La Mora Santa

En la Tolaitola de Al-Mamún vivía una de las princesas más dulces y bondadosas que jamás han existido; su hija Casilda. Eran muchos los que pretendían a tan dulce princesa, tal vez más atraídos por su posición que por su bondad, pero eran pocos los que se habían atrevido a cortejar a la hija del rey. De entre todos los pretendientes destacaba por su persistencia Acmed, hijo de un viejo amigo del rey. Entre sus principales virtudes destacaban su valor y bravura, pero éstas eran eclipsadas por su soberbia y presuntuosidad. No en vano, en un exceso de confianza, se dirigió al monarca para pedir la mano de su hija. Al-Mamún reaccionó con prudencia a la solicitud del joven, respondiéndole:

La amistad que me une a ti y a tu padre hace que seas el mejor candidato posible. Pero la elección corresponde plenamente a mi hija. ¿Consiente mi hija en casarse contigo?.

No os lo puedo asegurar –respondió Acmed-, pero así me lo parece por la forma en que me mira y habla.

-Pues si ella acepta, yo no me opondré a ello.

Al-Mamún, inmerso en gran alegría, busca a su hija y le narra lo sucedido, pero advierte que mientras se lo cuenta su rostro palidece y su expresión se vuelve lánguida.

¿Qué ocurre, hija?. ¿Es que no le amas?.

Sí le amo, padre, pero igual que pueda amarte a ti. Me gustaría que el hombre que una su vida conmigo fuera elegido por mí personalmente.

El rey, que comprendía a su hija, la abrazó con ternura mientras acariciaba su cabello, y con un susurro le dijo al oído:

Mi felicidad es la tuya, y nada me alegrará más que el ver cumplidos todos tus deseos.

Tras esta conversación regresa el monarca al lugar donde se encontraba Acmed y le comunica la negativa de su hija. Éste, resignado y despechado, regresa a casa con una idea en su mente. ¿Y si el rechazo de Casilda venía motivado por la presencia de un amante secreto?. Y corroído por esta duda hace llamar a su esclavo de confianza, al que ordena vigilar todos los movimientos de la princesa.

El Milagro de Santa Casilda, obra del pintor José Nogales García en 1892

Apenas han transcurrido unos días cuando Acmed vuelve a presentarse ante el rey, al que encuentra estudiando concienzudamente unos mapas. Cuando Al-Mamún vio al joven se levantó dirigiéndose a él cordialmente.

¡Acmed!. Precisamente estaba pensando en ti. Los cristianos de Córdoba y Valencia se han unido a los reyezuelos rivales en un intento desesperado de derrotarme. Pero espero sofocar pronto la rebelión con tu ayuda.

Me temo, señor –dijo Acmed-, que posiblemente el enemigo más peligroso se encuentre junto a vos, y no en tierras lejanas.

¿Qué quieres decir?. Habla, que te escucho.

Veréis, señor –comenzó el joven con tono solemne-. El rechazo de vuestra hija me hizo sospechar sobre la posible existencia de un amante, y movido por los celos hice que uno de mis esclavos siguiera todos sus movimientos.

Continúa –le dice Al-Mamún intrigado-.

Después de vigilarla tres días consecutivos comprueba que al poco de anochecer salen dos figuras femeninas de las dependencias de la princesa. Mi sirviente, para verlas más nítidamente, finge ser un mendigo y se acerca hasta llegar a ellas.

¿Y qué ve?

Comprueba que se trata de la princesa y una de sus damas de compañía, que llevan oculto un cesto bajo sus ropajes. Mi esclavo, tratando de disimular, pide una limosna, y sin mostrar extrañeza la princesa le ofrece un pan prosiguiendo su marcha.

¿Y qué ocurre después?.

Cuando creen que nadie observa bajan a las mazmorras en donde se encuentran los indignos cristianos, y una vez allí sacan los cestos rebosantes de pan repartiéndolo entre todos ellos.

¿Mi hija una traidora?. ¡Imposible! –gritó Al-Mamún contrariado-. Más vale que pruebes la veracidad de tus palabras si no quieres ser azotado.

Os ruego que me cedáis la posibilidad de probarlo, y si no es verdad cuanto os digo, ¡colgad mi cabeza en vuestra fortaleza!.

El monarca, viendo la seguridad en las palabras de Acmed, llegó a dudar sobre la lealtad de su propia hija, y dejándose caer sobre su asiento le dijo al despechado joven:

Por ser hijo de quien eres te daré una oportunidad. ¡Y ay de ti si tratas de engañarme!.

Comienza a anochecer, y el rey sale del palacio acompañado de Acmed para ocultarse sigilosamente entre la maleza de los jardines. Impacientes aguardan los dos, esperando el primero no comprobar que su hija le traiciona, y el segundo intentando dar prueba de ello. Al poco de extinguirse la luz del sol comienzan a oír pasos que se acercan, y cuando los pasos suenan junto a ellos distinguen la figura de la princesa acompañada de su sirvienta. Acmed exclama agitado:

¡Comprobad, señor, si no es verdad todo cuanto os dije!.

Con gran ímpetu se presenta Al-Mamún ante su hija, y le dice:

¡Insensata!. ¿Así es como honras a tu padre?. ¿Acaso es digno de una princesa deambular a estas horas?.

Señor –contestó la acompañante-, no corresponde a una princesa pasear ante las miradas indiscretas, por lo que nos vemos obligadas a salir aprovechando la oscuridad de la noche.

Ya puedo ver que sabes cuidar de mi hija –respondió el rey-. ¿Pero no os parece extraño ocultar bajo vuestros mantos cestos cargados de pan?. ¿O es que acaso la noche también os abre el apetito?.

De pronto la princesa, que había permanecido en silencio y con la cabeza agachada, dice:

¿Y si fueran rosas?.

¿Rosas? –repite su padre burlonamente-.

¡Sí, rosas! –repite Casilda a la vez que deja caer una cascada de flores al suelo.

Al-Mamún, entre irritado y sorprendido, dirige una mirada furiosa a Acmed, que permanecía boquiabierto mirando a las flores que inundaban el suelo. Y avergonzados los dos marchan desapareciendo en el espesor del jardín.

Casilda, entre lágrimas, cae de rodillas al suelo dando gracias a Dios, y ayudada por su sirvienta recogió todas aquellas flores que llevó a las mazmorras en lugar del pan habitual. Los cautivos que las tocan ven aliviados todos sus males y su fe fortalecida.

Emocionados comienzan todos a rezar, pidiéndole a Dios por el alma de su bienhechora, que desde aquel día es venerada en los altares por su santidad.

Sobre relato de Pedro de Oviedo en Revista Toledo nºs 17 y 18. 1915

La Clépsidra

El jardinero favorito de Al-Mamún, Abulmothereph, acudió aquella tarde de 1075 a visitar la morada que el sabio astrólogo Ben Omar Algiaheni tenía junto al Tajo. Hacía tiempo que por su cabeza rodaban oscuros presentimientos y por ello quería consultar al anciano. Éste miró las estrellas a través de su astrolabio, mientras el jardinero aguardaba impaciente a su lado.

