La Princesa Galiana

Cuando Tolaitola estaba gobernada por Galafre, en el siglo VIII, existía junto al río un pequeño pero lujoso palacete. Este era el lugar favorito de Galiana, la joven y bella hija de Galafre, quien pasaba allí largas temporadas disfrutando de la paz y tranquilidad que ofrecía el paradisíaco vergel.

Cierta noche veraniega se hallaba la joven conversando con Geloira, su esclava favorita, a la que tenía el cariño suficiente como para confiarle sus más íntimos secretos. La noche era apacible, como tantas otras, pero la joven no era feliz y así se lo hizo saber a su sirvienta.

(1851-05-11). “Vista de las ruinas del palacio de Galiana desde el patio”. Semanario Pintoresco Español (19): 152. ISSN 2171-0538

¿Cómo es posible –preguntaba ésta- que no seas feliz?. Eres hija de un poderoso señor que te proporciona cuanto deseas, tu vida transcurre entre toda clase de comodidades y eres amada por Abenzaide.

Galiana, en el momento en que su esclava mencionó a Abenzaide, lanzó un débil suspiro.

¿Qué te ocurre? –continuó Geloira-. ¿Es que acaso Abenzaide no te ama?.

Al contrario, Geloira –respondió Galiana-. Ya hace tiempo que no deja de importunarme, pero yo no siento nada por él. Sé que es valiente y poderoso, pero a la vez es orgulloso y dominante. Jamás sería feliz a su lado.

¿Y él lo sabe?.

No, pues hace varias lunas que por motivos de gobierno marchó a tierras lejanas sin que haya vuelto a verle. Pero se lo haré saber tan pronto como regrese.

Todavía resonaba en el aire la última palabra de la princesa cuando de entre la espesura del jardín apareció un apuesto caballero que se presentó ante sus miradas. Galiana y Geloira gritaron de terror abrazándose entre sí. El caballero se echó a sus pies tratando de tranquilizarlas.

Perdonadme si mi brusca presentación os ha asustado, pero escondido en el jardín he oído vuestras palabras que me han llenado de dicha. En este momento puedo confesar, sin ofender a la hospitalidad de vuestro padre, que he venido sólo para contemplar vuestra belleza. Ahora, sabiendo que no amáis a Abenzaide, no os ocultaré mi amor. Galiana, pronto he de regresar a mi reino. ¿Queréis cambiar vuestros jardines por los de mi patria?.

Galiana enmudeció. Superado el sobresalto reconoció en el caballero a Carlos, hijo del rey de los francos, que se alojaba en el palacio hace días por hospitalidad de Galafre. Ella se sentía también atraída por el joven príncipe desde que le vio por primera vez, pero había ocultado sus sentimientos por tratarse de un huésped de su padre. Carlos cogió una mano de la princesa estrechándola suavemente con las suyas, mientras con su expectante mirada parecía suplicar una respuesta. Galiana dijo un tímido “¡sí!”, y después ocultó su rostro, enrojecido por el rubor, en el pecho de su esclava. El galán príncipe besó tiernamente la mano de la joven y se marchó despidiéndose hasta el día siguiente.

A los pocos días llegó a Tolaitola Abenzaide, quien había oído lo sucedido y regresaba para pedirle explicaciones a Galiana. Cuando llegó ante el palacio salió a recibirle Geloira, quien hablaba en nombre de su señora.

Alá os guarde, señor. Disculpad a esta esclava que solamente es la portadora de un mensaje de su señora. Galiana desea que os transmita su deseo de no volver a ser importunada por vos, pues su amor es para otro caballero. Deseando vuestra felicidad se despide de vos.

Dile a tu señora –contestó Abenzaide- que no permitiré que su corazón pertenezca a otro. ¡Haré cuanto sea necesario para evitarlo!.

Y tan colérico como sorprendido marchó en busca del caballero que había cautivado el corazón de la mujer a la que amaba.

Encontró a Carlos en el palacio que Galafre tenía en el interior de la ciudad, y presentándose ante él le exigió desagravio mediante duelo a muerte. El joven franco no pudo negarse, y fijaron la celebración del duelo para el amanecer del día siguiente.

Al poco de despuntar el alba era incontable la multitud que se agolpaba en torno al camino que conducía al escenario del duelo, un descampado en la vega que Galafre, como juez imparcial, había elegido. Los asistentes guardaban un respetuoso silencio, sabiendo que aquel día finalizaría echando en falta a un ser humano. Con toda puntualidad llegaron los dos adversarios, ataviados con sus armaduras más resistentes y empuñando sus armas más poderosas. Antes de enfrentarse con sus armas lo hacían a través de sus miradas, en las que se reflejaba toda la tensión y odio acumulados.

El público, formado en su totalidad por sarracenos, mostraba su favoritismo por el extranjero, y es que diferentes motivos habían propiciado tal circunstancia. Por una parte odiaban a Abenzaide por su orgullo ilimitado y la crueldad con que trataba a sus enemigos. Por otra, el joven extranjero, había demostrado gran cortesía y nobleza durante su breve estancia en Tolaitola. La fama de su valor le precedía, al igual que su respeto al adversario. Todos conocían el amor correspondido que sentía hacia Galiana, y nadie

En una tribuna levantada para la ocasión se hallaba Galiana, presa de los nervios, temiendo perder al hombre que realmente amaba. Junto a ella se encontraba su padre, quien hizo la señal para que diera comienzo el combate.

La joven no pudo resistir el terror, agachó la cabeza y se tapó los oídos para no contemplar el sangriento desenlace. Los caballos de los dos adversarios emprendieron veloz galope y chocaron en horrible estrépito. Las armaduras chirriaban al rozarse entre sí, y caballos y caballeros se hicieron invisibles tras una espesa nube de polvo. Nada pudo verse durante unos instantes, pero un golpe seco indicó que uno de los caballeros había caído a tierra. Los asistentes enmudecieron en espera de poder distinguir lo que había sucedido, y cuando la nube de polvo se desvaneció sonó una atronadora ovación. El júbilo de los congregados animó a Galiana a alzar la vista, y cuando lo hizo pudo distinguir a Carlos, que se hallaba en pie junto al cuerpo sin vida de su rival y dirigía una amorosa mirada al lugar donde ella se encontraba.

Al poco tiempo, Carlos y Galiana, partían juntos a la tierra del príncipe. Allí se unieron en feliz matrimonio.

Sobre relato de Eugenio de Olavarría y Huarte: “Tradiciones de Toledo”, M.P. Montoya y Cía. 1880

El nacimiento de don Pelayo

Todavía reinaban los godos en España cuando vivía en Toledo una hermosa dama, sobrina del rey, llamada doña Luz. Era hija del príncipe Teodofredo, nieta de Chindasvisnto y hermana de Rodrigo, el que sería el último rey godo. La joven dama era admirada y querida por todos, pues desde que se iba haciendo mujer poseía una gran belleza y ternura. Y fueron muchos los nobles que pretendían por esposa a doña Luz. Ella, siempre con sensibilidad, rechazaba todas y cada una de las proposiciones, pues hacía tiempo que estaba enamorada del duque don Favila, hermano de su padre. Éste, prendado también de su hermosa sobrina, vino a Toledo desde Cantabria con la intención de casarse con ella.

