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Allá van leyes donde quieren reyes

Aquel seco y caluroso día del año 1086 las retorcidas calles de Toledo estaban atestadas de una inmensa multitud que se dirigía a la plaza de Zocodover. ¿Y cuál era el motivo de tal afluencia de personas?. La explicación es muy sencilla.

Desde que el cristianismo entró en la península se había adoptado como propio el rito traído por los propios apóstoles, aquel a que los mozárabes dieron nombre y tan bien supieron conservar. Pero cuando tomó la corona el monarca Alfonso VI, tal vez influenciado por su esposa doña Constanza, de origen francés, quiso imponer el nuevo rito romano en todos sus dominios. Los mozárabes no estaban dispuestos a permitirlo, y con ellos la gran mayoría del clero, que durante tantos años habían sido fieles a la antigua tradición. Por ello se celebró un debate público, en el que los partidarios de ambos bandos ofrecían sus razones para oficializar su rito. La historia dice que el encargado de defender el rito mozárabe fue Juan Ruiz de Matanzos, que tan convincentes razones dio que logró que se reconociera el antiguo ritual.

Pero el rey no quedó contento con ello. Por eso, cuando reconquistó Toledo, intentó otra vez imponer el nuevo culto, y de esta manera satisfacer a su esposa, al pontífice de Roma, y a su propio arzobispo, don Bernardo de Sedirac. Esta vez no sería el ser humano quien decidiera, sino que se había preparado todo en Zocodover para celebrar un “Juicio de Dios”, medida muy común en aquellos tiempos.

Plaza de Zocodover y Arco de la Sangre

Este era el motivo por el que los toledanos acudían en tropel a la plaza, confiando en que la providencia les diera la razón. Sólo Alfonso VI parecía mostrarse nervioso, porque a fin de cuentas el también era de origen hispano-visigodo, y sólo había llegado a aquel extremo para agradar a su esposa, al pontífice y a su arzobispo. Bajo el Arco de la Sangre se cobijaba la pequeña tarima donde se reunían las autoridades. Presidiendo el tablado estaba el rey, flanqueado por la reina doña Constanza y un hombre de confianza del Papa, que había llegado exclusivamente para presenciar el juicio. Ante ellos se hallaba en pie el arzobispo don Bernardo, que era el encargado de oficiar el ritual en el que Dios iba a manifestar su voluntad. La prueba era sencilla. En una pequeña mesa estaban dispuestos los dos misales, y ante la tarima un enorme montón de leña. Ambos misales serían arrojados al fuego, y el que resultara menos dañado se consideraría aprobado por Dios.

Gruesas gotas de sudor corrían por la frente del arzobispo toledano, tal vez producto del calor reinante o tal vez por la tensión del momento. Lentamente se acercó al montón de leña, y arrimando una tea que portaba en su mano prendió los troncos, que ardieron en pocos instantes.

El público congregado, que había permanecido hasta ahora en tumultuoso bullicio, hizo un silencio sepulcral cuando el monarca se levantó de su asiento e hizo una señal a su prelado. Éste, haciendo una reverencia a su soberano, se acercó a la mesa y tomó los dos misales. Levantándolos en alto musitó una breve oración, y después se dirigió a la hoguera arrojando los dos libros en lo más alto.

Durante unos instantes no se oyó más que el crepitar del fuego, pero al poco se escuchó un fuerte zumbido, y uno de los misales, como empujado por una fuerza invisible, salió disparado hasta ponerse a los pies del rey Alfonso. Era el misal mozárabe el que las llamas no se atrevieron a consumir. Mientras, el romano poco a poco quedó reducido a cenizas. Cuando el público comprobó lo sucedido comenzaron a multiplicarse las voces de júbilo:

¡Demos gracias a Dios! –gritaba una mujer-. ¡Ahora sabemos que nuestros hijos crecerán con nuestras mismas oraciones!.

