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El Pañuelo Ensangrentado

Cuando Toledo era la principal joya de la corona visigoda, dialogaban acaloradamente en la fortaleza real, ubicada en el mismo lugar que hoy preside el Alcázar, la reina Clotilde y el rey Amalarico. Ella era una prudente dama, hermana de cuatro reyes galos, casada con el visigodo para unir almas y reinos. Por todos sus vasallos querida y sin ningún enemigo declarado. Él, en cambio, era un orgulloso monarca engreído y ególatra. Nada le preocupaba más que mantener sus posesiones y humillar a sus numerosos enemigos. Pero si hay algo que diferenciaba a ambos, además de su carácter y el afecto recibido de sus vasallos, era su credo, pues ella era devota católica, mientras él era fiel al arrianismo. Ese era el motivo de la intensa disputa, pues la ingenua Clotilde pretendía convertir a su orgulloso esposo al catolicismo.

¡Yo soy el rey –gritaba Amalarico encolerizado-, y todavía no ha nacido ser humano que pueda gobernar mis ideas!.

Pero esposo mío –respondió ella, manteniendo en cambio la serenidad-, ya son numerosos los súbditos de tu reino que han reconocido al catolicismo como la única religión verdadera. Y mis cuatro hermanos, que son tan reyes como tú, ya hace tiempo que lo abrazaron. ¿Por qué no lo meditas y haces como ellos?.

Retrato imaginario de Amalarico († 532), rey de los Visigodos e hijo del rey Alarico II y de la reina Teodegonda. Leopoldo Sánchez del Bierzo

A lo que contestó el monarca herido en su orgullo, que era lo que más le dolía:

¡En mi reino decido yo, y nada me importa lo que haga ningún rey extranjero al que no temo!.

Y Clotilde, sacando una pequeña cruz que llevaba oculta en su pecho, se la muestra a su esposo respondiendo:

No temas a los reyes terrenales si quieres. Pero teme a éste, que es el único rey verdadero.

Ahora sí que estaba gravemente herido el orgullo del soberbio godo, que abalanzándose violentamente contra su esposa gritaba intentando arrebatarle la cruz:

¡Tira eso inmediatamente!.

¡Jamás! –responde la devota dama protegiendo la preciada cruz-. ¡Antes muerta!.

Amalarico, fuera de control, golpeó sin piedad el rostro de su esposa, brotando al punto tal cantidad de sangre que, a duras penas, tuvo suficiente para enjugarla con su fino pañuelo de seda. Después, sin mostrar síntomas de arrepentimiento, abandonó la estancia dando un fuerte portazo tras de sí. A los pocos instantes penetró en la habitación Watario, aquel capitán galo, clandestino enamorado de Clotilde, al que sus hermanos habían asignado como escolta por su nobleza y fidelidad. Preocupado por el alboroto acudió presuroso a la cámara de su señora, y al verla arrodillada y con el pañuelo ensangrentado, exclama:

Majestad, ¿quién se ha atrevido a alzar la mano contra vos?.

Respondiendo ella:

Te equivocas.

¿Entonces por qué se adivina la marca de cinco indignos dedos en vuestro rostro?. Decidme quién ha sido el culpable, que vuestros hermanos han de tener conocimiento.

Ya te he dicho que te equivocas, y no podrás probarlo.

El fiel vasallo, con un rápido movimiento, le arrebata a su señora el ensangrentado pañuelo, arrodillándose ante ella.

Os ruego que me disculpéis por mi irreverencia, pero esta prueba me será necesaria para confirmar mis palabras. Me encomendaron la misión de velar por vuestra integridad y honor, y cumpliré dicha misión. Ahora sólo me resta despedirme de vos, pues he de partir inmediatamente en busca de los vuestros.