Los astros nunca mienten respecto al futuro –dijo el sabio astrólogo-, y en ellos se puede ver con toda nitidez lo que va a acontecer en breve. Está designado que Alfonso, el joven huésped de tu señor, volverá para adueñarse de la corona que le da cobijo en este momento.

Eso es imposible –respondió Abulmothereph-, los maestros en la guerra de los que se ha hecho rodear mi señor afirman que para tomar la ciudad es necesario asediarla y talar su vega al menos durante siete años consecutivos.

Nada es imposible, si Alá consiente.

¿Y pagará el cristiano tan ingratamente la hospitalidad de Al-Mamún?. Eso supondría romper el pacto que ambos han firmado.

Viendo que no me crees, te lo demostraré.

A una señal del astrólogo llegó un esclavo portando varios frascos y una redoma. El anciano tomó algunos líquidos de los frascos y los mezcló cuidadosamente en la redoma, agitándolos después enérgicamente.

Mira, acércate y dime qué es lo que ves en el fondo de la redoma.

Abulmothereph se acercó y quedó perplejo observando el fondo del recipiente.

Veo el rostro de un joven con aspecto de idiota y algo afeminado.

¿Es que no le conoces?. No es otro que el descendiente de Al-Mamún, Al-Qadir, que será el último rey árabe de Tolaitola.

El astrólogo continuó ante la perplejidad del jardinero:

Yo, Ben Omar Algiaheni, que he sido bendecido con poder para predecir el futuro, auguro que la clepsidra del jardín real no correrá más de diez primaveras bajo el símbolo de la media luna.

Y mirando de nuevo a través del astrolabio, continuó:

Está escrito; la vida de Al-Mamún se extinguirá en breve. Las estrellas lo han dicho.

Abulmothereph no quiso saber más. Depositó unas monedas en la mano del astrólogo y regresó precipitadamente al palacio.

Aquella noche había gran alboroto en los jardines del palacio, pues el señor toledano había derrotado al sevillano Al-Motanid y celebraba una gran fiesta a la que estaban invitados sus más destacados walíes, alcaides y jeques. Los jardines habían sido preparados con fuentes y luces multicolores, y los mejores músicos tocaban como homenaje a su señor. Al llegar la medianoche la fiesta acaba, cesa la música y todos se retiran. Todos a excepción de Abulmothereph, que víctima de sus preocupaciones sufría gran angustia. ¿Se harían realidad las predicciones del viejo astrólogo?. El jardinero se sentó junto a la clepsidra con la mirada perdida e inmerso en sus atribulaciones. Al poco tiempo la rebosante fuente indicó la llegada del plenilunio.

Los sirvientes más madrugadores del palacio encontraron al amanecer el cuerpo inerte del angustiado jardinero flotando sobre las aguas de la clepsidra. El desdichado Abulmothereph había arrebatado en su desesperación un día al gigantesco reloj de agua.

Todos lamentaron la muerte del fiel servidor, pero sobre todo Al-Mamún, su señor, que sentía gran predilección por el sirviente que con tanto mimo cuidaba sus jardines. Curiosamente, junto al lugar donde se ahogó Abulmothereph, crecieron espontáneamente unas flores rojas de adelfa que el monarca cuidó en recuerdo de tan preciado amigo y sirviente.

Diez años después de tan triste suceso, Alfonso VI, al frente de su ejército, entra triunfante en Toledo después de haber devastado la vega durante siete años consecutivos. Al-Mamún había fallecido poco tiempo después que Abulmothereph, y la desidia con que sus sucesores gobernaron el reino había provocado su lenta agonía y la progresiva desaparición de las vastas conquistas realizadas por su antecesor.

Cuando Alfonso VI tomó la ciudad encaminó sus pasos al palacio de su antiguo amigo y anfitrión. Allí pudo observar, con gran asombro, que el curso natural de la clepsidra había sido bruscamente interrumpido por el arbusto de flores rojas, tal vez truncado por el viento…

Sobre relato de José Manuel Krohn en Revista Toledo nº 280. 1930.

El Ladrón Piadoso

En la arábiga Tolaitola tenía su morada un joven llamado Bazi al-Axhab, que vivía junto a su mujer y a sus hijos. Bazi se había criado huérfano, pero su abuelo se había bastado para hacer de él un piadoso musulmán a la par que un habilidoso ladrón. La destreza del musulmán para el hurto era tal que eran innumerables los que quisieron unirse a él para formar equipo. Pero nuestro protagonista consideraba más apto permanecer solo, pues así pasaría más desapercibido y no tendría que repartir el botín.

Bazi había añadido a las enseñanzas de su abuelo métodos propios, convirtiéndose en un artista del disfraz y la imitación. Todos en Tolaitola habían oído hablar de él, pero nadie le conocía personalmente.

Pero he aquí que el imprudente joven cierto día, envalentonado con los efectos del vino, comenzó a presumir públicamente de sus proezas. Inevitablemente la justicia tomó medidas, y al poco tiempo se presentaron en su casa para apresarle.

Tras un breve juicio, en el que el ladrón no pudo demostrar su inocencia, fue condenado a morir atado junto a la puerta llamada de los Judíos, que se encontraba donde hoy la del Cambrón, como escarmiento público. Allí se encontraba, pagando por sus delitos, cuando se acercaron su mujer y sus hijos, que se pusieron a llorar gritando:

¿Qué haremos ahora sin ti?. ¡Sin duda moriremos de hambre!.

Mientras, rezaba Bazi:

Alá, no es justo lo que les va a pasar a mi mujer y a mis hijos. Es natural que yo pague mis delitos, pero ¿qué culpa tienen ellos para quedar indefensos?.

Al poco tiempo pasó junto a ellos un mercader con una mula rebosante de mercancías. El ladrón, viendo una posible solución a los problemas de su familia, le llamó y le dijo:

Escúchame, pues tengo que decirte algo que te resultará sumamente interesante. Cuando los guardias iban a apresarme tuve tiempo suficiente para arrojar a ese pozo que ves ahí una bolsa con cien monedas de oro. Si te parece bien puedes bajar a por ella mientras mi mujer cuida tu mula, pero luego le has de entregar a ella cincuenta monedas.

El mercader aceptó la propuesta, y mientras bajaba al pozo la mujer y los hijos del estafador aprovecharon para huir con la mula y su mercancía.

La noticia llegó enseguida a oídos del emir, que hizo llevar al ladrón ante su presencia. Una vez allí le preguntó:

¿Cómo has sido capaz de continuar con tus fechorías hallándote a mitad de camino de la muerte?.

A lo que Bazi respondió:

Señor, si vos comprobarais lo placentero que es robar, sin duda dejaríais vuestro reino para dedicaros a ello.

El emir, estallando en una sonora carcajada, añadió:

Y si te diera la libertad y un oficio para vivir de él… ¿Dejarías tu reprochable actitud?.

¿Y cómo rechazar vuestra oferta, cuando me hallo al borde de la muerte?.

Y el emir, admirado por la actitud del joven, le perdonó encomendándole la custodia de aquella puerta que sirvió de escenario para su última fechoría.

