El Cristo de la Calavera
Las calles de Toledo se hallan repletas de pequeñas hornacinas con santos, Vírgenes y Crucificados que han servido de inspiración a multitud de historias y leyendas. Gustavo Adolfo Bécquer, autor por excelencia de gran número de leyendas toledanas, cedió ante el encanto de estas imágenes escribiendo su relato sobre el “Cristo de la Calavera”, siendo una de las historias más conocidas de este gran autor.
El monarca castellano se disponía a partir a la guerra contra los moros acompañado por los caballeros más destacados de la nobleza de su reino. La noche anterior a la partida, y para reunirse antes con todos sus súbditos, celebró un lujoso convite en el Alcázar toledano. Normalmente era un lugar bastante tranquilo, pero aquella noche, a causa de la gran cantidad de bulliciosos pajes y sirvientes que se hallaban en el patio, el ruido era considerable. En los salones de la fortaleza celebraban mientras el sarao lo más florido de la nobleza, entre una nube de damas ataviadas con ricas vestiduras y caras joyas. Eran hermosas y numerosas las mujeres que allí se encontraban, aunque de entre todas ellas destacaba por su belleza sin par una mujer que había sido aclamada reina de la hermosura y se había ganado el corazón de la mayoría de los caballeros de su época.
Muchos eran los pretendientes de doña Inés de Tordesillas, que así se llamaba la dama, a pesar de su orgullo y vanidad. Unos, animados por una falsa sonrisa que habían visto florecer en sus labios; otros, que habían creído cruzar una ardiente mirada con la hermosa joven, no cesaban en sus intentos por hacerse con los favores de doña Inés. Pero entre todos ellos había dos que destacaban por su tesón e insistencia, y ellos parecían ser los más cercanos al corazón de la dama. Los dos caballeros en cuestión se llamaban Alonso de Carrillo y Lope de Sandoval.
Ambos eran toledanos, y se habían criado juntos en las armas. Y el mismo día, al conocer ambos a doña Inés, se enamoraron de ella sin poder ocultar, tal vez de forma no intencionada, lo que sentían por ella. No desperdiciaban los galanes las oportunidades que se presentaban de rivalizar entre sí para destacar ante la bella. Aquella noche no podía ser una excepción, comenzando los dos caballeros una batalla de ingeniosas y románticas frases.
Todos los testigos reían y animaban las entonadas palabras que cada vez se iban haciendo más duras e hirientes hacia el rival, mientras la joven orgullosa aprobaba con una sonrisa aquel reto dialéctico.
Las frases eran cada vez más corteses en su contenido, pero la pronunciación y el tono eran cada vez más duros y desafiantes, mientras la cólera comenzaba a asomar en el rostro de los rivales.
La situación se estaba tornando insostenible, y la dama, que así lo comprendió, se levantó dispuesta a abandonar el escenario del desaguisado. Pero un nuevo incidente vino entonces a crear una situación aún más tensa. Doña Inés, al levantarse, había dejado caer al suelo, nunca sabremos si de forma intencionada o por descuido, unos de sus guantes. Todos sus acompañantes se inclinaron con presteza al suelo cuando lo vieron, disputándose el honor de escuchar unas palabras de gratitud en honor a su galantería.
Los labios de doña Inés esbozaron una vanidosa sonrisa al notar la precipitación con que todos hicieron el gesto de inclinarse. Después hizo un saludo general a los galanes que tanto se empeñaban en servirla, y con la mirada alta tendió la mano en la dirección en que se encontraban Lope y Alonso, los que parecían haber llegado primero al sitio en que cayera. Más aquí surgió el problema. En efecto los dos habían visto caer cerca el guante, los dos se habían inclinado con igual presteza y, al incorporarse, cada cual lo tenía agarrado por un extremo. La dama dejó escapar un involuntario grito al verlos en actitud desafiante, negándose a ceder e privilegio al rival. El grito de la orgullosa quedó ahogado por el murmullo de los espectadores.