Han pasado apenas unas semanas de lo referido anteriormente, cuando el ególatra Amalarico recibe en su palacio la visita de un mensajero. Éste, que no es otro que Watario, tras hacer una no sentida reverencia, le entrega un pergamino en el que se lee:

‹‹Hacia Toledo se dirigen cuatro galos, unidos por su sangre y por la afrenta de verla derramada por vos. El objetivo de su visita no es otro que vengar la sangre vertida, marcando en el rostro del infame Amalarico cuatro señales, una por hermano››.

Se enoja el impetuoso godo, y raudo reúne los mejores hombres de su ejército para salir a cortar el avance enemigo. Junto a él cabalgan Watario y Teudis, siendo la peor escolta que pudiera llevar el rey godo. Todos sabemos los sentimientos de Watario hacia la reina, y por tanto la aversión hacia su infame marido. Pero no queda rezagado el odio de Teudis hacia Amalarico, pues aquél era el principal candidato a ocupar el trono visigodo. Por ello resulta fácilmente comprensible la estrepitosa derrota sufrida contra las huestes galas, viéndose obligado el líder hispano a emprender veloz retirada, en un intento desesperado por salvar su vida y parte de sus riquezas.

En esta tesitura lo encontró Teudis, recorriendo exasperadamente su palacio de un extremo a otro. Al verlo cruzar la puerta, le dice:

¡Teudis, hay que huir!. ¡Rápido, ayúdame y llevemos cuantas riquezas nos sea posible salvar junto a nuestras cabezas!.

Así sea, señor –responde éste-. Pero tengo un amigo entre los galos que podrá ayudarnos. Voy en su busca.

Y abandona Teudis el palacio en busca de Watario, que se encuentra esperándole en las afueras de la ciudad, llegando enseguida junto a él.

El miserable se encuentra en su palacio preparándose para huir.

No necesitó Watario oír más. Veloz se subió sobre su corcel, dirigiéndose al campamento galo donde informó a los hermanos de Clotilde de lo que estaba sucediendo.

Pocos instantes después, irrumpía Teudis de nuevo en la estancia donde se encontraba un nervioso Amalarico.

Ya era hora, Teudis. ¿Dónde demonios estabas?.

Pero enmudeció el rey al ver entrar tras el godo a Watario y los cuatro reyes galos. Childeberto, que era el mayor de ellos, le dice con desprecio:

-Ha llegado el momento de que paguéis la bofetada que disteis a una indefensa mujer. Y para que haya justicia sólo recibiréis una por cada ofendido.

Y dirigiéndose a sus hermanos, añade:

Mejor será que utilicemos los guanteletes de acero para que nuestras manos no se contaminen de tocar la inmundicia.

Se acerca el primero de ellos, y golpeando violentamente el rostro de Amalarico, afirma:

¡Aquí tenéis, cobarde, mi pago!.

Haciendo otro tanto el segundo hermano le golpea en el mismo lugar.

¡Tomad, que yo también soy generoso!.

El lado derecho del rostro del visigodo queda cubierto por la espesa sangre, que a borbotones brota de nariz, boca y oído. Llegando junto a él el tercero de los hermanos de Clotilde, añade:

No es justo que sólo se os pague la mitad –dice mientras le golpea en la mejilla izquierda-. ¡No dejemos que este lado quede sin su merecido!.

Childeberto, que ha observado atentamente lo hecho por sus hermanos, se pone pausadamente al lado del ensangrentado visigodo, que se tambalea apoyándose en la pared para no caerse, y agarrándole por los pelos, concluye:

Ya sólo os queda el pago del último plazo. ¡Tomad!.

Y golpea con tanta violencia el rostro del debilitado Amalarico que cae fulminado al suelo sin vida, envuelto en tanta sangre que hubieran hecho falta un centenar de pañuelos para enjugarla.

Finaliza el día, y los toledanos celebran que ya no es el miserable Amalarico quien lleva la corona, sino el traidor Teudis. Mientras, rumbo a tierras galas, se dirigen cuatro reyes, a quienes acompañan montados sobre un negro corcel Clotilde y el enamorado Watario.

Sobre relato de Federico Mendizábal: “Romancero de Leyenda” – Colección Hispania, Madrid 1964