Sobre relato de Fray Gundisalvo en la Publicación de la Archidiócesis de Toledo “Padre Nuestro”

Huyendo de la Muerte

Cuenta la tradición que antiguamente vivió en Toledo un emir llamado Muhammad ibn Ammar, afamado guerrero en la batalla y, en la paz, erudito y admirado sabio. Amante del arte y las ciencias se hizo rodear de gran número de artistas y cultos bohemios a los que cuidaba como si de hijos se tratasen. Ni el último de sus criados escapaba al desmedido afecto y cariño del querido emir.

Cierto día envió el adalid al mercado a su criado Alí, encargado de mantener la despensa de su señor siempre provista y surtida de viandas y manjares. Apenas unos minutos después de salir al zoco volvió el humilde sirviente arrodillándose aterrorizado a los pies de su amo. Éste preguntó desconcertado:

¿Qué te ocurre, Alí, que tiemblas como animal maltratado y abandonado?. ¿Es que acaso te ha ocurrido algún incidente desagradable?.

Así es señor. Todavía me aterra pensar que hace sólo unos instantes me he encontrado en el mercado a la muerte, que me miraba con ojos amenazadores.

¿Estás seguro?.

¿Y cómo no voy a estarlo, señor?. ¿Cree que puedo bromear con algo tan macabro?.

¿Y qué quieres que haga para ayudarte?.

Os ruego, señor, que me dejéis uno de vuestros caballos más rápidos para escapar velozmente a Talavera. Así escaparé de la muerte, que inútilmente me estará buscando por las calles toledanas.

No temas. Ve a la cuadra y escoge el caballo que más te agrade. Huye a Talavera lo más rápido que puedas, pues es mi deseo que no pierdas la vida.

Y así se hizo. Alí seleccionó un joven corcel y puso rumbo a su previsto destino de escapada.

Al poco salió el noble emir al zoco en busca de la muerte. Cuando tras una breve búsqueda la encontró, preguntó:

Muerte; ¿por qué has mirado a mi joven criado Alí con ojos amenazadores?. ¿Es que no comprendes que le has asustado?.

A lo que la muerte respondió:

No le he mirado con ojos amenazadores, sino sorprendidos. Me ha resultado sumamente extraño que se hallara esta mañana en Toledo, sobre todo porque tengo prevista una cita con él esta noche en Talavera.

Sobre relato de Fray Gundisalvo en la Publicación de la Archidiócesis de Toledo “Padre Nuestro”

El Arroyo de la Degollada

Transcurrían los primeros días desde que Toledo fue reconquistada por el ejército de Alfonso VI, cuando sus calles eran continuamente patrulladas por soldados y jinetes. La misión que tenían encomendada era la de vigilar los lugares más recónditos de Toledo para evitar cualquier posible intento de rebelión de los musulmanes, así como controlar los núcleos judíos y mozárabes, que no inspiraban confianza a los nuevos amos de la ciudad. Entre los que patrullaban aquellos días se hallaba don Rodrigo de Lara, un caballero que había destacado en la conquista de la ciudad tanto por su valor como por el respeto mostrado hacia los derrotados. Con una juventud insultante, y una admirada templanza, recorría las calles a lomos de su caballo con porte orgulloso y decidido.

Un día, en los alrededores de donde hoy se levanta la iglesia de San Cipriano, alzó la vista hacia un ajimez y quedó gratamente sorprendido por la presencia en él de una hermosa y joven morita que se asomaba fijando su mirada en el joven guerrero. Prendado de tan bella visión no tardó el enamorado caballero en volver a pasar una y otra vez bajo aquel ajimez. Desde aquel momento no cesó nuestro seducido protagonista de rondar por aquel callejón, atraído por aquella joven musulmana, hasta lograr que una noche, a través de la celosía, le dijera su nombre y le diera una cita para el día siguiente, y así poder hablar a salvo de miradas indiscretas.

Cerro del Bu, sobre el Arrollo de la Degollada

Con el tiempo las reuniones entre Rodrigo y Zahira, que así se llamaba la sarracena en cuestión, fueron haciéndose más frecuentes, a la vez que en sus corazones iba floreciendo un amor intenso y puro. Pero su credo religioso era diferente, y aquello parecía un obstáculo insalvable para manifestar en público sus sentimientos.

No sufras, Rodrigo –decía Zahira-, pues cuando era niña una esclava me habló de las bondades de la religión del Crucificado, y en mi mente brotó la idea de abrazar el cristianismo.

Rodrigo, tan confuso como ilusionado, contestó:

Parece que el Señor me ha elegido para acercarte a Él, hermosa Zahira.

Estoy segura de ello, y como prueba de ello te pido que a partir de hoy me llames Casilda. Como aquella santa de mi linaje que tanto padecimiento alivió a los prisioneros que sufrían en los calabozos de su padre.

¿Estás segura de cuanto me estás diciendo? –insistió el joven caballero-.

Tan segura como que te amo. Por ti soy capaz de hacer cualquier cosa siempre y cuando no atente contra mi honra. Incluso llegaría a perder la vida por Cristo o por ti. Rodrigo, ¿me juras que respetarás mi honor si huyo contigo?.

Te doy mi palabra de caballero cristiano, querida Casilda.

Pues no queda nada por hablar. Hagamos los preparativos para la evasión.

Y decidido esto comenzaron a proyectar los planes de huida para llevar a cabo sus sueños. El plan era extremadamente sencillo; escaparían hasta el cercano castillo de San Servando, y allí un sacerdote ya prevenido bautizaría a la musulmana para después unirlos en cristiano matrimonio.

No tuvieron que esperar mucho los jóvenes para desarrollar el ansiado proyecto, pues al día siguiente las circunstancias parecían presentarse propicias con la partida del padre de ella a tierras del sur. Rodrigo fue a buscar a Zahira, quien ya hacía buen rato que aguardaba con impaciencia en la puerta de su casa oculta tras amplios ropajes. La joven montó a la grupa del caballo asiéndose a la cintura del caballero, que espoleando a su corcel le hizo emprender veloz galope hacia el puente de Alcántara. Cuando se aproximaban al torreón escucharon una voz que se dirigía a ellos:

¡Alto ahí!. ¿Quién va? –preguntó el centinela, que era quien les hablaba-.

¡Dejad paso al capitán Rodrigo de Lara!.

El vigilante, que le reconoció al instante, dejó paso libre a la pareja mientras en lo alto del torreón se escuchaban las voces de los soldados que mantenían animada charla. La pareja continuó su marcha dirigiendo su andadura hacia el cercano castillo de San Servando, pero cuando estaban a punto de llegar se presentaron ante ellos dos jinetes musulmanes que escondidos por aquellos montes se dedicaban al saqueo de los viandantes. Cerrándoles el paso, y con sus alfanjes en alto, gritaron:

¡Detente donde estás, cristiano, y aligera el peso de tu caballo dándonos tu dinero y todo lo de valor que portes!.

