La Mora Santa
En la Tolaitola de Al-Mamún vivía una de las princesas más dulces y bondadosas que jamás han existido; su hija Casilda. Eran muchos los que pretendían a tan dulce princesa, tal vez más atraídos por su posición que por su bondad, pero eran pocos los que se habían atrevido a cortejar a la hija del rey. De entre todos los pretendientes destacaba por su persistencia Acmed, hijo de un viejo amigo del rey. Entre sus principales virtudes destacaban su valor y bravura, pero éstas eran eclipsadas por su soberbia y presuntuosidad. No en vano, en un exceso de confianza, se dirigió al monarca para pedir la mano de su hija. Al-Mamún reaccionó con prudencia a la solicitud del joven, respondiéndole:
–La amistad que me une a ti y a tu padre hace que seas el mejor candidato posible. Pero la elección corresponde plenamente a mi hija. ¿Consiente mi hija en casarse contigo?.
–No os lo puedo asegurar –respondió Acmed-, pero así me lo parece por la forma en que me mira y habla.
-Pues si ella acepta, yo no me opondré a ello.
Al-Mamún, inmerso en gran alegría, busca a su hija y le narra lo sucedido, pero advierte que mientras se lo cuenta su rostro palidece y su expresión se vuelve lánguida.
–¿Qué ocurre, hija?. ¿Es que no le amas?.
–Sí le amo, padre, pero igual que pueda amarte a ti. Me gustaría que el hombre que una su vida conmigo fuera elegido por mí personalmente.
El rey, que comprendía a su hija, la abrazó con ternura mientras acariciaba su cabello, y con un susurro le dijo al oído:
–Mi felicidad es la tuya, y nada me alegrará más que el ver cumplidos todos tus deseos.
Tras esta conversación regresa el monarca al lugar donde se encontraba Acmed y le comunica la negativa de su hija. Éste, resignado y despechado, regresa a casa con una idea en su mente. ¿Y si el rechazo de Casilda venía motivado por la presencia de un amante secreto?. Y corroído por esta duda hace llamar a su esclavo de confianza, al que ordena vigilar todos los movimientos de la princesa.
Apenas han transcurrido unos días cuando Acmed vuelve a presentarse ante el rey, al que encuentra estudiando concienzudamente unos mapas. Cuando Al-Mamún vio al joven se levantó dirigiéndose a él cordialmente.
–¡Acmed!. Precisamente estaba pensando en ti. Los cristianos de Córdoba y Valencia se han unido a los reyezuelos rivales en un intento desesperado de derrotarme. Pero espero sofocar pronto la rebelión con tu ayuda.
–Me temo, señor –dijo Acmed-, que posiblemente el enemigo más peligroso se encuentre junto a vos, y no en tierras lejanas.
–¿Qué quieres decir?. Habla, que te escucho.
–Veréis, señor –comenzó el joven con tono solemne-. El rechazo de vuestra hija me hizo sospechar sobre la posible existencia de un amante, y movido por los celos hice que uno de mis esclavos siguiera todos sus movimientos.
–Continúa –le dice Al-Mamún intrigado-.
–Después de vigilarla tres días consecutivos comprueba que al poco de anochecer salen dos figuras femeninas de las dependencias de la princesa. Mi sirviente, para verlas más nítidamente, finge ser un mendigo y se acerca hasta llegar a ellas.
–¿Y qué ve?
–Comprueba que se trata de la princesa y una de sus damas de compañía, que llevan oculto un cesto bajo sus ropajes. Mi esclavo, tratando de disimular, pide una limosna, y sin mostrar extrañeza la princesa le ofrece un pan prosiguiendo su marcha.
–¿Y qué ocurre después?.
–Cuando creen que nadie observa bajan a las mazmorras en donde se encuentran los indignos cristianos, y una vez allí sacan los cestos rebosantes de pan repartiéndolo entre todos ellos.
–¿Mi hija una traidora?. ¡Imposible! –gritó Al-Mamún contrariado-. Más vale que pruebes la veracidad de tus palabras si no quieres ser azotado.
–Os ruego que me cedáis la posibilidad de probarlo, y si no es verdad cuanto os digo, ¡colgad mi cabeza en vuestra fortaleza!.
El monarca, viendo la seguridad en las palabras de Acmed, llegó a dudar sobre la lealtad de su propia hija, y dejándose caer sobre su asiento le dijo al despechado joven:
–Por ser hijo de quien eres te daré una oportunidad. ¡Y ay de ti si tratas de engañarme!.
Comienza a anochecer, y el rey sale del palacio acompañado de Acmed para ocultarse sigilosamente entre la maleza de los jardines. Impacientes aguardan los dos, esperando el primero no comprobar que su hija le traiciona, y el segundo intentando dar prueba de ello. Al poco de extinguirse la luz del sol comienzan a oír pasos que se acercan, y cuando los pasos suenan junto a ellos distinguen la figura de la princesa acompañada de su sirvienta. Acmed exclama agitado:
–¡Comprobad, señor, si no es verdad todo cuanto os dije!.
Con gran ímpetu se presenta Al-Mamún ante su hija, y le dice:
–¡Insensata!. ¿Así es como honras a tu padre?. ¿Acaso es digno de una princesa deambular a estas horas?.
–Señor –contestó la acompañante-, no corresponde a una princesa pasear ante las miradas indiscretas, por lo que nos vemos obligadas a salir aprovechando la oscuridad de la noche.
–Ya puedo ver que sabes cuidar de mi hija –respondió el rey-. ¿Pero no os parece extraño ocultar bajo vuestros mantos cestos cargados de pan?. ¿O es que acaso la noche también os abre el apetito?.
De pronto la princesa, que había permanecido en silencio y con la cabeza agachada, dice:
–¿Y si fueran rosas?.
–¿Rosas? –repite su padre burlonamente-.
–¡Sí, rosas! –repite Casilda a la vez que deja caer una cascada de flores al suelo.
Al-Mamún, entre irritado y sorprendido, dirige una mirada furiosa a Acmed, que permanecía boquiabierto mirando a las flores que inundaban el suelo. Y avergonzados los dos marchan desapareciendo en el espesor del jardín.
Casilda, entre lágrimas, cae de rodillas al suelo dando gracias a Dios, y ayudada por su sirvienta recogió todas aquellas flores que llevó a las mazmorras en lugar del pan habitual. Los cautivos que las tocan ven aliviados todos sus males y su fe fortalecida.
Emocionados comienzan todos a rezar, pidiéndole a Dios por el alma de su bienhechora, que desde aquel día es venerada en los altares por su santidad.
Sobre relato de Pedro de Oviedo en Revista Toledo nºs 17 y 18. 1915
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