El manuscrito del judío anónimo
Cuando en 1492 los Reyes Católicos dispusieron la expulsión de los judíos, los que moraban en Toledo, como el resto de España, contaron con un plazo de cuatro meses para abandonar el país. Eran pocos los hebreos que aquí habían recibido el bautismo, y por tanto pocos los exentos del edicto.
Con gran dolor abandonaron familias completas la ciudad, pues muchas habían nacido ya en ella. Pero antes de su marcha hicieron una visita obligada al cementerio judío que según las crónicas estaba situado en las proximidades de la ermita de San Eugenio, en los rodaderos que van a dar a Safont. Allí quedaban definitivamente los restos de sus antepasados o seres queridos fallecidos, a los que iban a visitar por última vez. Pero curiosamente hubo un judío, del que la historia no ha guardado el nombre, que visitó numerosas veces el osario para registrar en un manuscrito las inscripciones de todos los sepulcros. Con grandes dosis de paciencia reprodujo fielmente todos y cada uno de los epitafios. Posiblemente le llevó largo tiempo, pero finalmente acabó su labor en un cuaderno bastante extenso. Después, con el interesante manuscrito bajo el brazo como mejor recuerdo, partió de Toledo junto con todos los miembros de su raza. Y no resultaría de extrañar que antes de perderse en el ancho horizonte dirigiera una última mirada a la ciudad donde quedaban todos sus recuerdos y, probablemente, algún que otro antepasado o amor malogrado en aquel cementerio.
Bastantes años después fue encontrado en la biblioteca pública de Florencia, por un concienzudo investigador, el manuscrito del judío anónimo, que fue puesto en manos de un experto hebraísta. Éste, considerando el documento de gran valor histórico, decidió publicar un corto número de ejemplares, que fue distribuido por muy pocos lugares. El manuscrito original se perdió en un terrible incendio del edificio florentino, pero quiso la casualidad que uno de las copias fuera a parar a la biblioteca provincial de Toledo, donde se guardó sin darle demasiada importancia.
Pero poco tiempo después, al desmontar el dintel de cierta casa que estaba siendo reformada en la calle Tornerías, se descubrió que la piedra era una losa sepulcral hebrea, ocurriendo exactamente lo mismo a las pocas semanas con la pila del lavadero de las monjas de Santo Domingo el Real. Un investigador toledano, alertado de ello, acudió diligente a consultar el facsímil del manuscrito del judío anónimo. Y sus sospechas, en efecto, se confirmaron. Allí estaban perfectamente reproducidas las inscripciones de las losas sepulcrales recientemente descubiertas.
Y de esta manera quedaron resueltos dos enigmas: las losas procedían del cementerio judío de Toledo, y el manuscrito era auténtico. ¿Pero qué ocurrió con el resto de lápidas que aparecían representadas en el documento y de las que nada se sabía?. La respuesta se ha ido dando a lo largo de los últimos años, con la aparición de numerosos restos que concuerdan fielmente con el testimonio legado por aquel judío anónimo.
Sobre relato de Gómez Camarero en Luis Moreno Nieto: Antología de leyendas de Toledo, página 166
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!