La Venganza de un Cristiano
Todo era movimiento y alboroto en el toledano palacio del monarca Al-Qadir. Numerosos esclavos se afanaban en adecentar los camarines y jardines con vistosos tapices y fragantes perfumes preparando una gran fiesta. El motivo era que Ahmed Ben Yusuf, consejero de confianza del monarca, había aprovechado la ausencia de su señor para organizar una gran fiesta. Los sirvientes de Al-Qadir obedecían sin oponerse a las órdenes de Ahmed, no en vano era la máxima autoridad en ausencia de aquél. Paseaba el consejero por los jardines supervisando los preparativos del festejo cuando se acercó uno de los esclavos.
–¿Qué quieres?.
–Señor –contestó el esclavo-, la cristiana que ordenasteis apresar ya está en palacio. Pero desde que ha llegado no para de llorar.
–Buen trabajo. Reúne a mis esclavas favoritas y ponlas a las órdenes de la cautiva. Que la vistan con las mejores alhajas para cuando vaya a buscarla.
En la mirada del consejero se reflejaba la satisfacción por el cumplimiento de sus deseos. De vil manera había raptado a una joven cristiana y deseaba hacerla suya a toda costa. No había nada ni nadie que pudieran interponerse a sus planes.
Entre tanto, en su perfumada celda, la cautiva cristiana María Ordóñez rogaba a Dios para ser liberada del cautiverio y devuelta a su familia. Era tan intenso su llanto que su natural belleza quedaba eclipsada por la descomposición de su rostro.
Así la encontró Ahmed Ben Yusuf cuando fue a verla, y echándose a sus pies como si fuera un esclavo le dijo:
–Te ruego que no llores, hermosa cristiana. ¿Es que acaso te falta algo que tenías en tu viejo castillo?. Yo haré que no te falte cuanto desees. Adornaré tu cabeza con doradas coronas y te proporcionaré prendas de tal valor que ninguna mujer puede tenerlas. En tu honor organizaré magníficos festejos y ordenaré que tapicen el suelo que pisas con millares de flores. Te lo ruego, deja de llorar, que traspasas con tu llanto mi corazón. Cesa tu llanto, cristiana, que te ofreceré todo lo que quieras y jamás hayas soñado tener.
–No quiero nada de lo que me ofreces; ni tus palabras, ni tus jardines, ni cuantas riquezas dices. Sólo anhelo lo que me has robado; la libertad.
–¡Libertad! –exclamó Ahmed herido por el filo del desengaño-. No sabes lo que dices. ¿Es que piensas que me he tomado tantas molestias para devolverte sin más a tu hogar?. No, eso no ocurrirá. Pídeme todo lo que quieras, que yo te lo daré con tal de ver una sonrisa en vuestro rostro.
–¡Ya te lo he dicho! –replicó ella-. ¡Si no me devuelves a mi palacio lo único que verás sobre mi rostro serán mis lágrimas deslizarse!. ¿De qué me sirven tus palacios si no tengo libertad?. Dame lo que te pido y me harás feliz.
–¡Cristiana, no agotes mi paciencia!. Las esclavas de mi palacio estarían dispuestas hasta a dar su vida por una sola palabra de mi boca.
–Pero yo no soy una de tus esclavas. Devuélveme a mi hogar y te garantizo que mis servidores no te harán el más leve daño.
–¿Y qué daño podrían causarme unos servidores que no pudieron hacer nada cuando mis soldados te apresaron?. Ineptos y confiados dormían mientras eras traída ante mí.
–Te lo ruego, dame la libertad.
Y se postró humildemente a sus pies.
–Levántate, cristiana.
–¿Me vas a conceder la libertad?.
–No me hagas enfurecer. Ya te he dicho lo que pienso al respecto.
–Eres un cobarde, un cobarde que se vale de su fuerza para obligar a una mujer a sucumbir en contra de su voluntad. Prefiero morir. Si las cristianas sabemos llorar para conmover corazones también sabemos morir cuando se hace necesario.
–No te lo voy a preguntar más veces, ¿quieres ser la sultana de mis palacios?.
–Y yo no te voy a responder más veces; sólo quiero libertad.