Sin embargo Lope y Alonso permanecían inalterables, diciéndose con la enfrentada mirada lo que los labios no pronunciaban. La tensión crecía y la gente se agrupaba en torno a los protagonistas. La catástrofe parecía inevitable. Los jóvenes intercambiaban ya algunas palabras agarrando las empuñaduras de sus espadas. Pero entonces, en ese momento, apareció en rey entre el público.
Su rostro permanecía sereno, sin mostrar enfado o indignación, y con sólo tender una mirada a su alrededor comprendió lo que estaba ocurriendo. Se acercó a los dos caballeros, tomó el guante de sus manos que se abrieron sin dificultad, y volviéndose a doña Inés le dio el guante diciendo:
–Tened cuidado, señora, de que no se vuelva a caer, pues la próxima vez tal vez os lo devuelvan manchado en sangre.
La dama, al oír estas palabras, se desvaneció en brazos de los que la rodeaban, no acertaremos a decir si por la emoción o por salir airosa de la situación.
Alonso y Lope, sin embargo, aún permanecían clavándose una mirada intensa, como si esa mirada encerrara un duelo a muerte, que equivalía a un guante arrojado al rostro, a un desafío a muerte…
Al llegar el fin de fiesta los reyes se retiraron a su cámara y finalizó el alboroto. Entonces comenzó por las calles toledanas un largo desfile de nobles que se retiraban a sus alojamientos y de curiosos que se acercaban a ver la extraña comitiva. Poco a poco se fue haciendo el silencio, roto únicamente por los pasos de un caballero que apareció en lo alto de la escalinata del Alcázar. Echó un vistazo a su alrededor como buscando a alguien con quien hubiera quedado, y descendió calle abajo hasta Zocodover.
Allí volvió a mirar a su alrededor, pero no vio a nadie. Había luna nueva y no se observaba ninguna estrella en el cielo, por lo que la noche era extremadamente oscura y no se podía distinguir a distancia. Llevaba poco tiempo cuando otro caballero se unió a él.
El procedente del Alcázar era Alonso de Carrillo, quien por su puesto cercano al rey se había visto obligado a acompañarle a su cámara. El que llegó después era Lope de Sandoval. Una vez juntos comenzaron a intercambiar palabras susurrantes:
–Suponía que me estarías esperando –dijo uno-.
–Esperaba que así lo hicieras –contestó el otro-.
–¿Y a dónde iremos?.
–Cualquier lugar solitario con un poco de luz que nos permita luchar será bueno.
Finalizado este escueto diálogo los dos rivales se adentraron por las calles toledanas buscando un lugar adecuado para solventar sus diferencias. Largo rato estuvieron recorriendo callejones, cobertizos y plazuelas sin encontrar un lugar digno para sus intenciones, pues la escasez de luz lo imposibilitaba. Pero continuaban con empeño buscando un lugar, pues ambos deseaban batirse y deberían hacerlo aquella misma noche, pues Alonso partiría con el rey al amanecer.
Prosiguieron atravesando plazas y calles hasta que por fin divisaron a los lejos una tenue luz que formaba una dudosa claridad.
Se trataba de la luz del farolillo que alumbraba al Cristo conocido como el “de la Calavera”, que en aquella época iluminaba a la imagen.
Ambos dejaron escapar una exclamación de satisfacción al verla, y se apresuraron a llegar a su lado.
El retablo estaba presidido por un Crucificado, a cuyos pies reposaba una calavera sin que se sepa el motivo concreto. Un pequeño farolillo de hojalata, alrededor del cual habían crecido enredadas ramas de hiedra, facilitaba al conjunto una débil luminosidad.
Los caballeros saludaron respetuosamente a la imagen susurrando una oración, se familiarizaron con el terreno y echaron sus mantos al suelo. Luego se prepararon para el combate y cruzaron los estoques haciéndose una señal con la mirada, dando de esta forma el combate por empezado. Pero nada más rozarse sus espadas, y antes de que ninguno hubiera iniciado el ataque, el farolillo se apagó y la calle quedó inmersa en la más profunda oscuridad. Los dos combatientes dieron un paso atrás al verse rodeados de las inesperadas tinieblas, y bajaron sus aceros. Al poco la luz volvió a cobrar vida.
