¿Por qué ríe la Virgen Blanca?
Don Santiago Galán era un joven hidalgo toledano que, huérfano desde la niñez, había sido acogido por los Condes de Orgaz. Cuando a mediados de 1569 alcanzó la mayoría de edad, y tras mantener un breve noviazgo, contrajo matrimonio con una hermosa y bondadosa toledana llamada Doña Beatriz de las Roelas y Gudiel. El desposorio se celebró en el altar de la Virgen Blanca de la Catedral, de la que los dos eran fervientes devotos, y no se escatimaron medios para el festejo nupcial, celebrado por todo lo alto.
Aquel mismo año se habían amotinado los moriscos de Granada, pero la larga distancia con la zona del conflicto motivaba que en Toledo apenas se tuviera constancia de ello. A la ciudad escasamente llegaban noticias de las victorias o fracasos, hasta que la situación se desbordó y Felipe II tuvo que recurrir a su hermano, Juan de Austria. Lo primero que hizo éste fue solicitar la ayuda de todo el reino demandando la incorporación de más hombres, incluso también de Castilla.
No se hizo esperar la respuesta de los nobles toledanos, quienes replicaron a la petición de la Corte enviando lo más selecto de sus hombres. Entre ellos se hallaba nuestro don Santiago Galán, quien recibió la noticia con alegría y pesar. Alegría porque era un caballero valiente y sediento de gloria; y pesar porque no tendría más remedio que abandonar temporalmente a la esposa que amaba con locura y hacía varios meses que esperaba su primer hijo. Pero doña Beatriz no le iba a la zaga a su marido, y le animó asegurándola que gracias a la protección de la Virgen Blanca pronto regresaría a casa sano y salvo. Así pues partió don Santiago con gran confianza, no sin antes costear una misa en la Catedral para poner su suerte en manos de la Virgen de la que tan devotos eran.
Desde el primer día en que se ausentó don Santiago no hubo uno sólo en que doña Beatriz no acudiera ante la imagen de la Virgen Blanca. A ella le suplicaba por sus dos principales preocupaciones: el pronto regreso de su esposo, y el retoño que llevaba en sus entrañas. Y con tanta fe rezaba que sólo con la serena expresión del rostro de la Virgen, y del pequeño que sostienen sus brazos, se sentía con calma y esperanza. Ésta última también se fortalecía por las frecuentes cartas de su marido, que le mantenía informada de los favorables avatares de la guerra y comunicaba su pronto regreso.
Entre tanto nació el pequeño vástago, que fue llamado igual que su padre; Santiago. Con gran alegría lo llevó doña Beatriz a la Catedral, para ofrecérselo a la Madre de Dios y ponerle bajo su protección. Fue en este momento cuando creyó ver que la imagen mostraba una amplia sonrisa, circunstancia que fue corroborada por los canónigos del templo. De esta manera regresó la pletórica madre a casa, pensando que de aquella manera la Santa quería aplacar sus inquietudes.
Pero justo al día siguiente recibió una noticia desconcertante. Don Juan de Austria había recibido órdenes de ir a hacer frente al enemigo turco, y con él todo su ejército, en el que se hallaba el valiente don Santiago Galán. La confirmación le llegó al día siguiente, mediante una carta de su esposo fechada el 9 de mayo de 1971 en Cartagena. Y otras sucesivas en los meses siguientes le mantenían al tanto de lo que iba sucediendo, hasta que en octubre no volvió a saber más de su esposo. Sin embargo sí tenía conocimientos de lo que la guerra deparaba, sobre todo de las numerosas bajas sufridas.
Pese a ello continuaba nuestra piadosa dama acudiendo ante la imagen de su devoción, teniendo gran confianza en ella. Sobre todo porque en su rostro se seguía dibujando aquella sonrisa que mostró por primera vez tiempo atrás.