–Tú lo has querido, cristiana. No sólo te niego la libertad, sino que a partir de ahora serás una esclava más de mi harén.
Y dicho esto se marchó el obstinado Ahmed con la contrariedad reflejada en su rostro.
Pasaron sólo unos pocos días y la cautiva cristiana enferma gravemente. Los médicos consultados desconocían el nombre de su enfermedad, pero todos coincidían en afirmar que estaba provocada por el gran sufrimiento de la joven cautiva. La pobre María, encerrada en el harén como cualquier esclava, ve incrementado su tormento con una cruel enfermedad.
Muere la tarde y con ella la cautiva cristiana. Entra Ahmed pesaroso en el harén y se arrodilla junto al lecho de María besando sus blancas vestiduras. Ante sí tiene el delicado cuerpo de la cautiva cristiana, pero su alma ya había ascendido al Cielo para reunirse con su Creador.
Ya se encontraba Al-Qadir en Tolaitola, y Ahmed tenía todavía fresco el recuerdo de este triste suceso cuando otra preocupación pasó a ocupar su mente.
La ciudad estaba sitiada por las tropas cristianas del rey Alfonso VI, y los guerreros sarracenos esperan en las murallas a las valientes huestes contrarias comandadas por el Cid. Ahmed, en un intento desesperado por evitar su entrada, se ofrece voluntario para salir con un grupo de hombres a combatir contra el enemigo en el exterior de la muralla. Pero los cristianos, encabezados por Rodrigo Díaz de Vivar, son superiores en número y fuerza.
Pronto estuvo la ancha vega llena de combatientes. Los moros luchaban más con el corazón que la cabeza, dándose cuenta de lo que supondría su derrota, pero la superioridad de los cristianos era manifiesta. Pedazos de armas volaban por el aire y espantosos sonidos de choque de armaduras estremecían la vega. Los sarracenos, alentados por Ahmed Ben Yusuf, resistían estoicamente, pero la derrota parecía inevitable.
De entre los caballeros cristianos surgió un encorajinado guerrero que se plantó ante Ahmed, y de un brusco golpe logró arrebatarle al alfanje de las manos para después atravesarle el pecho con su pesada espada. El musulmán cayó al suelo herido de muerte, y el cristiano se arrodilló junto a él cogiéndole por los hombros y preguntándole:
–¿Sabes quién soy?. ¿Conoces mi escudo de armas?.
–¡Sí te conozco! –contestó el consejero de Al-Qadir-. Eres Pedro Ordóñez. ¡Déjame morir tranquilo y apártate de mi vista!.
–Maldito, ¿qué has hecho con mi hermana, robada por tus soldados cuando mi castillo estaba protegido solamente por unos viejos escuderos?. ¡Dime donde está!.
–Por más que la busques no la encontrarás, pues hace tiempo que murió de pesar echando en falta a los suyos. Te ruego que perdones a este despreciable ser y le dejes morir tranquilo y avergonzado ante sus hombres.
–¡No mereces perdón!.
Y el cristiano elevó su brazo con la intención de descargar su pesado acero sobre la cabeza del moro. Pero no pudo hacerlo, pues su fe cristiana no le lo consentía. Alzando sus ojos al cielo exclamó:
–¡Dios mío, soy un caballero cristiano y sé que no debo ser vengativo!.
Después miró compasivamente al moribundo Ahmed, y agachándose le susurró al oído:
–Te perdono, muere en paz.
El musulmán, hasta entonces tan orgulloso y rastrero, admirado y conmovido por la actitud de su adversario, le rogó:
–¡Cristiano, quiero ser cristiano!.
Oyendo esto don Pedro se acercó a la orilla del Tajo y llenó su yelmo de agua. Después bautizó con ella a Ahmed, que agradecido murió pidiendo perdón a Dios y a su enemigo por su crimen. Con la muerte del sarraceno quedó vengada la de la inocente cristiana.
A las pocas horas de este suceso don Pedro Ordóñez se reunió con el rey Alfonso y el Cid Campeador para entrar triunfantes en Toledo, la antigua joya musulmana.
Sobre relato de Vicente Mena Pérez en Revista Toledo nº 106. 1918.
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