–Sin duda habrá sido algún golpe de aire que ha abatido la llama –exclamó Alonso que se puso en guardia previniendo a Lope, que parecía preocupado-.
Éste se adelantó para recuperar el terreno perdido, estiró su brazo y los aceros volvieron a tocarse. Pero la luz se apagó de nuevo, permaneciendo así hasta que se separaron los aceros.
–¿No te parece esto muy extraño? –preguntó Lope mirando al farolillo, que ya se había encendido por sí mismo y esparcía un resplandor trémulo-. Aparentemente no existe ninguna corriente de aire que explique la extinción de la llama.
–¿Dónde está el misterio? –respondió Alonso-. Posiblemente la beata encargada del retablo sisa a los fieles y no compra aceite suficiente, por lo que la llama está en las últimas y por esto se apaga.
Y dichas estas palabras el impulsivo joven volvió a colocarse en actitud de defensa, imitándole su adversario al instante. Pero esta vez no sólo volvió a envolverlos la oscuridad más intensa, sino que a la vez se escuchó un misterioso y aterrador lamento.
Qué dijo aquella voz no lo supieron, pero al oírla ambos caballeros se sintieron aterrorizados. Las espadas cayeron de sus manos, el cabello se les erizó y un escalofrío recorrió sus cuerpos.
La luz apagada con anterioridad se encendió, acabando con las tinieblas.
–¡Ah! –dijo Lope al ver al que era su mejor amigo y ahora adversario pálido e inmóvil como él-. Dios no desea este combate porque es una lucha innecesaria y estúpida, porque una disputa entre nosotros ofendería al Cielo, ante el que hemos jurado mil veces amistad eterna.
Y se arrojó en los brazos de Alonso que le estrechó con fuerza y efusión indecibles, pasando así unos instantes entre palabras de reconciliación. Alonso, con la voz aún temblorosa por la escena anterior, le dijo a su amigo:
–Lope, los dos amamos a doña Inés. Ignoro si tú tanto como yo. Ya que parece totalmente imposible un duelo entre nosotros dejemos que sea ella quien decida nuestra desdicha o felicidad. Ambos respetaremos su decisión, y el que no resulte elegido partirá mañana con el rey buscando consuelo en la agitación de la guerra.
–Me parece una excelente idea, amigo mío. Así lo haremos –contestó Lope-.
Y el uno abrazado al otro emprendieron el camino que conducía a la plaza donde se situaba el palacio en el que moraba doña Inés de Tordesillas.
Empujados por la esperanza llegaron a las cercanías del edificio, pero cuando se acercaron un fuerte ruido captó su atención. Se ocultaron tras una esquina y vieron con asombro cómo se abría el balcón de su amada y un hombre se descolgaba de él ayudado por una cuerda. Doña Inés se asomó e intercambió algunas frases amorosas de despedida con su misterioso amante.
La primera reacción de Lope y Alonso fue llevar la mano a la empuñadura de su espada, pero detenidos al unísono se miraron entre sí, y se hubieron de encontrar con una cara de asombro tan cómica que no pudieron contener una carcajada que resonó en toda la plaza.
Doña Inés desapareció en el balcón al oírla, cerrando las puertas con violencia y quedando todo en silencio.
A la mañana siguiente la reina veía desfilar ante sí el ejército que marchaba a la guerra de moros. Junto a la soberana estaban las damas más importantes de Toledo, entre las que estaba doña Inés de Tordesillas, que era el centro de atención. Lo extraño era que los caballeros presentes, en lugar de mirarla como siempre, acompañaban sus miradas con sonrisas burlonas.
Ello la inquietaba, sobre todo por las ruidosas carcajadas que había oído la noche anterior mientras se despedía de su amante.
Cuando vio pasar ante el estrado a Lope y Alonso juntos, envueltos en sus brillante armaduras y unidos los pendones de sus casas, y al ver la significativa sonrisa que le dirigieron los dos antiguos rivales al saludar a la reina, lo comprendió todo, y el carmín de la vergüenza enrojeció su rostro mientras por sus mejillas rodaba una lágrima de despecho.
Sobre relato de Gustavo Adolfo Bécquer
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