Y dándose cuenta enseguida de que la acompañante de Rodrigo era musulmana, y sospechando que se trataba de un rapto, gritaron con rabia:

¡Maldito cristiano!. ¡Suelta inmediatamente a esa mujer que llevas presa o este mismo será el lugar de tu muerte!.

A lo que Rodrigo contestó:

¡Antes la muerte que ver a mi amada en vuestras sucias manos!.

Y clavándole las espuelas a su corcel emprendió veloz huida a rienda suelta por el camino que rodea al valle toledano perseguido por los dos moros. Viéndose Rodrigo acorralado por sus perseguidores opta por lanzarse por un terraplén que desembocaba en el cauce de un pequeño arroyo, pero no había llegado a éste cuando un salvaje golpe de alfanje alcanzó el cuello de la joven amada, que cayó del caballo exhalando un débil lamento. El cristiano, cegado por la furia, se revuelve rápidamente, y con su afilado acero logra enviar con pocos golpes a sus agresores junto a Satanás. Angustiado se aproxima a su amada, que yacía en el suelo mostrando todavía signos de vida. Pero la herida es mortal, y Rodrigo comprende que serían inútiles todos sus esfuerzos por salvarla. Sin dudarlo se quita el yelmo, toma agua del cercano arroyo, y vertiéndola sobre la cabeza de su agonizante amada exclama:

Cúmplase tu voluntad, amada Casilda. Mi corazón sufre por tu pérdida, pero mi alma se alegra por tu próxima reunión con Cristo. Ruégale por mi alma, que yo le suplicaré que nos permita volver a encontrarnos. Duerme, Casilda. Duerme el sueño de los bienaventurados.

Y tras recibir el bautismo, el alma de la inocente niña abandonó aquel joven cuerpo para gozar del sueño eterno. El desdichado amante, tras llorar desconsoladamente sobre el cuerpo sin vida de su amada, acude al puente de Alcántara pidiendo auxilio a los soldados. Éstos ayudaron a Rodrigo a llevar el cadáver de la joven mora a la cercana iglesia de San Lucas, donde al día siguiente recibió cristiana sepultura como era su deseo.

Todavía estaba fresco el recuerdo de este suceso cuando en el monasterio cluniense de San Servando recibía hábito de novicio Rodrigo de Lara, que recibió autorización de sus superiores para acudir todos los atardeceres a rezar en el lugar donde bautizó a Casilda, junto al arroyo que desde entonces es conocido en Toledo con el nombre de “El arroyo de la Degollada”.

Sobre Relato de Manuel Castaños

Acerca del Arroyo de la Degollada, y del Cerro del Bu, existen leyendas menos conocidas, pero no por ello menos ciertas o de menor encanto.

Lo cierto es que desde tiempos antiguos corre de boca en boca cierta noticia sobre un fraile que se arrojó desde el mencionado cerro tras haber degollado a una mujer junto al arroyo de funesto nombre. Y aunque nunca se supo el motivo del macabro suceso, siempre se creyó que el fraile puso fin violentamente a la vida de la mujer a la que amaba, aquella que no correspondía sus sentimientos, acabando luego con la suya propia. Tal conjetura se acentuó por la circunstancia de haber encontrado los dos cadáveres muy próximos, con signos que delataban con clara evidencia todo lo sucedido.

Tal vez este sea el motivo por el que el arroyo sea conocido con el nombre de la Degollada, mientras que el Cerro del Bu también es llamado “El Salto del Fraile”.

Sobre Relato de Juan Moraleda y Esteban

La Justicia del Rey Santo

Muchos son los ilustres monarcas que han dejado su nombre unido al de Toledo con letras de oro, pero si entre todos cabe destacar uno por su sentido de la justicia y honestidad ese no es otro que Fernando III.

Cuando subió al trono gobernaba Toledo un alcaide llamado Fernando Gonzalo. Dicho alcaide había tomado parte activa en las luchas que precedieron al reinado de Fernando III, pero cuando éste llegó al trono fue el primero en rendir pleitesía y homenaje al rey, lo que le sirvió para conservar su puesto al frente de Toledo.

 Muchas circunstancias habían hecho que el alcaide fuera odiado por todos los toledanos, pues anteponía sus caprichos y deseos a sus deberes con la ciudad. Caprichoso y desleal no dudaba en utilizar cualquier medio para lograr sus planes. De hecho no sólo agasajaba al rey, sino que había traicionado a sus antiguos señores y amigos. Pero si entre todos sus vicios hay que destacar uno, nombraremos la lujuria. Y es que eran numerosas las damas que habían sido forzadas por el alcaide sin que las protestas que se alzaban en su contra sirvieran para nada. Incluso se había extendido el rumor de que varias de estas damas se habían suicidado para poner fin a su deshonra. Más ello no preocupaba lo más mínimo al cruel alcaide, pues una vez satisfechos sus sucios deseos perdía el interés por ellas. Sin embargo existía una doncella que había conseguido mantener el deseo de Gonzalo por ella. Se llamaba Aldonza y aquél la conoció tiempo atrás, cuando regresaba a Toledo malherido de la guerra.

Sintiéndose sin fuerzas para continuar su marcha se detuvo en un palacete situado en las afueras, propiedad del padre de Aldonza, que ofrecía tranquilidad y sosiego. Allí conoció a la joven, obligándola, como a todas, a saciar sus más viles deseos con la promesa de matrimonio. Pero no fue así, ya que una vez restablecido de sus heridas se marchó, olvidando sus promesas y resultando inútiles todas las súplicas de la desconsolada muchacha.

Pasaron los años y el padre de Aldonza murió de pesar herido en su honor. Sin embargo la joven y el alcaide mantenían viva su relación, pues ella confiaba en que Gonzalo cumpliera algún día su palabra, día que parecía no llegar jamás.

Pero he aquí que cierto día llegó a Toledo el justo Fernando III para comprobar por sus propios ojos en que estado se encontraba la ciudad. Gonzalo ordenó construir un tablado en Zocodover rodeado de todo tipo de lujos y comodidades, deseoso de causar buena impresión a su ahora señor. En el centro se colocó un trono donde estaba previsto que el monarca recibiera a todos los toledanos que quisieran plantear alguna petición.

Entre el tumulto que se agolpaba en la plaza se abre paso una comitiva formada por el rey, su séquito, y el alcaide, que subieron al tablado. El monarca se sentó en el trono y comenzó a hablar en voz alta:

¡Toledanos!. He venido personalmente hasta aquí porque me gustaría conocer directamente cuáles son vuestros problemas y cuales son las soluciones que puedo aportar para remediarlos.

Un silencio nervioso y extraño reinaba en la plaza tras las palabras de Fernando III. Eran muchos los descontentos que allí había, pero ninguno osó pronunciar una palabra en contra del alcaide por temor a posibles represalias.

¿No tenéis nada que decir? –insistió el rey, pero lo único que se percibían eran palabras entrecortadas que alababan al alcaide, temiendo su venganza.

