El Rey Wamba
En el año 672, poco después de fallecer el rey Recesvinto, se reunieron en Toledo todos los nobles del reino visigodo en unas conflictivas reuniones para proclamar nuevo soberano. El motivo del conflicto era que muchos de ellos se veían con derecho al trono, siendo solamente una la plaza vacante. Ninguno cedía en su empeño, por lo que aquellas reuniones se prolongaron durante largo tiempo. Cuando alguien propuso el nombre de Wamba todos callaron, pues era el único que no se había propuesto a sí mismo.
Wamba era conocido por todos. Sabían que era un anciano virtuoso en una época de libertinaje, trabajador entre holgazanes, humilde entre orgullosos. Todos eligieron unánimemente a Wamba, no porque realmente le quisieran como rey, sino porque veían más fácil destronar al anciano que salir elegidos en aquella asamblea.
Wamba, que hasta entonces no había dicho una sola palabra, dándose cuenta de las intenciones de todos los nobles, comenzó a hablar:
–Queridos nobles: agradezco la confianza que depositáis en mí con tal nombramiento, pero no me considero apto para ocupar el trono, ya que mi edad es avanzada. Pienso que mis dominios ya son más que suficientes, pues son enormes los esfuerzos que debo realizar para mantener la prosperidad.
Entonces se levantó uno de los nobles, desenvainó su espada, y se la puso a Wamba ante el pecho, gritando con rabia:
-¡Si no aceptas la corona, conocerás el sabor de mi acero!.
Y de esta manera, pocos días después, Wamba era coronado rey en la iglesia toledana de Santa María un 20 de octubre del 672.
Todavía no se había extinguido el eco de las fiestas siguientes a la coronación cuando llegó un mensajero a la ciudad regia portador de malas noticias; los vascones se habían sublevado. A nadie sorprendió tal noticia, pero sí la energía que el anciano Wamba exhibió al formar un fuerte ejército encabezado por él personalmente, mostrando así que aún le restaban sobradas fuerzas para soportar el peso de la corona. La campaña fue breve, llegando el monarca godo fácilmente a los Pirineos y atravesando toda la Vasconia.
No le dio tiempo al valiente Wamba a reponerse del fragor de esta empresa, ya que al poco tiempo le comunicaron el levantamiento de Hilderico, conde de Nines. Para colmo de males el conde Flavio Paulo, enviado por el rey para sofocar el levantamiento de Hilderico, se reveló proclamándose a sí mismo rey nada más cruzar los Pirineos.
No tuvo más remedio el legítimo rey, apenas repuesto, que partir personalmente a enfrentarse a los traidores, a quienes derrotó de manera rápida y contundente. Los desleales nobles fueron apresados para el resto de sus días, y una vez restablecida la calma el soberano pudo regresar a su capital.
Intranquilo y desconfiado por las sucesivas infidelidades no quiso Wamba entrar en Toledo de forma triunfal, sino que prefirió adelantarse a sus tropas para infiltrarse de incógnito entre sus súbditos. De esta manera no llevaría nuevas y desagradables sorpresas. Pero pronto el honrado rey pudo comprobar que la corrupción y el vicio eran constantes en sus nobles y súbditos. Los mismos males que habían propiciado la caída del imperio romano amenazaban ahora con hundir el visigodo, antes tan fuerte y austero. El pueblo que gobernaba vivía despreocupado de sus obligaciones, entregados por completo a las apuestas en los espectáculos del Circo y los excesos. Mientras, las clases más humildes vivían hundidas en el hambre y la miseria. Wamba ya había podido ver suficiente por sí mismo.
Ahora sí. El monarca efectuó su entrada triunfal en Toledo conociendo a la perfección los puntos débiles de su reino. Por ello convocó un concilio para aprobar nuevas leyes. Su principal objetivo era recuperar la honradez que había caracterizado a su pueblo anteriormente. Comprendiendo lo complicado del momento, dado que se habían registrado sucesivas invasiones, su primer esfuerzo se centró en reforzar el ejército, implantando severas condenas para los que cometieran delito de traición. Pretendiendo fortalecer la defensa de la ciudad ordenó reconstruir la deshecha muralla, y como el material escaseaba ordenó tomar el Circo como cantera. De paso evitaba la repetición de los bochornosos espectáculos que se venían celebrando allí frecuentemente. Todas las ciudades regidas por Wamba comenzaron un período de prosperidad. Se mejoraron los accesos y las infraestructuras, se potenció la agricultura y las cosechas mejoraron notablemente. No había duda que el impulso dado por Wamba contribuyó a la mejora del reinado visigodo. Incluso la primera vez que los musulmanes invadieron la Península fueron expulsados con relativa facilidad.
Sin embargo muchos de los ambiciosos nobles no olvidaban el propósito con el que habían coronado al aparentemente frágil Wamba, e, impacientes, aguardaban la ocasión propicia para destronar al anciano y arrebatarle su corona. Pero esta ocasión parecía no llegar, dado el gran cariño que el pueblo mostraba a su soberano.
Era el año 680, y después de ocho años de un próspero mandato se habían disipado todos los temores de una posible rebelión. Quizás por ello la traición interna pilló desprevenido al honrado rey. Ervigio, noble que gozaba de la confianza de Wamba, urdió un malévolo plan para destronar al rey sin tener que matarle, pues este supuesto podría suponer ganarse la enemistad del pueblo. El plan consistió en administrar al viejo monarca un narcótico, haciéndole creer después que se estaba muriendo. Una vez conseguido el engaño le afeitó, cortó el pelo y vistió con hábito de penitente.
De esta guisa lo presentó ante el pueblo, asegurándoles que Wamba había enloquecido e indicando que no sería adecuado mantenerle al frente del pueblo visigodo. A partir de ese momento Ervigio se autoproclamó rey, y el pueblo aprobó con estruendosa ovación tal decisión, pues consideraban indigno que tal cargo fuera ocupado por el demente Wamba. Y aunque a éste pronto se le pasó en breve el efecto del narcótico no pudo recuperar su trono, ya que el pueblo había aprobado su destitución. Esta es la manera en que el ingrato pueblo godo mostró su agradecimiento a un ser humano que, sin desearlo, recibió un reino corrompido y lo hizo prosperar.
El amargor de lo sucedido hizo enfermar realmente a Wamba, que al poco tiempo moría en el monasterio de Pampliega. Pero sin duda Dios recibiría con cariño en su reino a un nuevo súbdito que había sabido ser un gran rey.
Sobre relato de Antonio Delgado: “Leyendas de la Ciudad del Tajo”, Toledo 1946