Pero al poco tiempo de llegar notó que la joven hacía lo posible por evitar que se les viese juntos, y en su rostro, ahora sin su deslumbrante sonrisa, se reflejaban claros signos de preocupación.

¿Qué te ocurre? –preguntaba don Favila-. ¿Es que acaso ya no me quieres?.

Por supuesto que te quiero –respondió ella-, pero hace tiempo que nuestro proyecto de matrimonio se ve peligrar. Verás, no he encontrado la mejor manera de decírtelo, pero es preciso que lo sepas. Hace tiempo que el rey viene halagándome con sutiles piropos, a los que yo no di mayor importancia al considerarlos inocentes palabras. Pero en los últimos días los galanteos se han convertido en agobiantes insinuaciones y proposiciones que, pese a mi continuo rechazo, no han cesado.

Serio es el problema. Lo más conveniente es que durante los próximos días hagas lo posible para evitar al rey. Yo me ocuparé de acelerar los trámites para que podamos contraer matrimonio lo antes posible, y mientras tanto será mejor que nadie tenga conocimiento de nuestros encuentros.

Y así lo hicieron. Durante los días sucesivos se encontraron clandestinamente en las dependencias de doña Luz, al tiempo que don Favila buscaba los medios de obtener el permiso para poder contraer matrimonio con su sobrina. Pero quiso la mala fortuna que llegaran hasta oídos del rey las pretensiones del duque, que decidió enviarle lejos argumentando su necesaria presencia en el norte del reino. Así despejaría el camino para poder continuar sus andanzas libremente.

Pasó el tiempo sin que cambiara la actitud de doña Luz, que rechazaba incesantemente las proposiciones del monarca. Sin embargo sí que se evidenciaba un significativo cambio en el físico de la hermosa goda. Con gran enojo comprobó el rey que doña Luz se había entregado a otro hombre, pues su avanzado estado de gestación así lo delataba. Y reprimiendo su ira decidió esperar a que naciera el retoño para hacer pública la deshonra y castigar la impureza de la dama.

Así lo sospechó doña Luz, que llegado el momento del alumbramiento hizo todo lo posible por proteger a su hijo, al que ella misma bautizó. Hizo que le construyeran un arca con los materiales más nobles y forrada en rico paño, y después, ayudada por una criada, introdujo al niño en el cofre depositándole con mimo en cierto lugar del Tajo. En un pergamino que acompañaba al niño, la madre explicaba que el niño era de noble linaje, y rogaba que aquél que encontrase al niño le tratase como tal. Doña Luz rezaba fervorosamente mientras veía alejarse a su hijo aguas abajo, rogando a Dios que protegiera al inocente infante. Emocionada regresó la madre a su hogar, escribiéndole al duque y contándole todo lo ocurrido durante su ausencia.

Entre tanto el arca continuó su descenso por el río, llegando sin interrupción hasta el pueblo de Alcántara. Quiso el destino que fuera encontrado por un tío de doña Luz, llamado Gafreses, que observó con curiosidad el extraño objeto que flotaba en el río. Acercándose a él, y ayudándose con una vara para atraerlo a la orilla, quedó sorprendido al encontrar al niño dentro de un lujoso y elaborado cofre. Tomando el pergamino lo leyó, y estrechando con ternura al crío lo llevó hasta su casa. A continuación hizo llamar a un amigo suyo, también de sangre noble, que sufría gran dolor al haber perdido recientemente a una hija de pocos meses. Las intenciones de Gafreses, que no eran otras que ofrecer la criatura a su amigo, se vieron realizadas, pues éste se ofreció voluntariamente para hacerse cargo del chiquillo.

Mientras, en Toledo, el rey ya había notado con asombro que doña Luz había recuperado su esbelta figura, y, por qué no decirlo, su belleza había ido en aumento como suele suceder en estos casos. Inútilmente trató de averiguar por todos los medios qué había ocurrido con su hijo, y al no conseguirlo recurrió a métodos más duros y rastreros.

Cierto día de solemnidad se hallaba reunida la Corte cuando ante el asombro de los presentes se levantó un caballero, llamado Melías, que acusó a doña Luz de cometer acciones deshonestas. Ni que decir tiene que tal sujeto estaba conchabado con el rey para ejecutar su venganza. Sin embargo ninguno de los presentes quiso responder, pues todos consideraron que el propio monarca, al estar emparentado con la acusada, saldría en defensa suya. Pero no fue así, y haciendo llamar a su sobrina le dijo:

Graves son las acusaciones que hay en tu contra, y al no alzarse ninguna voz en tu defensa debo creer que son reales. La falta que has cometido es imperdonable, y si en las próximas Cortes que se celebrarán dentro de dos meses no se presenta ningún caballero que defienda tu honor, serás condenada a morir en la hoguera.

De nada sirvieron las lágrimas que copiosamente vertió doña Luz, asegurando que jamás había visto al tal Melías. El indigno rey sonreía satisfecho, creyendo que sus planes iban por buen camino. Pero la providencia no podía abandonar a la desdichada doña Luz.

Pasaron los dos meses y los caballeros se hallaban reunidos en nuevas Cortes, siendo esta vez la acusación a la hermosa goda el tema principal. Puesta en pie frente a ellos escuchaba asustada las palabras de un asistente, que con voz solemne exclamaba:

Doña Luz: nos hallamos aquí reunidos por las graves faltas de las que don Melías te acusa. Como quedó sentenciado hace dos meses serás condenada a morir en la hoguera si no se presenta ningún testigo que defienda tu causa. ¿Existe algún testigo?.

¡Sí, lo hay! –exclamaba un caballero que en ese mismo instante irrumpía en la instancia-.

El noble, que no era otro que el duque Favila, se puso frente a Melías, y acusándole de mentiroso le arrojó el guante a la cara, retándole así a un duelo a muerte. Quedó contrariado el rey, pues si el duque salía victorioso del duelo no tendría más remedio que liberar a la joven limpia de toda imputación. El desafío quedó fijado para tres días después, en los campos de la Vega.

Llegó el momento del enfrentamiento, y el duque, diestramente instruido en el ejercicio de las armas, derrotó fácilmente a Melías, al que cortó la cabeza para mostrársela rabioso al rey.

Siempre resulta lamentable la pérdida de uno de mis hombres –le increpó éste-, pero sobre todo resulta inapropiado que le hayas decapitado para regodearte con su muerte. Sin embargo, y como dicta la ley, me veré obligado a liberar a la acusada.