¡Vergüenza debería darle a la reina y al obispo querer arrebatarnos nuestras costumbres! –añadía un anciano-. ¡Que hagan ellos lo que quieran y nos dejen en paz a nosotros!.

¿Qué hará ahora el rey que ha comprobado como desaparecía su misal consumido por las llamas?. ¡No se ha salido con la suya!.

Alfonso, viendo que la situación se le había ido de las manos, se levantó y se marchó a su palacio. A su lado marchaban la reina y el arzobispo, que aterrorizados por lo sucedido en el “Juicio de Dios” no se atrevían a alzar los ojos. La ingente cantidad de toledanos congregados en Zocodover regresó a sus hogares, creyendo que tras aquel maravilloso suceso no peligraría su rito tradicional.

A las pocas semanas de este suceso, una noticia vino a alterar el ánimo de los toledanos. El rey Alfonso no había sido capaz de oponerse a las órdenes del Papa, ni a los deseos de su mujer y su arzobispo. El rito mozárabe había sido reemplazado por el romano. La única excepción se hizo en Toledo, donde se conservó el rito mozárabe gracias a lo sucedido aquel día en la plaza de Zocodover.

El pueblo, desengañado y decepcionado, comprendió que de nada sirven sus costumbres y deseos frente a los déspotas que implantan leyes a su capricho. Es entonces cuando nació aquel dicho popular que se ha transmitido de generación en generación, y que tan bien refleja el funcionamiento de la ley en numerosas ocasiones: “Allá van leyes donde quieren reyes”.

Sobre relato de Eugenio de Olavarría y Huarte

El Adoquín blanco del Cristo de la Luz

En la subida del Cristo de la Luz, justo en la entrada de la mezquita del mismo nombre, podemos ver entre el adoquinado que conforma la empinada pendiente un adoquín blanco que destaca entre el resto. No existe prácticamente nadie en Toledo que no sepa cuál es el motivo de ese elemento diferente, y para ello nos basamos en varias de las más populares leyendas de la ciudad. La primera es tal vez la menos conocida, y que surgió probablemente por la inquina racial que años atrás existió en la mal llamada Ciudad de las Tres Culturas.

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Sirva esta primera leyenda para ponernos en precedentes.

EL CRISTO DE LA LUZ (I)

Que la mezquita del Cristo de la Luz es uno de los monumentos más antiguos y emblemáticos de Toledo es conocido por todos. Pero son pocos los que conocen la historia que tuvo como escenario la célebre aljama. Ocurrió cuando Toledo era una ciudad musulmana, y tanto cristianos como judíos se hallaban sometidos bajo el poder árabe. A pesar de esta circunstancia, entre ambos grupos existía una enemistad manifiesta, como prueba el presente relato.

Los tolerantes mahometanos permitieron a los numerosos cristianos residentes en Toledo mantener sus antiguos cultos. Para ello los cristianos habilitaron la parte trasera de la mezquita musulmana de Valmardón, reuniéndose en gran número allí todas las tardes adorando la imagen de un Crucificado. Tras las celebraciones litúrgicas besaban los pies de la imagen, y después se retiraban a sus casas con profundo fervor. Pero sucedió que cierto día un malvado judío se camufló entre los devotos cristianos con un perverso plan. Aparentando fervor se acerca a la imagen y unta sus pies con un potente veneno, deseando acabar con la vida del mayor número posible de cristianos.

Al poco tiempo entra en el templo una anciana que a duras penas puede tenerse en pie, y con gran dificultad se arrodilla ante la imagen del Cristo musitando una piadosa oración. El ruin judío, observando desde su rincón, se muerde las uñas aguardando con impaciencia ver cumplidas sus crueles intenciones. Por fin la anciana finaliza su oración, y levantándose costosamente se dirige a la imagen disponiéndose a besar sus pies como era costumbre. Pero en el momento en que la anciana acercó sus labios al Crucificado ocurrió un hecho inesperado que tanto la mujer como el judío vieron con desconcierto. ¡Cristo ha retirado el pie!. Todos los cristianos entran apresuradamente en el templo al oír las voces de la anciana, que entre lágrimas cae al suelo de rodillas dando gracias a Dios sin saber que había salvado la vida.

