y entregado a sus padres, que lo recibieron con una alegría inimaginable, viviendo desde aquel día los tres felices y gozosos.
El tiempo pasó, y aquel afortunado niño, llamado Pelayo, se convirtió en un glorioso caballero. Concretamente en el afamado caudillo fundador del reino de Asturias, protagonista de las más importantes victorias frente al invasor musulmán.
Sobre relato de Vicente García de Diego: “Antología de leyendas de la literatura universal”. Ed. Labor 1955
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