¡Un momento majestad, que yo quiero repetir tal acusación!.

En ese momento descendía al escenario del duelo Bristes, un primo del caballero muerto, deseoso de vengar la muerte de su familiar.

Yo aseguro que Melías tenía razón, y estoy dispuesto a batirme en duelo por sus mismas convicciones.

Duque Favila –dijo el rey-, si quieres defender de nuevo el honor de doña Luz, estás en tu derecho. Te doy dos días de plazo para que te recuperes del esfuerzo realizado hoy.

Si no os importa, majestad –respondió-, prefiero hacerlo ahora mismo.

El ruin monarca asintió, dando comienzo el nuevo reto entre Favila y Bristes. Aquél demostró la misma destreza que en el combate anterior, y, aunque más cansado, no le costó derrotar al calumniador. Esta vez, temiendo el reproche del rey, le dio la oportunidad de retractarse de sus palabras.

¡Confiesa, maldito!. ¡Di que tus acusaciones son falsas!.

Pero el derrotado caballero, por orgullo propio, no lo hizo, decapitándole el duque sin que el rey pudiera reprocharle nada. Por el contrario, no tuvieron más remedio éste y los jueces que liberar a doña Luz libre de acusaciones, y ésta, abrazando a su amado, se retiró con él para curarle las heridas.

Mientras tanto había llegado Gafreses a Toledo, que oyendo lo que podría ocurrirle a su sobrina se dirigió a la ciudad. Llegó tarde para defender el honor de su familiar, pero por fortuna Favila ya lo había hecho bastante bien. Reuniéndose con ellos les instó a casarse rápidamente para evitar que en lo sucesivo se volvieran a repetir idénticas sucesiones, acudiendo personalmente ante la presencia del rey y solicitándole permiso para celebrar el casorio. De mala gana concedió la autorización el monarca, que veía de esta manera esfumarse definitivamente todas sus posibilidades de venganza. Así, y ya sin nada que temer, la enamorada pareja pudo unirse en matrimonio ese mismo día.

Pese a ello Gafreses notó en los ojos de su sobrina la huella de una profunda tristeza, y extrañado le preguntó:

-¿Qué te ocurre, Luz?. ¿Es que no eres feliz?.

Claro que lo soy, tío. Pero más lo sería si tuviese a mi hijo a mi lado. Verás, no se lo he contado a nadie, pero hace meses que alumbré a un retoño que me vi obligada a abandonar, pues de no haberlo hecho el rey me lo hubiera arrebatado y posiblemente dado muerte. No sabía cuál era la mejor manera de protegerle, y le deposité en el Tajo dentro de un arca para que la providencia velara por él. No sé que habrá sido de su vida.

Quedó, sorprendido Gafreses, al comprender que el hijo de su sobrina era aquél que tiempo atrás había rescatado de las aguas del río. Así se lo hizo saber a doña Luz, haciendo que el niño fuera recogido y entregado a sus padres, que lo recibieron con una alegría inimaginable, viviendo desde aquel día los tres felices y gozosos.

El tiempo pasó, y aquel afortunado niño, llamado Pelayo, se convirtió en un glorioso caballero. Concretamente en el afamado caudillo fundador del reino de Asturias, protagonista de las más importantes victorias frente al invasor musulmán.

Sobre relato de Vicente García de Diego: “Antología de leyendas de la literatura universal”. Ed. Labor 1955

El último arriano

Corría el año 610 de nuestra era cuando en Toledo existían acaloradas discusiones entre católicos y arrianos. Ya hacía varios años que el rey Recaredo había oficializado el catolicismo como religión del reino. Pero ahora, llegado al trono Viterico, se proponía reinstaurar de nuevo el arrianismo. Por eso los cristianos censuraban la intención del monarca, aportando importantes razones que iban en beneficio de la cultura y del bienestar del pueblo godo. Los partidarios del arrianismo, por su parte, elogiaban las radicales medidas del monarca, mostrando descaro e insolencia. Pero afortunadamente éstos últimos eran los menos, pues la sociedad visigoda había comprobado en los últimos años las excelencias del catolicismo, y veía en su líder al principal enemigo del reino.

Witerico, rey de los Visigodos (Museo del Prado), por Benito Soriano Murillo

Las referidas discusiones se desarrollaban primero en los palacios de los nobles godos, directamente descendientes de Recaredo, pero con el tiempo se extendieron a las calles, plazas y mercados.

Conociendo Viterico el peligro de su impopularidad, se esforzaba en mantener satisfecha a la guardia real, temiendo ser algún día el blanco de las iras públicas. Pese a ello no había abandonado su vida libertina, ocupado en acudir a numerosas fiestas y en relacionarse con mujeres de dudosa reputación.

El descontento popular creció ante esta conducta licenciosa y frívola, y los nobles y vasallos comentaban persistentemente la necesidad de eliminar al miserable Viterico por el bien del reino.

La ocasión se presentó en uno de los numerosos banquetes que el arriano organizó en los salones de su palacio. A él estaban invitados todos los miembros de la nobleza toledana, que, como ya dijimos, hacía tiempo que detestaban al rey. Reunidos todos los comensales, y presidido el banquete por el propio rey, transcurrió el convite sin incidencias. Pero finalizado éste, y de improviso, numerosos nobles acompañados por sus sirvientes rodearon al sorprendido Viterico, que inmediatamente después moriría acribillado a puñaladas. Nada pudieron hacer los escasos vasallos fieles al rey, que con estupor habían presenciado todo lo ocurrido.

Los nobles, acto seguido, entregaron el cadáver al pueblo, que lo arrastró por todas las calles de la ciudad para después enterrarlo en un lujar alejado y que se desconoce.

Este fue el fin del último arriano.

Sobre relato de Juan Moraleda y Esteban

El Rey Wamba

En el año 672, poco después de fallecer el rey Recesvinto, se reunieron en Toledo todos los nobles del reino visigodo en unas conflictivas reuniones para proclamar nuevo soberano. El motivo del conflicto era que muchos de ellos se veían con derecho al trono, siendo solamente una la plaza vacante. Ninguno cedía en su empeño, por lo que aquellas reuniones se prolongaron durante largo tiempo. Cuando alguien propuso el nombre de Wamba todos callaron, pues era el único que no se había propuesto a sí mismo.

Wamba era conocido por todos. Sabían que era un anciano virtuoso en una época de libertinaje, trabajador entre holgazanes, humilde entre orgullosos. Todos eligieron unánimemente a Wamba, no porque realmente le quisieran como rey, sino porque veían más fácil destronar al anciano que salir elegidos en aquella asamblea.