El judío, mientras tanto, aprieta sus dientes con rabia, viendo sus planes frustrados, pero no por ello se da por vencido. Pacientemente aguarda escondido a que la anciana y el resto de cristianos abandonen el templo, y cuando lo hacen se acerca a la imagen arrojándola salivazos. No contento con ello saca una afilada daga, y con toda su ira la descarga violentamente contra el Cristo. Un lamento ultraterreno y sobrecogedor es escuchado solamente por el hebreo, quien arranca el Crucificado con la intención de hacerlo desaparecer. Con la imagen oculta bajo sus ropajes sale del templo y emprende camino hacia su casa. Una vez allí cava una profunda fosa en el corral y lo entierra.

Al día siguiente, los desconcertados fieles, echan de menos la imagen de su devoción, pero llama su atención un reguero de sangre en el suelo. Siguiendo su rastro llegan hasta la casa del hebreo, y su sorpresa va en aumento cuando descubren un potente halo de luz procedente del corral. Intrigados comienzan a cavar en el lugar de donde procedía el deslumbrante resplandor, y con asombro e indignación descubren al poco tiempo la imagen del Cristo con la herida todavía sangrante. Irritados por el despiadado sacrilegio apresan al judío, apaleándole en público como escarmiento.

Temiendo por la integridad de la imagen de su devoción optaron por empotrarla en el muro trasero de la mezquita, encendiendo a su lado una lamparilla de aceite.

(Sobre relato de Pablo Gamarra)

No encontramos hasta ahora, en la anterior leyenda, una explicación al enigma del adoquín blanco del que estamos hablando. Explicación que sí vamos a encontrar en la referida a continuación, y que es sin duda la más conocida leyenda referida a la histórica mezquita.

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EL CRISTO DE LA LUZ (II)

Cuando Alfonso VI reconquista Toledo, el 25 de mayo de 1085, cruza la muralla y junto a su séquito encamina sus pasos al interior de la antigua joya sarracena para conocer sus nuevos dominios. Dejando atrás el Arrabal del Norte sube la empinada cuesta que conduce hasta la puerta de Valmardón, y tras cruzarla dan vista a la mezquita del mismo nombre. Allí se detienen un instante, comentando el monarca la belleza de tan pequeño templo a sus acompañantes, entre los que se encontraban Rodrigo Díaz de Vivar y don Bernardo, obispo de Palencia. Coinciden todos en el comentario del rey y se disponen a reanudar su marcha, pero he aquí que un hecho insólito imposibilitó sus intenciones. El caballo de Alfonso se ha arrodillado súbitamente, y lo mismo hacen al poco tiempo Babieca, el del Cid, así como el del obispo. En vano tratan de levantarlos para reanudar su marcha, pues cuando uno se pone en pie el otro se arrodilla. Desconcertados no saben que hacer, hasta que el prelado piensa que el sobrenatural hecho puede ser una señal divina procedente de aquel lugar. Así lo creyó también Alfonso, quien ordena hacer un minucioso registro del templo que dio rápido resultado.

Por una pequeña grieta existente entre dos piedras localizan un leve destello luminoso que carecía de explicación lógica, por lo que proceden a retirar las piedras y descubrir el misterio que encerraban. Una vez hecho, descubren con asombro que allí escondida se encontraba la imagen de un Crucificado, ahumada por una lamparilla que había permanecido junto a ella durante cuatro siglos sin que nadie la alimentase. Por tal motivo, y a partir de aquel día, la antigua mezquita musulmana es conocida como la del “Cristo de la Luz”.