Y allí estaba Gonzalo, en pie junto al rey y sonriendo orgulloso por tener a los habitantes asustados e incapaces de pronunciar una sola palabra en su contra. Todo parecía indicar que aquel vil personaje iba a salir del acto no sólo indemne, sino reforzado ante los ojos del soberano. Pero cuando éste se disponía a dar por concluida la audiencia se escuchó una voz entre la multitud:

¡Majestad, majestad!. ¡Yo sí tengo algo que me gustaría decir! –gritó mientras se abría paso entre el gentío-.

Subid aquí y decidme qué es lo que os inquieta.

Fernando Gonzalo comenzó a temblar cuando reconoció a Aldonza, a quien había dado promesa de matrimonio sin cumplirla. La bella muchacha subió al tablado, se arrodilló ante el rey y comenzó a hablar:

Majestad, hace años que mi padre y yo albergamos y cuidamos en nuestra casa a un noble que volvía malherido de luchar contra vos. Yo personalmente me encargué de que tuviera todo tipo de cuidados, y cuando se recuperó de sus heridas me juró matrimonio y amor eterno. Yo acepté entregándole mi honor, e incluso mi virginidad, confiando en su palabra. Pero jamás la cumplió, causándome gran decepción además de la muerte de mi padre.

Y decidme, ¿quién es ese innoble caballero que os causó tanto dolor?.

Aldonza, ahogada por la pena y atemorizada, dijo con voz temblorosa.

-Majestad, tengo miedo a decirlo.

-No temáis, que yo os garantizo que cumplirá. Decidme ahora, ¿de quién se trata?.

Y ante la sorpresa y asombro de todos señaló al alcaide diciendo:

-Vuestro alcaide. ¡Fernando Gonzalo!.

El rey, disgustado, se volvió a Gonzalo diciéndole:

-Si disteis palabra tendréis que cumplirla. Dentro de dos días contraeréis matrimonio con esta joven a la que habéis deshonrado.

¡Eso no es justo, majestad! –gritó una joven adolescente que subía al tablado con los ojos llenos de lágrimas y visiblemente enrabietada-.

El rey preguntó con extrañeza:

-¿Qué queréis decir?. ¿Por qué razón no es justo que ordene el cumplimiento de una palabra que dio un día Fernando Gonzalo a esta doncella?.

Porque la misma promesa me hizo a mí –explicó la niña-. Mi padre trabaja para ese hombre, y cada cierto tiempo tengo que llevarle personalmente a su casa los abusivos impuestos que nos exige. No sólo nos explota, sino que cada vez que me encuentro en su casa a solas con él me obliga a entregarme a sus sucios caprichos, prometiéndome que algún día me convertirá en su esposa.

No pudo continuar la muchacha, a la que se le hizo un nudo en la garganta y cayó desmayada a los pies del soberano.

No fue necesario interrogar al alcaide. Su cabeza inclinada y su gesto preocupado y avergonzado le delataban. Todos los presentes clamaron justicia, y comenzaron a desfilar ante el rey hombres y mujeres acusando de duras afrentas al vil alcaide.

Fernando III, levantándose y haciendo un gesto con la mano para que callara la multitud, dijo con voz solemne:

Muy grave es la falta que has cometido, Fernando Gonzalo. Tal vez podía existir la posibilidad de enmendar la primera, pero el ultraje causado a esta niña y el resto de acusaciones que se amontonan sólo tienen un castigo posible.

Y ordenó el rey que el verdugo decapitara inmediatamente al lujurioso alcaide ante la presencia de todos aquellos vasallos a quienes había explotado y humillado, y a cuyas mujeres e hijas había deshonrado. Después, la cabeza del ajusticiado fue colgada a la entrada de Toledo como recuerdo de la justicia del rey Fernando III.

Ordenó también el justo rey que para ejemplo de las generaciones venideras se hiciera un relieve para ser colocado en la puerta del Sol representando a los dos jóvenes deshonradas sosteniendo en una bandeja la cabeza decapitada del despreciable Fernando Gonzalo, relieve que hoy en día todavía podemos contemplar.

Zoraida

Naguib era un anciano y valiente guerrero musulmán que había destacado durante los años que duró el asedio cristiano previo a la reconquista de Toledo. Eran innumerables las ocasiones en que los cristianos habían intentado rebasar la muralla y hacerse con la ansiada ciudad. Pero los sarracenos, perfectamente dirigidos por Naguib, habían repelido sucesivamente los ataques cristianos.

Los desesperados sitiadores, al ver frustrados sus continuos ataques, optaron por otra alternativa. Aprovechando la oscuridad de la noche un grupo de soldados burló la vigilancia de la muralla y logró introducirse en el castillo del anciano guerrero. Una vez allí capturaron a Zoraida, su joven hija, y a cinco de los mejores oficiales musulmanes, llevándoles consigo a su campamento.

Cuando amaneció la noticia se extendió por Tolaitola como reguero de pólvora. El monarca cristiano Alfonso afirmaba haber capturado a seis importantes prisioneros y exigía la inmediata entrega de la ciudad. Si no se cumplía esta exigencia se ejecutaría un prisionero por cada día transcurrido.

Mientras los árabes toledanos se lamentaban de tan calamitosa situación, por los montes del norte se aproximaba un encorajinado joven que espoleaba nervioso a su corcel. Era Hamid, el impulsivo amante de Zoraida, quien días atrás había abandonado la ciudad para solicitar ayuda a otras taifas. La noticia del rapto de su amada le había sorprendido en tierras lejanas, pero cuando tuvo conocimiento de ello no dudó un instante y encaminó sus rápidos pasos al lugar en donde había dejado a la joven mora.

Al llegar nuestro jinete al puente de Alcántara tuvo que interrumpir bruscamente su galope, pues un grupo de cristianos armados le salió al paso.

¡Alto ahí!. ¿Quién va? –preguntó enérgicamente el que parecía ser el jefe-.

¡Cristiano –contestó Hamid-, no tratéis de detenerme, pues si lo hacéis venderé cara mi vida!.

No creo que nos resulte difícil en demasía, pues somos veinte contra vos.

No voy solo, pues la ira me acompaña.

Y a nosotros nos acompaña el valor.

Lo sé, pues vuestra fama os precede en el campo de batalla. Pero… ¡basta ya de palabras!.

El cristiano, sorprendido por la valentía del jinete, le preguntó:

¿Por qué estáis tan empeñados en pasar?. Tolaitola pronto caerá en nuestras manos con todo aquel que se halle en su interior.

Es probable –contestó Hamid-, pero la mujer que amo se encuentra en peligro. Y es mi obligación y deseo ponerla a salvo cuanto antes.

Entonces, ¿es sólo amor lo que os trae hasta aquí?.

Así es. Alá es testigo de que mi palabra es verdadera.

Pues pasad y llevad a cabo vuestro propósito, pues no seré yo quien se interponga a un caballero que desea salvar a su amada.

Os lo agradezco, cristiano. ¿Cuál es vuestro nombre?.

Rodrigo Díaz de Vivar.

Que Alá os proteja, Rodrigo.

Y espoleando Hamid a su caballo cruzó raudo el puente para perderse tras la puerta de la muralla.