Wamba, que hasta entonces no había dicho una sola palabra, dándose cuenta de las intenciones de todos los nobles, comenzó a hablar:

Queridos nobles: agradezco la confianza que depositáis en mí con tal nombramiento, pero no me considero apto para ocupar el trono, ya que mi edad es avanzada. Pienso que mis dominios ya son más que suficientes, pues son enormes los esfuerzos que debo realizar para mantener la prosperidad.

Entonces se levantó uno de los nobles, desenvainó su espada, y se la puso a Wamba ante el pecho, gritando con rabia:

Si no aceptas la corona, conocerás el sabor de mi acero!.

Y de esta manera, pocos días después, Wamba era coronado rey en la iglesia toledana de Santa María un 20 de octubre del 672.

Todavía no se había extinguido el eco de las fiestas siguientes a la coronación cuando llegó un mensajero a la ciudad regia portador de malas noticias; los vascones se habían sublevado. A nadie sorprendió tal noticia, pero sí la energía que el anciano Wamba exhibió al formar un fuerte ejército encabezado por él personalmente, mostrando así que aún le restaban sobradas fuerzas para soportar el peso de la corona. La campaña fue breve, llegando el monarca godo fácilmente a los Pirineos y atravesando toda la Vasconia.

No le dio tiempo al valiente Wamba a reponerse del fragor de esta empresa, ya que al poco tiempo le comunicaron el levantamiento de Hilderico, conde de Nines. Para colmo de males el conde Flavio Paulo, enviado por el rey para sofocar el levantamiento de Hilderico, se reveló proclamándose a sí mismo rey nada más cruzar los Pirineos.

No tuvo más remedio el legítimo rey, apenas repuesto, que partir personalmente a enfrentarse a los traidores, a quienes derrotó de manera rápida y contundente. Los desleales nobles fueron apresados para el resto de sus días, y una vez restablecida la calma el soberano pudo regresar a su capital.

Intranquilo y desconfiado por las sucesivas infidelidades no quiso Wamba entrar en Toledo de forma triunfal, sino que prefirió adelantarse a sus tropas para infiltrarse de incógnito entre sus súbditos. De esta manera no llevaría nuevas y desagradables sorpresas. Pero pronto el honrado rey pudo comprobar que la corrupción y el vicio eran constantes en sus nobles y súbditos. Los mismos males que habían propiciado la caída del imperio romano amenazaban ahora con hundir el visigodo, antes tan fuerte y austero. El pueblo que gobernaba vivía despreocupado de sus obligaciones, entregados por completo a las apuestas en los espectáculos del Circo y los excesos. Mientras, las clases más humildes vivían hundidas en el hambre y la miseria. Wamba ya había podido ver suficiente por sí mismo.

Ahora sí. El monarca efectuó su entrada triunfal en Toledo conociendo a la perfección los puntos débiles de su reino. Por ello convocó un concilio para aprobar nuevas leyes. Su principal objetivo era recuperar la honradez que había caracterizado a su pueblo anteriormente. Comprendiendo lo complicado del momento, dado que se habían registrado sucesivas invasiones, su primer esfuerzo se centró en reforzar el ejército, implantando severas condenas para los que cometieran delito de traición. Pretendiendo fortalecer la defensa de la ciudad ordenó reconstruir la deshecha muralla, y como el material escaseaba ordenó tomar el Circo como cantera. De paso evitaba la repetición de los bochornosos espectáculos que se venían celebrando allí frecuentemente. Todas las ciudades regidas por Wamba comenzaron un período de prosperidad. Se mejoraron los accesos y las infraestructuras, se potenció la agricultura y las cosechas mejoraron notablemente. No había duda que el impulso dado por Wamba contribuyó a la mejora del reinado visigodo. Incluso la primera vez que los musulmanes invadieron la Península fueron expulsados con relativa facilidad.

Sin embargo muchos de los ambiciosos nobles no olvidaban el propósito con el que habían coronado al aparentemente frágil Wamba, e, impacientes, aguardaban la ocasión propicia para destronar al anciano y arrebatarle su corona. Pero esta ocasión parecía no llegar, dado el gran cariño que el pueblo mostraba a su soberano.

Era el año 680, y después de ocho años de un próspero mandato se habían disipado todos los temores de una posible rebelión. Quizás por ello la traición interna pilló desprevenido al honrado rey. Ervigio, noble que gozaba de la confianza de Wamba, urdió un malévolo plan para destronar al rey sin tener que matarle, pues este supuesto podría suponer ganarse la enemistad del pueblo. El plan consistió en administrar al viejo monarca un narcótico, haciéndole creer después que se estaba muriendo. Una vez conseguido el engaño le afeitó, cortó el pelo y vistió con hábito de penitente.

Juan Antonio Ribera – Wamba renunciando a la corona, 1819

De esta guisa lo presentó ante el pueblo, asegurándoles que Wamba había enloquecido e indicando que no sería adecuado mantenerle al frente del pueblo visigodo. A partir de ese momento Ervigio se autoproclamó rey, y el pueblo aprobó con estruendosa ovación tal decisión, pues consideraban indigno que tal cargo fuera ocupado por el demente Wamba. Y aunque a éste pronto se le pasó en breve el efecto del narcótico no pudo recuperar su trono, ya que el pueblo había aprobado su destitución. Esta es la manera en que el ingrato pueblo godo mostró su agradecimiento a un ser humano que, sin desearlo, recibió un reino corrompido y lo hizo prosperar.

El amargor de lo sucedido hizo enfermar realmente a Wamba, que al poco tiempo moría en el monasterio de Pampliega. Pero sin duda Dios recibiría con cariño en su reino a un nuevo súbdito que había sabido ser un gran rey.

Sobre relato de Antonio Delgado: “Leyendas de la Ciudad del Tajo”, Toledo 1946

El Pañuelo Ensangrentado

Cuando Toledo era la principal joya de la corona visigoda, dialogaban acaloradamente en la fortaleza real, ubicada en el mismo lugar que hoy preside el Alcázar, la reina Clotilde y el rey Amalarico. Ella era una prudente dama, hermana de cuatro reyes galos, casada con el visigodo para unir almas y reinos. Por todos sus vasallos querida y sin ningún enemigo declarado. Él, en cambio, era un orgulloso monarca engreído y ególatra. Nada le preocupaba más que mantener sus posesiones y humillar a sus numerosos enemigos. Pero si hay algo que diferenciaba a ambos, además de su carácter y el afecto recibido de sus vasallos, era su credo, pues ella era devota católica, mientras él era fiel al arrianismo. Ese era el motivo de la intensa disputa, pues la ingenua Clotilde pretendía convertir a su orgulloso esposo al catolicismo.

¡Yo soy el rey –gritaba Amalarico encolerizado-, y todavía no ha nacido ser humano que pueda gobernar mis ideas!.

Pero esposo mío –respondió ella, manteniendo en cambio la serenidad-, ya son numerosos los súbditos de tu reino que han reconocido al catolicismo como la única religión verdadera. Y mis cuatro hermanos, que son tan reyes como tú, ya hace tiempo que lo abrazaron. ¿Por qué no lo meditas y haces como ellos?.