En el mes de noviembre llegó a Toledo la noticia de la victoria española, celebrándose con gran alboroto. Las campanas de las iglesias tañían con alborozado repicar, de todos los conventos partían multitud de procesiones en acción de gracias, ante la reja del coro de la Catedral se levantó un túmulo en honor de todos los que habían dado su vida en el combate naval de Lepanto… Mientras tanto, y sin noticias de su marido, doña Beatriz permanecía esperanzada en la protección de la Virgen, siguiendo sus visitas diarias con su pequeño hijo en brazos.
Los meses después se hicieron públicas varias listas en la que aparecían todos los muertos y heridos en combate, pero el nombre de don Santiago no aparecía en ninguna de ellas. Y así pasó el tiempo, entre grandes festejos conmemorativos de la victoria en los que no participó la preocupada esposa. Ésta, encerrada en casa a excepción de cuando salía rumbo a la Catedral, incluso había sido declarada oficialmente viuda.
Habían pasado ya varios meses de todo esto, cuando en la Catedral se oficiaba una celebración en honor de la Virgen Blanca. Como no podía ser de otra manera allí se encontraba la devota doña Beatriz, con su pequeño en brazos. Gran multitud se agolpaba en el templo y a duras penas se podía caminar entre el gentío. Todos querían pasar ante la imagen de Nuestra Señora para besarla y pedir su amparo. Lentamente iba avanzando la ordenada fila que los fieles seguían respetuosamente aguardando su turno de llegar ante la piadosa figura. Cuando le llegó el turno a nuestra protagonista alzó a su pequeño colocándole a la altura del de la Inmaculada, y en ese momento, ante la mirada de numerosos testigos, ocurrió algo maravilloso.
–¡Milagro, milagro! –comenzaron a gritar-. ¡La Virgen se ríe!.
Y justo a la vez se abría paso entre el gentío un hombre harapiento de larga barba. Se trataba de don Santiago Galán, al que todos reconocieron al instante. Éste, llegando ante la Virgen, se postró en el suelo deshecho en lágrimas. Después, levantándose, abrazó fuertemente a su esposa y a su hijo, al que veía por primera vez, sin dejar de besarlos. Mientras, los presentes, lloraban de alegría por haber presenciado tan admirable escena.
El caballero narró seguidamente todo lo que le había sucedido. Contó como en la batalla de Lepanto su barco hizo aguas viéndose obligado a arrojarse al mar y a sobrevivir en una frágil embarcación. Luego fue recogido por un galeón español que también naufragó por tierras africanas. Allí logró ser visto por otra embarcación cristiana, que posteriormente le llevó hasta el puerto de Cartagena, lugar desde donde había partido.
También contó como en cada uno de sus difíciles momentos le había parecido ver a la Virgen Blanca, que le ayudaba a salir de ellos. Pero lo más curioso es que la vislumbraba con aquella sonrisa, aparecida bastante tiempo después de marchar él.
El pueblo toledano se regocijó de aquel portento, y desde aquel día comenzaron a celebrarse nuevos actos en honor a la Virgen Blanca. Don Santiago Galán comenzó a costear todos los años una misa cantada en el altar de la milagrosa imagen, a las que se permitió acudir al pueblo y que recibían el nombre de “misas galanas” a causa del apellido del fundador.
Don Santiago y doña Beatriz vivieron desde entonces felices y agradecidos a la protección de la imagen de su devoción, sin volver a separarse jamás hasta que el Cielo decidió llamarles. Curiosamente, veinte años después del reencuentro, sería el primogénito del matrimonio el que oficiara las misas en honor a la Señora, siendo uno de los sacerdotes más queridos y respetados de Toledo.
Tal tradición refiere Rafael Ramírez de Arellano, y este es el motivo por el que afirma que la Virgen Blanca también es llamada “la Virgen que se ríe”.
Sobre relato de Rafael Ramírez de Arellano en “Nuevas Tradiciones Toledanas”, página 29
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