Llevaba dos días Hamid en Tolaitola y ya había conseguido liberar con éxito a su amada Zoraida. Pero como la dicha no podía ser completa acudió nuestro bravo caballero hasta el campamento cristiano. Allí le recibió Rodrigo, aquel caballero que días atrás le permitió acceso a la ciudad. Rodrigo salió a su encuentro diciendo:

¿Qué ocurre, traéis parlamento?.

Cristiano, os suplico que me escuchéis. Hace dos días que vine hasta aquí para liberar a mi amada.

Y lo lograsteis, ¿no es así?.

Sí, pero nuestra posible felicidad se truncó al conocer que habíais apresado a su padre como represalia.

Era preciso.

Os suplico que dejéis libre al anciano y toméis a cambio mi cabeza.

Me temo que no es posible, ya que es necesario que nuestro cautivo sea magnate.

¿Y no aceptaríais otra condición?.

Sólo una.

¿Cuál?.

Que cuando regreséis a Tolaitola facilitéis el paso de mi ejército a la ciudad.

¡Nunca, cristiano!. ¡No soy un traidor!.

¡Bravo!. Esperaba que me dierais esa respuesta. Como he visto la lealtad que atesoráis permitiré que vos y el padre de la mujer que amáis volváis libres a la plaza.

¿Libres?. Cristiano, no os burléis.

No lo hago. No puedo negarme a la petición de un caballero tan valiente y generoso como vos. Ya habrá tiempo de continuar la batalla en otro momento.

Y los dos caballeros se fundieron en un efusivo abrazo.

Miles de antorchas lucen en el castillo de Naguib, y las cítaras y atabales acompañan los alegres bailes. Hamid susurra al oído de Zoraida el amor que siente por ella, mientras un risueño anciano se recrea mientras les mira. Y lleno de gozo murmura:

Puedo morir tranquilo, Alá. ¡Ya son felices!.

Las bodas de Abdalláh

Transcurrían los últimos días del siglo X cuando el reino cristiano de León se encontraba en graves problemas. Su monarca, Vermudo II, había fallecido, y su hijo y heredero Alfonso V contaba con corta edad. Esta circunstancia quiso ser aprovechada por algunos de los nobles del reino, que rivalizaban por hacerse con la tutoría del niño a la par que con la corona que le pertenecía. Alfonso V, que a pesar de su juventud no le faltaba la inteligencia, envió un mensajero a su amigo el califa musulmán Hisam II solicitándole consejo. Los reinos cristiano y musulmán eran grandes enemigos, pero sus mandatarios por el contrario, mantenían una relación de cordial amistad propiciada por sus continuos diálogos en busca de la paz del territorio peninsular. La ayuda del califa no se hizo esperar, y a los pocos días se presentó en León Abdalláh, rey moro de Tolaitola, quien terminó de un plumazo con todos los carroñeros que trataban de apropiarse ilegítimamente de la corona cristiana.

Durante su estancia en León Abdalláh conoció a doña Teresa, hermana del joven Alfonso, y prendado de su belleza solicitó su mano como pago por su ayuda, petición que le fue concedida. De nada sirvieron las súplicas de Teresa, que una y otra vez rogaba a su hermano y señor que no consintiera tal matrimonio con un enemigo del reino. Tampoco las palabras de los obispos, que amenazaban con la eterna condenación. El rey tenía que pagar los servicios prestados, y aquel enlace podría suponer además un hermanamiento con el pueblo musulmán.

Habían transcurrido unas pocas lunas, cuando la musulmana Tolaitola emanaba ambiente de fiesta. Era el lugar donde se celebraría el enlace, y los toledanos lo agradecieron adornando las calles con sus mejores galas. Los toledanos abarrotaban la entrada de la ciudad entusiasmados con la llegada de la noble cristiana, que llegó acompañada de un séquito más propio de un funeral que de una boda. Junto a Teresa llegaban dos obispos y algunos de los sirvientes de confianza del rey. En el rostro de todos se reflejaba el sentimiento de tristeza que les producía el inminente casamiento, y ello no pasó inadvertido para los numerosos mozárabes que se agolpaban a su llegada.

Con la oscuridad de la noche llegó la hora del enlace, que tuvo lugar a orillas del río, y una vez desarrolladas las ceremonias nupciales, oficiadas en los ritos musulmán y cristiano, se celebró un gran banquete. Los invitados musulmanes estaban eufóricos, brindando solemnemente por la felicidad de la nueva pareja. Por el contrario, los leoneses, no pronunciaron palabra, permaneciendo todo el banquete con el rostro inclinado. Ni siquiera todo el lujo con el que Abdalláh había preparado el festejo sirvió para levantarles el ánimo, pues no podían alejar de su mente la idea de que la apenada joven se casaba sacrificada por el reino. Un lujo que llegaba al extremo de utilizar valiosas vajillas y cuberterías de oro y plata, que eran arrojadas al río sin ningún miramiento después de ser utilizadas.

Lugar aproximado donde según la tradición pudo celebrarse el banquete, en las orillas del río Tajo

Tras el banquete Abdalláh se levantó, dirigió unas palabras de agradecimiento a los invitados, y tomó a su nueva esposa de la mano invitándola a retirarse a la que desde aquel día sería su morada.

Permitidme antes –dijo doña Teresa señalando a su séquito-, que me despida de los míos.

Ahora eres mi señora –contestó Abdalláh-, pero no mi esclava. Haz lo que te plazca.

Y dejándola a solas con sus sirvientes y los obispos se adelantó al palacio para preparar la llegada de su esposa. Ésta, deshecha en lágrimas, se arrojó en brazos de los prelados, preguntándoles:

¿Creéis lícito este matrimonio?. ¿Es que es necesario para mi reino que me entregue a un enemigo de mi religión al que detesto?.

A lo que respondió uno de los obispos:

Hija mía, has de ser fuerte en estos momentos de debilidad. La Providencia te ha elegido para que te conviertas en noble de los enemigos de tu pueblo y tu religión. ¿Quién sabe si no son designios del Altísimo para que propagues tu fe entre los que la desconocen?. Vuestra presencia hará más llevadera la vida de los cristianos apresados por Abdalláh.

En tal caso comprendería mi sacrificio. ¿Pero y si no ocurriera así?.

En esta ocasión respondió el otro prelado:

Dudad de los hombres si queréis, pero jamás de Dios.

Entonces –concluyó ella-, sea lo que Dios quiera. Dadme vuestra bendición para que nuestro Señor escuche mis súplicas.

Los religiosos bendijeron a la joven y musitaron una breve oración. Después Teresa besó sus manos y se dirigió al palacio donde hacía ya tiempo que Abdalláh estaba esperando. Al entrar en su cámara, viendo frente a ella al hombre que jamás había deseado, se arrojó a sus pies diciendo con voz temblorosa:

Señor, la voluntad de mi hermano me ha arrojado a vuestros brazos en contra de la mía. Puede que estemos unidos ante los hombres, pero jamás lo estaremos ante Dios. Dejadme marchar para que pueda servir a mi único Dios y Señor.