Retrato imaginario de Amalarico († 532), rey de los Visigodos e hijo del rey Alarico II y de la reina Teodegonda. Leopoldo Sánchez del Bierzo

A lo que contestó el monarca herido en su orgullo, que era lo que más le dolía:

¡En mi reino decido yo, y nada me importa lo que haga ningún rey extranjero al que no temo!.

Y Clotilde, sacando una pequeña cruz que llevaba oculta en su pecho, se la muestra a su esposo respondiendo:

No temas a los reyes terrenales si quieres. Pero teme a éste, que es el único rey verdadero.

Ahora sí que estaba gravemente herido el orgullo del soberbio godo, que abalanzándose violentamente contra su esposa gritaba intentando arrebatarle la cruz:

¡Tira eso inmediatamente!.

¡Jamás! –responde la devota dama protegiendo la preciada cruz-. ¡Antes muerta!.

Amalarico, fuera de control, golpeó sin piedad el rostro de su esposa, brotando al punto tal cantidad de sangre que, a duras penas, tuvo suficiente para enjugarla con su fino pañuelo de seda. Después, sin mostrar síntomas de arrepentimiento, abandonó la estancia dando un fuerte portazo tras de sí. A los pocos instantes penetró en la habitación Watario, aquel capitán galo, clandestino enamorado de Clotilde, al que sus hermanos habían asignado como escolta por su nobleza y fidelidad. Preocupado por el alboroto acudió presuroso a la cámara de su señora, y al verla arrodillada y con el pañuelo ensangrentado, exclama:

Majestad, ¿quién se ha atrevido a alzar la mano contra vos?.

Respondiendo ella:

Te equivocas.

¿Entonces por qué se adivina la marca de cinco indignos dedos en vuestro rostro?. Decidme quién ha sido el culpable, que vuestros hermanos han de tener conocimiento.

Ya te he dicho que te equivocas, y no podrás probarlo.

El fiel vasallo, con un rápido movimiento, le arrebata a su señora el ensangrentado pañuelo, arrodillándose ante ella.

Os ruego que me disculpéis por mi irreverencia, pero esta prueba me será necesaria para confirmar mis palabras. Me encomendaron la misión de velar por vuestra integridad y honor, y cumpliré dicha misión. Ahora sólo me resta despedirme de vos, pues he de partir inmediatamente en busca de los vuestros.

Han pasado apenas unas semanas de lo referido anteriormente, cuando el ególatra Amalarico recibe en su palacio la visita de un mensajero. Éste, que no es otro que Watario, tras hacer una no sentida reverencia, le entrega un pergamino en el que se lee:

‹‹Hacia Toledo se dirigen cuatro galos, unidos por su sangre y por la afrenta de verla derramada por vos. El objetivo de su visita no es otro que vengar la sangre vertida, marcando en el rostro del infame Amalarico cuatro señales, una por hermano››.

Se enoja el impetuoso godo, y raudo reúne los mejores hombres de su ejército para salir a cortar el avance enemigo. Junto a él cabalgan Watario y Teudis, siendo la peor escolta que pudiera llevar el rey godo. Todos sabemos los sentimientos de Watario hacia la reina, y por tanto la aversión hacia su infame marido. Pero no queda rezagado el odio de Teudis hacia Amalarico, pues aquél era el principal candidato a ocupar el trono visigodo. Por ello resulta fácilmente comprensible la estrepitosa derrota sufrida contra las huestes galas, viéndose obligado el líder hispano a emprender veloz retirada, en un intento desesperado por salvar su vida y parte de sus riquezas.

En esta tesitura lo encontró Teudis, recorriendo exasperadamente su palacio de un extremo a otro. Al verlo cruzar la puerta, le dice:

¡Teudis, hay que huir!. ¡Rápido, ayúdame y llevemos cuantas riquezas nos sea posible salvar junto a nuestras cabezas!.

Así sea, señor –responde éste-. Pero tengo un amigo entre los galos que podrá ayudarnos. Voy en su busca.

Y abandona Teudis el palacio en busca de Watario, que se encuentra esperándole en las afueras de la ciudad, llegando enseguida junto a él.

El miserable se encuentra en su palacio preparándose para huir.

No necesitó Watario oír más. Veloz se subió sobre su corcel, dirigiéndose al campamento galo donde informó a los hermanos de Clotilde de lo que estaba sucediendo.

Pocos instantes después, irrumpía Teudis de nuevo en la estancia donde se encontraba un nervioso Amalarico.

Ya era hora, Teudis. ¿Dónde demonios estabas?.

Pero enmudeció el rey al ver entrar tras el godo a Watario y los cuatro reyes galos. Childeberto, que era el mayor de ellos, le dice con desprecio:

-Ha llegado el momento de que paguéis la bofetada que disteis a una indefensa mujer. Y para que haya justicia sólo recibiréis una por cada ofendido.

Y dirigiéndose a sus hermanos, añade:

Mejor será que utilicemos los guanteletes de acero para que nuestras manos no se contaminen de tocar la inmundicia.

Se acerca el primero de ellos, y golpeando violentamente el rostro de Amalarico, afirma:

¡Aquí tenéis, cobarde, mi pago!.

Haciendo otro tanto el segundo hermano le golpea en el mismo lugar.

¡Tomad, que yo también soy generoso!.

El lado derecho del rostro del visigodo queda cubierto por la espesa sangre, que a borbotones brota de nariz, boca y oído. Llegando junto a él el tercero de los hermanos de Clotilde, añade:

No es justo que sólo se os pague la mitad –dice mientras le golpea en la mejilla izquierda-. ¡No dejemos que este lado quede sin su merecido!.

Childeberto, que ha observado atentamente lo hecho por sus hermanos, se pone pausadamente al lado del ensangrentado visigodo, que se tambalea apoyándose en la pared para no caerse, y agarrándole por los pelos, concluye:

Ya sólo os queda el pago del último plazo. ¡Tomad!.

Y golpea con tanta violencia el rostro del debilitado Amalarico que cae fulminado al suelo sin vida, envuelto en tanta sangre que hubieran hecho falta un centenar de pañuelos para enjugarla.

Finaliza el día, y los toledanos celebran que ya no es el miserable Amalarico quien lleva la corona, sino el traidor Teudis. Mientras, rumbo a tierras galas, se dirigen cuatro reyes, a quienes acompañan montados sobre un negro corcel Clotilde y el enamorado Watario.

