Un convite y una dádiva
Era el año 1476 de nuestra época cuando los llamados Reyes Católicos, Isabel y Fernando, fundan en Toledo el majestuoso edificio conocido hoy como San Juan de los Reyes guiados por dos motivos. El primero, para servir de conmemoración a la magnífica victoria obtenida en la batalla de Toro, en la que derrotaron a los portugueses partidarios de Juana “La Beltraneja”, que pretendía arrebatarles el trono de Castilla. El otro motivo, y parece ser que el principal, era el de adecuar convenientemente un lugar para ser sepultados en el ineludible momento de su muerte.
Finalmente este último supuesto no se llevó a cabo y los Reyes Católicos fueron enterrados definitivamente en Granada, según unos porque prefirieron dormir el sueño eterno en el último baluarte reconquistado, y según otros porque a doña Isabel el monasterio toledano le pareció indigno para ser utilizado como panteón real (al parecer su primera expresión al verlo fue: “esta nonada nos habedes fecho”, algo así como: “esta insignificancia nos habéis hecho”.)
Descartado definitivamente por los Católicos para su función principal, aprovecharon cierta visita a Toledo para invitar a comer al nuevo edificio a los frailes franciscanos, hacia los que sentían grandes simpatías, Éstos, que por entonces tenían su residencia en el convento de la plaza de la Concepción, aceptaron gustosos la invitación real, con más intención de agradar a sus anfitriones que saborear exquisitos manjares.
Fueron varias las veces en que los monarcas y sus sirvientes, los días previos a la cita, acudieron al monasterio para disponer los preparativos necesarios. Y así, con todo dispuesto, llegó el día señalado para el citado convite.
A la hora acordada llegaron puntuales los escasos franciscanos guiados por su prior. Penetraron en el monasterio y, guiados por un sirviente real, llegaron ante la presencia de sus majestades, que se hallaban presidiendo un gran salón donde ya estaba todo preparado para el banquete.
Doña Isabel y don Fernando recibieron cordialmente a sus invitados, y sentándose a la mesa dieron por comenzado el convite. Ni que decir tiene que los agradecidos religiosos dieron buena cuenta de los manjares servidos en medio de entretenidas conversaciones acerca de religión, política, ciencia y cuantos temas consideraran oportunos. Y de esta manera, con los estómagos repletos y agotados casi todos los temas de conversación, pasaron las horas hasta el punto de que el sol ya comenzaba a ocultarse. Percatándose de ello, el padre prior se levantó y dijo dirigiéndose a los reyes:
–Majestades, para nosotros es un placer y un honor haber sido invitados por tan ilustres anfitriones, y gustosos estaríamos aquí durante muchas horas más. Pero hemos de regresar a nuestro convento, donde nos aguardan nuestros Breviarios para el obligado rezo de Vísperas.
Justo en ese momento irrumpió en el salón uno de los sirvientes reales, que oportunamente enviado por doña Isabel había acudido a la plaza de la Concepción para recoger los Breviarios de los franciscanos. Mientras el sirviente iba repartiendo los libros a los religiosos, dijo la reina:
–Disculpadme si me he tomado esta pequeña licencia, pero el motivo de la invitación no es otro que mostraros el nuevo monasterio que hemos construido. Ahora seguid a mis sirvientes, que ellos os indicarán el lugar más adecuado para que podáis cumplir con vuestra piadosa obligación.
El prior se encogió de hombros, y mirando a los suyos les hizo un gesto para que se unieran a él tras las indicaciones de uno de los sirvientes, que les llevó a confortable y tranquila estancia. Allí, con paz imperturbable, comenzaron sus rezos a salvo del mundanal ruido. Una vez finalizados regresaron con los monarcas, que les aguardaban pacientemente para enseñarles la nueva construcción.
Esta vez no hicieron falta sirvientes, pues los reyes se bastaban orgullosos para mostrarles a los religiosos el bello monasterio. Tranquilos y pausados fueron recorriendo todas y cada una de las estancias; iglesia, claustros, dependencias privadas… Los asombrados frailes escuchaban con atención las explicaciones de sus guías, mientras sus ojos iban devorando hasta el más recóndito rincón del monasterio. Finalizada la visita, la reina preguntó a los franciscanos:
–Y bien, ¿qué os parece el monasterio?.
–¿Y qué piensan sus majestades que nos puede parecer? –respondió el prior-. Realmente han construido un suntuoso edificio que algún día, quiera Dios que muy lejano, os servirá de morada eterna.
–En eso os equivocáis –interrumpió la reina-, pues es deseo de mi esposo y mío propio recibir sepultura en otro lugar. Y este es el principal motivo de que os hayamos invitado. Lo hemos hablado largo y tendido, y hemos decidido que este monasterio no puede quedar en el abandono. Tomadlo y disponed de él como os plazca, pues desde este momento es vuestro. La biblioteca está repleta, y la despensa bien surtida. Sólo necesitáis traeros vuestros enseres personales.
Quedaron sorprendidos los frailes ante la generosa donación de los monarcas, y reiterando su agradecimiento una y otra vez, regresaron a su viejo convento para recoger sus escasas pertenencias y avisar a los pocos hermanos que se habían quedado allí.
En el año 1477, ya asentados definitivamente en su nuevo monasterio, los franciscanos oficiaron una solemne misa en acción de gracias. Curiosamente el primer novicio que ingresó en el nuevo beaterio fue Francisco Jiménez de Cisneros, el que posteriormente se convertiría en célebre arzobispo de Toledo.
Sobre relato de Juan Moraleda y Esteban. Tradiciones de Toledo, página 16.