¿Acaso has enloquecido? –respondió él-. Me enamoré de ti desde el primer momento en que te vi. ¿Y ahora pretendes que te deje marchar?. Es imposible. Además, tu mano se me concedió como pago a un servicio prestado a vuestro pueblo.

Os lo ruego –insistía ella-, vuestro pueblo me odiará tanto como yo le odio a él.

Eso sólo lo dirá el tiempo. Aquí no te faltará nada de cuanto desees. Mis ejércitos lucharán por ti, todo mi oro te pertenece, todo lo que pidas se te concederá…

En tal caso sólo os pediré una cosa. Si me la concedéis os entregaré mi amor.

¿Cuál es?.

Haceos cristiano.

Abdalláh quedó atónito ante tan inesperada proposición. Durante unos instantes quedó sin habla, pero cuando retomó el aliento contestó irritado:

¡Jamás!. ¡Eres tú la que se ha de entregar a mí, y no al contrario!.

Mirando la faz atemorizada de doña Teresa se tranquilizó y continuó con dulzura:

¿No te das cuenta que podemos unir nuestros corazones sin unir nuestra fe?.

Nunca. Mi Dios no aceptará un matrimonio con un enemigo de mi pueblo.

Ya lo hizo, cuando vuestro hermano aceptó que te convirtieras en mi esposa.

No existe forma de que me entregue a vos.

¡Claro que la hay! –respondió el caudillo poseído por la ira-. La que nos da mi derecho y tu deber. ¡Ahora eres mi esposa, y tu Dios no podrá obstaculizar mis deseos!.

Y se abalanzó violentamente hacia doña Teresa. En ese preciso momento se apagó la lámpara que iluminaba la estancia, y un estruendo ensordecedor retumbó por todo el palacio. Todos los sirvientes acudieron alarmados a la cámara de los recién casados, en la que se escuchaban desgarradores gritos del sarraceno. Al entrar fueron deslumbrados por una luz cegadora que les hizo retroceder. En un rincón de la sala distinguieron la figura de doña Teresa, que rezaba fervorosamente mientras seguía con la mirada un reguero de luz que desaparecía por el techo. En el rincón opuesto se hallaba Abdalláh, sentado en el suelo y por el rostro descompuesto por el terror mientras señalaba el haz luminoso.

Al amanecer, cuando apenas asomaba el sol por el horizonte, se disponían a regresar a su patria los leoneses portando ricos presentes para su monarca. Doña Teresa regresaba con ellos para alegría de todos. Abdalláh explicaba en una misiva que comprendía que su unión con la joven cristiana era imposible y sacrílega, y que por ello la devolvía a su hermano dando la deuda por pagada. El musulmán acompañó a los cristianos hasta las afueras de Toledo. Allí se despidió con lágrimas en los ojos de la que debería haber sido su esposa, quien con ternura le dio un fuerte abrazo. Después permaneció allí siguiendo a la comitiva con la vista hasta que se perdió en el horizonte. Entonces se llevó la mano al corazón, como si parte de él se hubiera marchado, y regresó a la ciudad meditabundo, triste y sin esposa.

Sobre relato de Eugenio de Olavarría y Huarte

El Palacio Encantado

La leyenda del Palacio Encantado, o Cueva de los Cerrojos, es una de las más conocidas de Toledo, y que se refiere a la pérdida de la ciudad durante el mandato del rey Rodrigo, al que la historia no ha dejado en muy buen lugar. Algunos autores hablan de un suntuoso palacio, mientras otros se refieren a una profunda cueva excavada en la roca, aprovechando la tradición de la afamada Cueva de Hércules. Dejo a continuación relato de la leyenda, basado en la versión ofrecida por Eugenio de Olavarría y Huarte en sus “Tradiciones de Toledo”.

Cuentan las crónicas medievales que el mitológico Hércules, fundador de Toledo, construyó en un paraje de sus proximidades un palacio como no ha existido otro igual. Para su construcción utilizó piedras tan brillantes que podía ser visto desde muchas leguas de distancia, y sus torres tenían tal altura que a duras penas podían verse completas mirando desde su base. Allí residió temporalmente Hércules, y a su marcha dejó en él guardado el porvenir que le aguardaba a la ciudad, sin que nadie hubiera podido acceder a estos vaticinios, pues el héroe puso un fuerte candado en la puerta y ordenó que cuantos monarcas subieran al trono hicieran lo mismo. A esta orden se le añadía una advertencia; quien intentara entrar en el palacio recibiría un cruel castigo.

Todos los monarcas que ocuparon el trono cumplieron los deseos del fundador de la milenaria ciudad, y el paraje en el que se hallaba enclavado el palacio se había tornado sombrío, plagado de afiladas rocas y espinosos arbustos. El abandono lo había convertido en un lugar tenebroso por el que no cruzaba la más mínima corriente de agua ni cruzaba el más leve soplo de aire. Incluso si algún pájaro se perdía y osaba volar en sus cercanías salía al instante exhalando graznidos lastimeros y de terror. Nadie se atrevía a merodear por las proximidades, y los pocos que lo habían hecho aseguraban haber oído extraños sonidos que no podían identificar. Tal vez fueran sonidos de oxidadas cadenas arrastradas por el suelo, o tal vez de enormes rocas que chocaban entre sí. Pero todos coincidían en afirmar que no eran producto humano.

Corría el año 711, y con él los últimos días del reino visigodo gobernado por don Rodrigo, quien había pasado los dos años escasos de su reinado recopilando todo tipo de informaciones respecto al palacio. Ignorando las advertencias de sus antecesores el ambicioso Rodrigo quiso comprobar por sus propios ojos lo que escondía el palacio, enfrentándose incluso a la mayoría de sus nobles, que se oponían a tal empeño. Treinta y cinco candados se contabilizaban ya en la puerta, y el codicioso Rodrigo, en lugar de colocar uno más, se disponía a arrancar todos los anteriores. Estaba plenamente convencido de que en aquel lugar no se encontraba ningún vaticinio, sino el legendario tesoro de Hércules, al que el héroe trataba de proteger bajo falsas amenazas.

Y allí se encontraba lo más selecto de la nobleza visigoda, ante la puerta del palacio de Hércules, debatiendo la inconveniencia del desatinado capricho de su señor. Todos discutían entre sí, pero ninguno se atrevía a reprender al monarca su polémica decisión.

Uno a uno fueron descerrajados todos los candados, y a cada golpe de martillo los asistentes sentían que su corazón palpitaba más violentamente por la incertidumbre. Rodrigo sonreía sintiéndose muy superior a sus súbditos, mientras éstos apenas se atrevían a alzar la cabeza.

Cuando fue violentado el último candado la puerta se abrió de par en par, produciendo un agudo chirrido que estremeció a todos los presentes. El palacio emanaba un olor húmedo que proporcionaba un ambiente más lúgubre si cabe. La oscuridad era total, y el monarca ordenó de inmediato a unos de sus vasallos que le entregara un hachón para poder vislumbrar el interior del edificio. El sirviente facilitó de inmediato a su señor la candela, y éste avanzó unos pasos hasta situarse bajo el umbral de la puerta y comprobar el interior. El silencio era total. Todos contenían la respiración en espera de la decisión que tomara su insaciable rey, quien cruzó la puerta sin pronunciar palabra. Todos se miraron entre sí, y sin saber que hacer en un principio, no tardaron en seguir tras los pasos de Rodrigo.