Sobre relato de Federico Mendizábal: “Romancero de Leyenda” – Colección Hispania, Madrid 1964

Santa Leocadia

A principios del siglo IV d.C., siendo los romanos dueños de la ciudad de Toledo, trataron de frenar por todos los medios la incursión en ésta de la semilla del cristianismo, que poco a poco se estaba propagando por todo el imperio. Los ciudadanos de Toledo, que habían abrazado el cristianismo tiempo atrás, se resistieron a aquella imposición pretendida por los romanos, viéndose éstos obligados a dar parte al senado de Roma. Desde allí llegaron órdenes tajantes; o los ciudadanos toledanos reconocían la divinidad de los dioses romanos o sufrirían terribles tormentos. Para cumplir aquellas órdenes enviaron a Daciano, el cual no tardó en ejercer su atroz potestad.

Su primera víctima fue una tierna adolescente llamada Leocadia, que desde muy niña se había criado en el más puro cristianismo. Cansado de tratar por todos los medios imaginables de hacerla renegar de su fe, decidió encerrarla en una mazmorra y azotarla salvajemente hasta que cediera en sus ideas religiosas. Varias veces fue azotada la delicada Leocadia quedando más cerca del otro mundo que de éste, pero cuanta más violencia utilizaban con ella más se fortalecía su fe.

Desde que la tierna adolescente fue apresada, los ciudadanos toledanos no dejaron de rezar por ella, ya que en más de una ocasión oyeron de sus inocentes labios la doctrina de Jesucristo y se habían encariñado de ella. Posiblemente aquella tromba de súplicas fue escuchada por el Cielo, que ayudó a que se cumpliera la voluntad de Leocadia; poder morir por Jesucristo.

La aparición de santa Leocadia a san Ildefonso y el rey Recaredo, óleo sobre lienzo, 265 x 156 cm, Iglesia colegial de Santa María, Talavera de la Reina

Aquella noche los centinelas de la prisión donde se hallaba recluida la indefensa niña sintieron voces en su interior que no acertaban a comprender, quizás porque fueran coros de ángeles que bajaron para acompañar el alma de Leocadia hasta el Altísimo. Al día siguiente, con intención de comprobar lo que habían escuchado por la noche, acudieron a la mazmorra de la mártir encontrando sólo su cuerpo rígido.

Cuando el perverso enviado de Roma, Daciano, tuvo conocimiento del suceso, ordenó que el cadáver fuera arrojado, como era costumbre, detrás de un templo pagano en ruinas que en aquel tiempo existía en la vega junto al río. Y así se hizo. Los soldados imperiales tomaron sin la más mínima delicadeza el cuerpo flagelado de la frágil Leocadia, atándolo al vehículo destinado a este servicio, y la condujeron al lugar mencionado. Allí la arrojaron sin darla siquiera sepultura.

Los toledanos lloraron impotentes al ver el inhumano trato dado a su querida paisana, y se la hubieran arrancado de las manos a sus perversos portadores si no hubieran temido las más que seguras represalias posteriores. Ocultando sus sentimientos, obligándose a no llorar para no darles satisfacción a los romanos, acordaron reunirse aquella noche para dar digna sepultura a su paisana. Y así lo hicieron:

Apenas se ocultaron los últimos rayos de sol salieron los toledanos en gran número. La luna estaba oculta por negros y espesos nubarrones, circunstancia que aprovecharon los cristianos para no ser vistos. Cuando llegaron junto al cadáver de la virgen y mártir se arrodillaron junto a él, entonando rezos e implorando la pronta acogida de su alma en el Cielo. Después, abriendo una profunda losa, colocaron los restos de la Santa y los cubrieron con enormes piedras. Terminada esta obra los cristianos, que habían acudido por centenares, regresaron a la ciudad formando pequeños grupos para no generar sospechas.

A partir de aquel día comenzaron a rezar ante el lugar donde habían enterrado a aquella Santa joven, dedicando años más tarde una basílica a Santa Leocadia en aquel lugar, basílica que siglos más tarde sirvió como escenario a algunos de los más importantes Concilios.

Sobre relato de Juan Moraleda y Esteban: “Tradiciones de Toledo” (El Sepelio de una mártir). Menor Hermanos, 1888

Iglesia de Santa Leocadia en Toledo. Imagen de Yildori (Creative Commons)

Todavía hoy existe una parroquia con su nombre en el lugar donde nació Leocadia, y dentro de esta iglesia podemos ver la cueva donde asegura la tradición que hizo sus primeras oraciones.

Quisiera dejar también a continuación una versión sobre un pequeño fragmento del “Toledo en la Mano” de Sixto Ramón Parro, en el que narra la tradición sobre la aparición de Santa Leocadia.

LA APARICIÓN DE SANTA LEOCADIA

Cuando el 9 de diciembre de 306 los romanos martirizaron y asesinaron a la frágil santa toledana, como prohibían sus leyes enterrar a nadie dentro de poblado, la arrojaron en un despoblado cercano al río, donde después fue sepultada en secreto por los muchos cristianos que por entonces habitaban clandestinamente en la ciudad. Con los años cesó la persecución a que se veían sometidos los cristianos, y gracias a ello pudieron edificar libremente una pequeña ermita sobre el lugar que había servido de sepultura a la inocente mártir, ermita que con el paso de los años fue ampliada y convertida en la célebre basílica que sirvió de escenario a numerosos e importantes Concilios.

Era el 9 de diciembre de 666, aniversario de la muerte de la santa, cuando en la basílica de su nombre se celebraba uno de estos Concilios. A él asistían el arzobispo Ildefonso con su clero, el rey Recesvinto con su séquito, y gran cantidad de ciudadanos. Antes de comenzar la asamblea rezaron unos instantes ante la lápida bajo la cual suponía la tradición haber sido enterrada Leocadia, cuando ocurrió algo increíble.

La losa del sepulcro se levantó sin que interviniera mano humana, y en él se incorporó una hermosísima doncella que ante la presencia de todos dio las gracias al santo prelado, en nombre de la Virgen María, por la insistente defensa que había hecho de su perpetua virginidad. En mitad de la confusión producida por el maravilloso portento, entregó el rey al arzobispo su cuchillo, que con él cortó un pedazo del velo de santa Leocadia.

De esta manera supieron con certeza que aquella era la sepultura de la santa toledana, y, en recuerdo de aquel suceso, decidieron conservar el fragmento del velo y el cuchillo, reliquias que hoy en día permanecen en el Ochavo de la Catedral de Toledo.

(Sobre fragmento de Sixto Ramón Parro en “Toledo en la Mano”, Tomo I, pág. 610)

 

El asesinato de Baltasar Elisio de Medinilla

No goza de la merecida fama, a pesar de su valía literaria, el poeta toledano Baltasar Elisio de Medinilla. Nacido en el año 1585, en el seno de una reputada familia toledana, fue el primogénito del matrimonio entre Alonso de Medinilla y Ana Arrieta Barroso, quienes tuvieron después dos hijas más.

