La Hechicera Marta
Cuando Juan II fue declarado mayor de edad vivía en Valladolid un caballero venerable pero despojado de toda fortuna. Durante su juventud había luchado contra los ingleses y portugueses en tiempos de Juan I sin recibir ninguna recompensa ni participar en el reparto que de Castilla hizo a los nobles Enrique III. Después intervino en la cuestión sucesoria a favor de Fernando de Antequera, por lo que cuando Juan II se hizo con la corona fue apartado de la Corte. Ahora vivía retirado de los ajetreos nobiliarios, sin más ilusión que la compañía de su inigualable hija Marta, una virtuosa joven que componía toda la fortuna del anciano.
En aquellos momentos comenzaba a despuntar en la Corte de Juan II un joven llamado Álvaro de Luna, que se había ganado la confianza y el respeto de la totalidad de miembros de la nobleza. Con motivo de unas fiestas celebradas en Valladolid quiso el destino que Álvaro conociera a Marta, y heridos ambos por las flechas del amor comenzaron un apasionado y verdadero romance.
Pero con el paso del tiempo se encumbró don Álvaro, llegando a ser condestable de Juan II. Inmerso en sus nuevas responsabilidades, y cegado por el orgullo, abandonó a Marta, que ya hacía varios meses que esperaba su primer hijo y quedó con el único consuelo que le proporcionaba su anciano padre y el hijo que nació a los pocos meses.
Sin embargo la tranquilidad del hogar se volvió a ver de nuevo alterada un año después, cuando un grupo de enmascarados penetró en la residencia de Marta llevándose a su hijo y matando a su padre, que trató de impedir el rapto a toda costa. Nadie supo nunca donde fue a parar el inocente niño, quedando la madre hundida y sola en el mundo.
Varios años después celebraba el condestable en su castillo de Escalona un festín al que estaban invitados los monarcas, el arzobispo de Toledo y los nobles más importantes de Castilla. El opulento festejo era propio de cualquier rey, queriendo el de Luna de esta manera hacer ostentación de su poder. Incluso la propia reina se sentía incómoda en aquella magnificencia, muy superior a la del palacio real.
En los arrabales de la población vivía una mendiga que tenía el don de leer el futuro, conjurar los espíritus y sanar enfermedades. No había un solo habitante que no hubiera acudido a ella en alguna ocasión para consultar sus inquietudes y aliviar sus males. Todos la conocían como “la hechicera”, y todos la respetaban. El mismo don Álvaro, que tenía el poder suficiente para apresarla o expulsarla de sus dominios, le permitió continuar ejerciendo sus dones.
Cierta noche, la misma que se había celebrado el festejo del que anteriormente hablamos, una mujer que desafiaba a la lluvia y el fuerte viento llegó hasta las murallas del castillo, y tras llamar a una puerta trasera se adentra en su interior. Todos los habitantes de la fortaleza se habían retirado a sus aposentos, agotados por la fiesta. Pero sin embargo don Álvaro no podía conciliar el sueño. En su mente se agolpaban mil recuerdos que le martirizaban y no le dejaban pegar ojo. De pronto se abrió la puerta de su cámara, y por ella entró una demacrada y miserable mujer que se situó junto al lecho. El condestable, paralizado al reconocer a la hechicera, no pudo reaccionar, tan sólo escuchó:
–¡Devuélveme al hijo que me robaste!.
Y precipitadamente salió de la habitación. El condestable cayó desplomado y sin conocimiento al suelo, no volviéndolo a recobrar hasta el día siguiente.
Al amanecer se levantó como si no hubiera pasado nada, para asistir a una cacería que tenía prevista. En la explanada de la fortaleza se reunieron los participantes, entre los que se encontraban los reyes y un joven de veintidós años llamado Juan, hijo del condestable. Partiendo de dicho lugar se dirigieron a los montes cercanos, atravesando antes la población. Fue entonces cuando en una de sus calles apareció una mujer que gritaba con desesperación. Los reyes, extrañados, preguntaron a sus acompañantes de quién se trataba.
–Es una pobre adivina –les respondieron-. Hace años que vive en el pueblo y muestra signos de locura.
La reina, compadecida, le indicó a la hechicera que se acercara, diciendo:
–Me comentan que tienes el don de vaticinar el futuro. ¿Podrías hacer alguna predicción?.
–Nada más sencillo –contestó la hechicera-. Vos liberaréis a Castilla de un monstruo que la devora desde hace treinta años.
Después, mirando al rey, continuó:
–Vos moriréis de pesar por lo más sensato que hagáis en vuestra vida, que será decapitar al hombre más miserable del reino.
Finalmente, mirando al condestable, concluyó:
–Y vos, miserable, moriréis en el cadalso como merecéis.
Tras concluir sus profecías huyó la hechicera, dejando a todos pensativos y preocupados.
Después se dirigieron al bosque, para continuar con su prevista jornada de caza. Allí, el hijo de don Álvaro, cayó de su caballo, circunstancia que fue aprovechada por la hechicera. Rápidamente corrió hasta llegar a su lado, desabrochándole el jubón en busca de alguna señal para tratar de reconocerle. Pero comprobando que no era su hijo le clavó una daga en el pecho.
Don Juan no murió por la herida de la hechicera, pero don Álvaro la hizo apresar para ejecutarla públicamente. Su cuerpo fue colgado durante varias horas de las almenas del castillo, para después cortar las cuerdas yendo el cuerpo de la anciana a estrellarse con las afiladas rocas del fondo del barranco. Así concluyó la vida de aquella mujer, a la que años atrás el ruin don Álvaro había arrebatado la felicidad, además de un hijo.
Sin embargo todas sus predicciones se cumplieron:
La reina fue la principal protagonista de la perdición del condestable, quien finalmente fue condenado a morir en el cadalso. Un año después el rey moriría, apesadumbrado por haber ejecutado al que durante años fue su favorito.
Sobre relato de Vicente García de Diego.Antología de leyendas de la literatura universal, Tomo I, página 208.