Para recordar tal suceso, en el lugar en donde se arrodillaron los caballos, se colocó un adoquín blanco que permanece en la actualidad llamando la atención de todos los que desconocen este relato.

(Sobre relato de Pablo Gamarra)

Ya tenemos el motivo por el que, según la tradicional leyenda, nos encontramos con esta peculiar piedra blanca en la entrada de la Mezquita del Cristo de la Luz. Pero no acabaremos sin comentar otro relato más reciente, que se remonta a la época de la invasión de las tropas napoleónicas, referida también a tan singular elemento.

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EL CRISTO DE LA LUZ (III)

Hacía poco tiempo que las tropas napoleónicas habían invadido la Península cuando dos oficiales franceses hacían una inspección nocturna por las calles de Toledo. Por casualidad pasaron por delante de la mezquita del Cristo de la Luz, y sintieron curiosidad por saber lo que en aquel templo se guardaba y cuál era el significado de una piedra blanca que destacaba entre el resto de adoquines.

En ese momento pasaba por allí un niño que trataba de conseguir algún alimento para llevarse a su casa. Los franceses cogieron al pequeño con bruscos modales y le exigieron que diera respuesta a su curiosidad.

– ¡Respóndenos, maldito crío!. ¿Qué es este edificio y qué significa este adoquín blanco que resalta entre los demás?.

– Esta iglesia –contestó el asustado niño-, es donde el rey Alfonso VI encontró al Cristo de la Luz tras varios siglos oculto en la pared. Y esta piedra blanca es el lugar donde el caballo del rey se arrodilló al pasar por la puerta del templo.

El pequeño, revolviéndose nerviosamente tras dar respuesta a sus interrogadores, pudo escaparse hábilmente sin que éstos trataran de impedírselo. Los dos oficiales entablaron conversación pensando que nadie les escuchaba:

-¿Qué te parece lo que nos ha dicho el niño? –dijo uno de ellos-. En España todo es superstición.

– Hay que ver para creer cómo son estos dichosos españoles –repuso el otro-.

– Tenemos que acabar con todas estas cosas. Hay que imponer nuevas leyes, costumbres, creencias… ¡Todo!.

– Sí, pero no es tarea de pocos días.

– Se me está ocurriendo –dijo el primero-, que podemos empezar por arrancar esta piedra.

– Deberíamos hacerlo para demostrarles que estamos por encima de sus absurdas creencias –repuso el otro-.

Interrumpió entonces su conversación un toledano, envalentonado por los efectos del vino, que pasaba por allí. Navaja en mano y con los ojos desorbitados les gritó:

– ¡Arrancad del suelo esa piedra si tenéis valor!.

Y puesto en medio de la calle les mostraba amenazante su navaja. Los militares, entre incrédulos y burlones, se miraron entre sí desenvainando sus espadas. Entonces el toledano se acercó a ellos dispuesto a morir en defensa de la piedra que tanto valoraban sus paisanos. Los militares a una, aterrorizados por el valor de aquel hombre, salieron corriendo hasta perderse por las calles, dejando dueño de la calle al borracho que gritaba satisfecho:

– ¡Aquí esta y seguirá estando la piedra blanca del Cristo de la Luz!.

(Sobre relato de Juan Moraleda y Esteban)

 

Petición Concedida

Afirman muchos historiadores de la ciudad de Toledo que, en época de San Ildefonso, existía un pequeño beaterio muy próximo al oratorio de Santa Leocadia, en el lugar hoy ocupado por el monasterio de Santo Domingo “el Antiguo”. Son escasos los datos que han llegado hasta nuestros días, por lo que todo lo que podamos contar del cenobio se basa en conjeturas. Lo único que parece cierto es que Alfonso VI, tras reconquistar la ciudad, mandó construir el nuevo monasterio, posiblemente sobre las ruinas de uno ya existente.