Baltasar se mostró siempre muy devoto y aficionado a la teología, y poseedor de una gran erudición. El año 1603 fue clave en la vida del poeta, ya que fue cuando conoció a su admirado Lope de Vega, quien se convirtió en un gran amigo suyo. De hecho Lope de Vega acudió frecuentemente a Medinilla para pedirle opinión en muchas de sus obras, y dedicándole alguna de sus mejores epístolas.

Busto de Baltasar Elisio de Medinilla en el Cigarral del Angel. Fotografía de Merce Blanco

La obra del poeta toledano está compuesta por poesía tanto en latín como en castellano, entre la que destaca “Versos a lo Divino”, una colección de poemas dedicados a la Virgen y a diferentes santos, que todavía se conserva manuscrita. También destaca un poema narrativo titulado “Descripción de Buenavista”, la conocida finca que tenía el Cardenal Bernardo de Sandoval y Rojas, y donde hoy se levanta un conocido hotel, y que por entonces era el escenario de academias literarias.

Para conocer más respecto al autor recomiendo la lectura del siguiente artículo, publicado en el año 1920 en el boletín de la Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo

Nueva luz sobre la familia del insigne poeta toledano BALTASAR ELISIO DE MEDINILLA, y particular sobre su muerte y matador

Pero a pesar del talento literario de Baltasar Elisio de Medinilla, el suceso por el que es más conocido es por su dramática muerte, producida en la Plaza de Santa Teresa de Jesús, junto a la Puerta del Cambrón, pero que fue un misterio durante bastantes años.

Placa en la Plaza de Santa Teresa de Jesús, recordando el lugar donde fue asesinado el poeta Baltasar Elisio de Medinilla.

Parece claro que su asesino no fue otro que Jerónimo de Andrada y Rivadeneira, señor de Olías. Pero existen un par de versiones diferentes sobre el motivo.

La primera afirma que Medinilla mantenía relaciones con una hermana de Andrada, que sería la heredera de todos los bienes de su abuelo. Jerónimo, tratando de evitar que dicha herencia cayera en manos de Medinilla le asesinó antes de que la mencionada relación acabase en matrimonio.

Otra versión asegura que Medinilla no mantenía ninguna relación con la hermana de Andrada, pero sí una buena amistad con Jerónimo. En este caso, viendo la intención de su amigo de asesinar a su hermana para hacerse con la herencia, intentó evitarlo interponiéndose entre ambos, y sufriendo la cuchillada mortal que acabo con su vida.

Sea cual sea la verdadera versión no fue hasta muchos años después cuando salió a la luz el nombre del asesino, posiblemente a causa de su posición social.

Ello dio lugar a muchos relatos y leyendas sobre el trágico fallecimiento del poeta toledano.

LA TRAGEDIA DE MORETO

La tarde del 30 de agosto del año 1620 subían por la vega con parsimonioso andar y viva charla los tres caballeros toledanos más afamados de la época: Baltasar de Medinilla, Agustín Moreto y Félix Lope de Vega. Este último iba haciendo las delicias de sus acompañantes leyéndoles cancioncillas que había compuesto satirizando a distintos personajes afamados del momento, dando lugar a sonoras carcajadas y animada conversación. De esta forma se encontraban cuando se acercó a ellos un mendigo harapiento solicitándoles una limosna

En un primer momento se hicieron los desentendidos los caballeros, pero fue tal la insistencia del pordiosero que Medinilla y Lope de Vega terminaron cediendo y entregándole unas pocas monedas. Moreto se quedó rezagado buscando la talega cuando el mendigo acercándose le susurró al oído:

-Conozco un secreto que estoy seguro que resulta de vuestro interés.

Don Agustín puso en la mano del pedigüeño un escudo de oro diciendo:

-No me digas. ¿Y qué es eso que piensas que puede interesarme?.

-Tal vez os interese saber que esta misma tarde ha llegado a Toledo don Rodrigo de Alvear, a quien creo que deseáis ver desde hace tiempo. Al toque de medianoche tiene cita con el arcediano al final de la cuesta del Carmen, justo donde comienza el “prado de los ahorcados”. Si os apostáis frente al farolillo le conoceréis por usar capa de seda, bastón en su mano izquierda y desnuda espada en la derecha.

Y sin mediar más palabra salió el mendigo corriendo dejando confuso a Moreto, así como a Medinilla y Vega, que todo lo habían presenciado pero nada habían oído. Intrigados preguntaron sobre lo sucedido a Moreto, pero éste sólo dio como respuesta:

-Nada de interés. Sólo son locuras de vagabundo.

Fatigados de su paseo por empinadas cuestas llegaron a Valmardón, donde don Agustín se despidió de sus amigos sin darles más detalles de su conversación con el pordiosero.

Cuando Moreto entra en su morada se dirige a su escritorio nervioso y jadeante, y de él extrae una carta amarillenta que besó emocionado.

-¡Pobre madre mía! –exclamó mientras se sentaba y abría el sobre, comenzando a leer con los ojos enrojecidos por la pena:

                ‹‹Querido hijo: desde hace tiempo me preguntas cuál es el motivo que ha causado tanto pesar durante mi existencia, y yo no he querido contártelo por no hacerte compartir mi sufrimiento. Ahora, que siento muy cercana mi muerte, quiero que sepas toda la verdad. Desde muy pequeño has observado cierta desconfianza de tu padre hacia mí que tal vez hirió tu corazón dudando de mi honor. No pienses, hijo mío, que hay algo de lo que deba arrepentirme. He aquí la causa de todo:

Siendo yo muy niña no tenía más amparo que el Cielo, pues fui huérfana y para vivir me vi obligada a trabajar en la compañía de farsantes de Toledo. Un día, ¡maldito día!, un caballero que se aprovechó de mi inocencia me pidió prestado para la representación un anillo que llevaba grabado mi nombre. Pero aquel anillo no me fue devuelto, pues fingió no poder quitárselo por su estrechez. No encontrábamos solución, y como él me pidió con tanto empeño la alhaja como recuerdo se la cedí no volviendo a saber de él por largo de tiempo.

Pasado un año conocí a tu padre en Valencia, y enamorados los dos nos casamos en breve. Siendo felices nos sonrió el amor durante mucho tiempo, hasta que Rodrigo Alvear, que así se llamaba el miserable, llegó un día he hizo crecer en tu padre la semilla de los celos mostrándole el anillo con mi nombre grabado.

Alvear fue tan miserable como yo inocente, y desde aquel día desapareció el cándido amor que tu padre sentía por mí, rompiéndose nuestra felicidad

Esa es, hijo mío, toda la verdad de mi pasado que tanto ha marcado mi vida.››

Con forzada calma el poeta guardó la carta enjugándose las lágrimas, y ciñéndose su espada salió a la calle.

En todas las torres y espadañas de la ciudad sonaban las campanas dando toque de ánimas, y todas las puertas se cerraban con violencia. Se acerca Moreto a la cuesta del Carmen embozado hasta las cejas, y se esconde junto a la puerta del arcediano espada en mano. No llevaba mucho tiempo cuando se abrió la puerta y apareció por ella una figura con capa oscura y largo bastón.