Apenas caminaron unos pasos y se detuvieron todos agrupados, pero en esta ocasión no reinaba el silencio, sino un ronco murmullo. Se hallaban en el centro de una gran habitación, cuya estructura y construcción no parecían obra humana. A pocos metros de ellos se distinguía una inscripción en el suelo. El rey acercó la antorcha y leyó en voz alta:

‹‹Tú que no has respetado la dignidad de este lugar. Yo soy Hércules, fundador de Toledo, y te advierto que la ciudad será perdida por ti, como lo fue conquistada por mí.››

Rodrigo calló un instante atemorizado, pero tratando de aparentar valor ante sus nobles se volvió diciéndoles:

¡Qué sabrá Hércules lo que depara el futuro!. No hagamos caso y prosigamos explorando este lugar.

Los acompañantes del rey cobraron algo de valor al ver tanta seguridad en su señor, y todos juntos continuaron hasta llegar a una inmensa sala sostenida por inmensos pilares. La sala estaba presidida en el centro por una gran estatua del héroe mitológico, en cuyo pedestal se grababa otra inscripción, que decía:

‹‹Profanando este templo, necios nobles, habéis provocado vuestra perdición. Extraños pueblos os humillarán y castigarán cruelmente.››

La totalidad de integrantes de la expedición hicieron ademán de marcharse, pero Rodrigo, comprendiendo que una retirada en este momento resultaría una fuga vergonzosa, les instó a continuar tras sus pasos y entrar en la siguiente sala.

Aquella era más rica que las anteriores, e incluso contaba con pequeños faroles distribuidos por todas sus paredes que la dotaban de gran luminosidad. En el centro de la sala destacaba un gran cofre elaborado en madera rústica y ornamentado con sencillas cenefas de cuerda. En su tapa relucía una pequeña placa metálica en la que rezaba la inscripción:

‹‹El rey que descubra el secreto de este cofre no morirá sin ver sucesos extraordinarios.››

El rostro del orgulloso rey se llenó de satisfacción. Desde que entraron en el edificio esta era la primera lectura que no vaticinaba desastres ni sucesos funestos. Creyendo haberse salido con la suya, se volvió a sus súbditos diciendo:

Hércules llenó su palacio con falsas amenazas y presagios para ahuyentar a los cobardes, pues no hubiera querido que su tesoro cayera en manos indignas. En cambio, en recompensa por nuestro valor, vamos a poder hacernos con el preciado tesoro que el avaro mentiroso quiso llevarse a la tumba. Veamos nuestro tesoro.

Todos se agolparon en derredor del cofre, olvidando sus miedos anteriores e intrigados por descubrir su interior. Rodrigo levantó la pesada tapa y un murmullo de desilusión resonó cuando en el interior del arcón sólo se veía un polvoriento pergamino. Ansioso lo cogió, y su rostro palideció al contemplar su contenido. En el pergamino se dibujaban multitud de árabes envueltos en blancos ropajes y portando pesados alfanjes de combate. Bajo el dibujo destacaban unas líneas que advertían:

‹‹Cuando el negligente Rodrigo se haga acompañar de sus despreciables vasallos, y profane este palacio, hombres así ataviados le arrebatarán su reino.››

Al osado monarca le llenó de estupor el ver los funestos presagios acompañados de su nombre, y un sudor frío comenzó a brotar de su frente. Las fuerzas le abandonaron y el ligero pergamino se le cayó de las manos como si fuera de plomo. Todos comenzaron a sentir terror al ver la barbaridad que habían cometido, y que ya no podrían subsanar. Al poco, un hecho inexplicable, vino a sacarles de su estupor.

El suelo sobre el que se hallaban comenzó a temblar con una violencia espantosa, y los extraños ruidos que eran oídos en aquel paraje comenzaron a sonar con mayor estruendo que nunca. El pavimento comenzó a agrietarse, y del techo comenzaban a desprenderse enormes moles de piedra que caían a su alrededor. Nerviosos y asustados salieron corriendo del palacio, sin atreverse a mirar atrás temiendo ver cosas insoportables para su cobardía. Cuando al fin se atrevieron a mirar, a considerable distancia, comprobaron con gran espanto que la antigua fortaleza ya no estaba en pie, y en su lugar quedaba una deforme montaña de cenizas y escombros. Al poco tiempo entraron el rey y los suyos temblorosos en Toledo, sin atreverse a contar a nadie todo cuanto habían vivido aquel fatídico día. Desde aquel momento desapareció la sonrisa del rostro del ruin monarca, quien vivió los últimos días de su reinado atormentado por estos recuerdos.

Al poco tiempo se hallaba en su alcázar cuando le informaron de la llegada de un mensajero. El enviado traía malas noticias del sur del reino, pues desde África llegaba la invasión de unos enemigos ataviados con vestiduras blancas. Rodrigo despidió al mensajero y se dejó caer pesadamente sobre su asiento al sentirse desfallecer.

Los terribles presagios de Hércules comenzaban a cumplirse.

La blasfemia del vasallo

Cuenta una antigua leyenda que una noche, cuando en el firmamento reinaba la luna y brillaban las estrellas en el sueño de Tolaitola, navegaba por el entonces cristalino Tajo una pequeña barquichuela. Sobre ella seis hombres, seis vasallos de noble casa, remaban con entereza hacia el palacio de Galiana. Triste era la misión que realizaban y triste era su semblante. En el centro de la embarcación, encima de un catafalco forrado de tela negra, portaban el cadáver de aquel noble a quién quiso el destino que los seis vasallos sirvieran.

Molinos de Daican, aguas abajo del lugar donde se enmarca la leyenda, bajo la Ermita de la Cabeza

Iban los seis hombres bogando pesarosos entre lágrimas y lamentos por la gran pérdida sufrida cuando uno de ellos se levantó, y mirando a la ciudad que dejaban atrás exclamó:

¡Maldita ciudad que has propiciado la muerte de mi señor!. ¡Ojalá seas olvidada y mil maldiciones caigan sobre ti!. ¡Que todos tus zafios y malditos habitantes sean humillados y mueran cruelmente sin el perdón de Dios!. Y si así no sucediera, ¡reto a la tierra y al Cielo si es necesario!.

Y mirando hacia el estrellado firmamento lanzó una horrible blasfemia que atentó fuertemente contra Aquél que todo lo ve y todo lo oye. He aquí, afirma la leyenda, que las antes cristalinas y serenas aguas se volvieron tan bravas que en un breve instante se tragaron la pequeña barquichuela con sus tripulantes para no ser vista nunca más.

Se comenta desde entonces que cuando se cumple fecha del hecho mencionado se ven alzarse en el Tajo extrañas y negras siluetas de seis personajes que entre gritos y amenazas lanzan al Cielo sus blasfemias.

Sobre relato de Leopoldo Aguilar de Mera, publicado en la revista “Toledo”.