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Actual convento de Santo Domingo el Antiguo

Una de las leyendas más antiguas de Toledo afirma que, cuando los árabes se hicieron con la ciudad, las monjas tenían el temor de que los nuevos dominadores no respetaran ni al convento ni a sus moradoras. Por ello rogaron piadosamente a Dios que el convento fuera engullido por la tierra con ellas dentro. Y afirma la leyenda que el Altísimo les concedió lo que pedían.

 Según varios testigos, en el preciso momento en el que los musulmanes cruzaban la muralla toledana por primera vez, el modesto convento se derrumbó estrepitosamente, sepultando bajo sus escombros a las infortunadas religiosas. De esta forma el Cielo otorgó a las religiosas el favor que con tanto ahínco habían pedido.

(Sobre relato de Ángel Santos y Emilio Vaquero)

La Dama de los Ojos sin Brilo

Leyenda tradicional sobre relato de Rafael Carrasco

El increíble relato referido a continuación ocurrió poco tiempo después de que Felipe II le arrebatara la Corte a Toledo, cuando el hecho de celebrar un festejo se convirtió en algo inusual y que por tanto reunía a gran número de

Por entonces dieron ciertos condes, cuyo nombre no alcanza desgraciadamente mi memoria, un suntuosos festín con motivo de la visita a la ciudad de cierto personaje de sangre real. Los asistentes al evento difícilmente podrían olvidarlo, no sólo por el buen gusto con el que los anfitriones habían agasajado a sus invitados, sino por la variedad de personajes de alta alcurnia allí congregados.

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Uno de los que más llamaban la atención era don Luis Álvarez, encargado personal de las finanzas del monarca y su hombre de confianza. Andaba el altivo joven deambulando de un lado a otro del salón, revoloteando entre las damas como una abeja de flor en flor, cuando su mirada fue a centrarse en una misteriosa y bella damita que al contrario de las demás se agazapaba en un rincón como ajena a la fiesta. No pudo don Luis contener su curiosidad, extrañado de la actitud de la joven, y sin dudarlo se dirigió al lugar donde se encontraba. Llegando a su lado, y extendiendo su mano galantemente, dijo:

– ¿Cómo es posible que una flor tan bella prefiera estar apartada del jardín?. ¿Me darás el placer de concederme este baile?.

La joven no contestó, pero en cambio tomó la mano del caballero acompañándole al centro de la sala aceptando así la invitación al baile.

– ¿Cómo te llamas?. ¿Eres de Toledo? –preguntó él, pero la dama parecía no darse por aludida, haciendo oídos sordos a las preguntas de su pareja de baile.

Cuando acabó la pieza, la misteriosa joven se deslizó de los brazos del caballero haciendo ademán de abandonar el salón. Don Luis, más intrigado todavía, optó por acompañarla, descendiendo juntos la corta escalinata de mármol que conducía a la calle. Una vez allí preguntó él educadamente:

– ¿Me permites que te acompañe hasta tu casa?.

Pero la dama, como en las ocasiones precedentes, sólo dio el silencio por respuesta. Ignorando las palabras de su educado acompañante comenzó a caminar calle abajo, y don Luis, aturdido, decidió acompañarla en silencio. Apenas habían dado unos pasos cuando ella, con un susurro ronco y extraño, dijo:

– ¡Qué frío!.

No hizo falta que dijera más para que el cortés caballero se desprendiera de su capa de terciopelo rojo y la pusiera sobre los hombros de la damita, que continuaba caminando impávida. Tras recorrer unas cuantas callejuelas, y llegar cerca del Miradero, la joven se volvió hacia su acompañante, y con la misma extraña voz de antes susurró:

– Os ruego que no sigáis un solo paso más conmigo, pues de hacerlo me sentiré gravemente ofendida. Mañana podéis pasar a recoger vuestra capa en la casa de los condes de Orsino.

Quedó nuestro protagonista más extrañado aún si cabe, pero como era caballero ejemplar no puso inconveniente, y se despidió de la dama con una gentil reverencia.

Llegado don Luis a su alojamiento no logró pegar ojo, atormentado por el recuerdo de aquella singular señorita de la que no sabía ni siquiera el nombre. Pero al menos el día siguiente podría averiguarlo, yendo él personalmente a recoger su capa.

Así lo hizo, y con incontenibles deseos de conocer algo más sobre su acompañante de la noche anterior acudió poco antes del mediodía a la casa indicada. No le costó encontrarla, pues los condes de Orsino eran muy conocidos en la ciudad, y preguntando llegó enseguida a un amplio pero modesto caserón.

Una vez ante la puerta la golpeó decididamente con la recia aldaba, y al poco la abrió un anciano sirviente vestido de negro haciendo chirriar sus goznes.

– Buenos días, señor. ¿Puedo hacer algo por vos?.

– Buenos días –contestó don Luis-. Vengo a recuperar mi capa, pues anoche se la presté a una joven dama que me indicó que viniera a recogerla a este lugar.

El sirviente se encogió de hombros, pero invitó al caballero a entrar acompañándole hasta una rancia estancia del interior del caserón. Allí se encontraba sentada una señora de distinguido porte, que al punto se levantó en dirección al recién llegado.

– Bienvenido seáis a mi modesto hogar –dijo-. ¿Qué puedo hacer por vos?.

Don Luis, algo cohibido, le explicó lo acontecido la noche anterior a la señora, que escuchó el relato con interés. Y cuando hubo terminado el caballero, contestó:

– Pues sin duda debe haber algún malentendido, pues aquí sólo vivimos mi marido, yo y unos pocos sirvientes. ¿Podríais darme alguna descripción de tal joven?.

– Veréis –respondió él temiendo haber importunado a la elegante señora-. Se trataba de una hermosa jovencita de unos veinte abriles y con una rizada cabellera rubia. Era alta y esbelta, y su pálida piel se asemejaba al color de la luna llena. El rasgo más característico eran sus ojos, grandes como luceros pero carentes de brillo, como si estuvieran apagados por algún sufrimiento.

Mientras don Luis daba su explicación la anfitriona se dejó desplomar sobre el butacón del que se había levantado, y con la voz ahogada replicó:

– Sin duda alguien se ha burlado de vos, pues la dama que habéis descrito es mi desafortunada hija, a quien hace ya dos meses que enterramos.

El consejero de Felipe II sintió un sudor frío, y excusándose mil veces ante la sorprendida condesa se giró dispuesto a abandonar la habitación. Pero justo en ese momento sus sorprendidos ojos se detuvieron en un enorme cuadro en el que se representaba una linda jovencita. Todo coincidía con su acompañante de la noche anterior: la rizada cabellera rubia, la estilizada figura, la palidez de su piel… ¡y sus ojos sin brillo!.

– ¡¿Quién es ella…?! –preguntó el alterado caballero a la condesa-.

– Os lo acabo de decir –respondió ésta-. La desdichada hija que me fue arrebatada hace un par de meses.

– ¡Os juro que es ella!. ¡Es la dama con la que estuve anoche!.

– Sin duda habéis enloquecido, o tal vez anoche abusarais del vino.

El joven, confundido y presa de espanto, abandonó atropelladamente el caserón de los condes sin detenerse hasta llegar a su alojamiento, donde pasó varios días en cama a consecuencia de unas fuertes fiebres producto de la impresión.

Cuando al fin pudo levantarse, y cuando se hallaba sentado a la mesa recuperando fuerzas, llegó un corchete portando aquella capa roja que días atrás había prestado a la misteriosa dama.

– Creo que esta capa es vuestra –dijo el corchete-. La he reconocido por vuestras iniciales bordadas.

– ¿Dónde la has encontrado? –preguntó don Luis levantándose y cogiéndola nerviosamente-.

– La encontré en el cementerio, sobre la tumba de la condesita de Orsino.