Moreto, sin mediar palabra, se abalanzó sobre la figura, huyendo en ella su templado acero. Después se oyó un golpe seco, a la vez que al suelo cayó pesadamente un cuerpo separado ya de su alma.

El poeta se inclino sobre su víctima buscando apresuradamente en sus rígidas manos la sortija de sus pesares que demostraría la honradez de su difunta madre. En aquel momento llegó la guardia.

-¡Por su majestad!. ¡Que nadie se mueva! –gritaron a la vez que Moreto emprendía veloz carrera de huida. Y como su morada no se hallaba lejos llegó pronto con pena y angustiado, pues si bien había tomado venganza no era don Agustín hombre malvado y sin conciencia.

En su casa le esperaba, como tantas otras veces, su amigo Lope de Vega para charlar sobre literatura. Moreto irrumpió en su casa nervioso y agitado, dándole rienda suelta a su dolor y disponiéndose a contarle a su amigo lo sucedido. Pero no había comenzado a contárselo cuando en la estancia entró precipitadamente un hombre pálido que decía con enredada lengua:

¡Don Lope!. ¡Don Agustín!. Perdonadme que os interrumpa de esta manera.

-¿Qué ocurre? –preguntó Lope de Vega-.

-¡Que en la puerta de mi señor, la que está en la cuesta del Carmen, acaban de darle muerta a Medinilla el poeta!.

-¡¡¡Dios mío!!! –exclamó don Agustín cayendo desmayado al suelo-.

Don Lope, al tratar de auxiliarle, vio con espanto que Moreto aún empuñaba en su diestra la espada ensangrentada que hundió imprudentemente por un grave e irreparable error en su amigo y maestro de hacer comedias.

(Sobre relato de Javier Soravilla)

 EL PRADO DE LOS AHORCADOS

Habían pasado unos pocos años, cuando lo narrado anteriormente ya había caído en el olvido. Agustín Moreto, a quien la justicia nunca pudo acusar del asesinato de su amigo Baltasar Medinilla, paseaba por la plaza de Zocodover junto a otros hidalgos. Ya no era el jovenzuelo que años atrás paseaba bromeando con sus amigos, y su porte actual mostraba mayor madurez y galantería.

Comenzó el cielo a cubrirse de grises nubes y a caer tímidas gotas de lluvia, haciendo que todos los paseantes se retiraran a ponerse bajo cubierto. Se disponía a hacer lo mismo don Agustín cuando un mendigo embozado en su mísera capa salió de los soportales del Arco de la Sangre, poniendo en manos del caballero una nota plegada, y sin mediar palabra desapareció precipitadamente por el mismo lugar que había venido.

Nuestro galán caballero no dio gran importancia al asunto, pero la lógica curiosidad hizo que se apresurara a abrir aquella nota que le había sido entregada de misteriosa manera. Una vez abierta pudo leer:

                ‹‹Si tenéis valor suficiente acudid esta medianoche al Prado de los Ahorcados.››

Quedó pensativo don Agustín al leer estas escuetas palabras creyéndose objeto de alguna burla, pero como no le faltaba valor decidió acudir a aquella cita tan misteriosa.

Y así lo hizo. Estaba cerca la hora indicada y el caballero, embozado en su capa, y empuñando con firmeza su espada, bajaba por la cuesta del Carmen, que desemboca directamente en el Prado de los Ahorcados.

Llegó enseguida a él, y mirando a su alrededor pudo comprobar que allí no había nadie.

-Que extraño… –murmuró-. Tal vez todavía no sea la hora.

En ese momento, como si el destino leyera la mente del caballero, doce campanadas indicaron que ya era medianoche.

Está claro –se dijo don Agustín a sí mismo-, que he sido objeto de burla. Lo mejor será que vuelva a casa.

Ya se disponía el poeta a emprender el camino de regreso cuando algo le hizo detenerse. Mirando a la horca vio que de ella colgaba un cadáver. Tal circunstancia disgustó sobremanera al caballero, pero se sentía incapaz de apartar sus ojos del cuerpo rígido del muerto.

Moreto, que era cristiano devoto, consideró que aquello era una alucinación causada por Satanás, pero por si no lo era descubrió su cabeza y comenzó a rezar una oración por el alma del ahorcado. Cuando terminó la oración levantó su mirada, que había puesto respetuosamente en tierra, y ve con estupor que el muerto comienza a moverse y extiende su brazo señalándole con el dedo.

Un escalofrío recorre el cuerpo del poeta, gotas de sudor frío brotan de su frente y se siente incapaz de apartar la vista del muerto, que no deja de señalarle retorciéndose.

Entonces vinieron a su mente recuerdos de hechos lejanos y ya casi olvidados. Recuerda que en el mismo sitio donde se encuentra en estos momentos dio muerte por una lamentable imprudencia a su amigo y también poeta Baltasar Elisio de Medinilla.

El mendigo que le entregó la nota, el lugar, la hora, la soledad… Todo coincide y todo se conjura para infundir terror hasta en el alma del más valiente. Don Agustín intentó leer de nuevo la nota que le había citado allí, pero cuando quiso hacerlo vio con asombro que el papel estaba en blanco. El ahorcado comenzó a dar sonoras carcajadas, y Moreto reconoce en él con espanto a su amigo Medinilla, que con los ojos enrojecidos le dice mientras le señala con el dedo:

-¡Fuiste tú!. ¡Tú me mataste!.

Al amanecer encontraron a Moreto en el suelo presa de un desmayo, y les costó mucho trabajo reconocerle, pues a causa del terror había envejecido varios años en una sola noche.

(Sobre relato de Fernando Aguilar Carmena)

Una noche toledana

A finales del siglo VIII de nuestra era, Tolaitola era gobernada por un joven consumido por los vicios llamado Jusuf ben-Amrú, que debía su privilegiada posición a la amistad que unía a su padre con el califa Al-Hakam. Al joven gobernador le venía grande su cargo, y vivía únicamente ocupado en sus placeres personales, haciendo raptar a inocentes doncellas que eran conducidas a su palacio y deshonradas impunemente. No mejoraba su actitud son los comerciantes y artesanos de Tolaitola, a los que les exigía impuestos abusivos castigándoles con crueles torturas si se demoraban en el pago. No había un sólo ciudadano que estuviera a favor del despótico mandato del cruel gobernador, pero nadie osaba alzar la más leve protesta, pues los pocos que lo habían hecho habían sido condenados a ejecución pública.

Los nobles toledanos se habían puesto de acuerdo en varias ocasiones, y enviado misivas al califa comunicándole su descontento y solicitando en vano la destitución de Jusuf, pues Al-Hakam nunca dio respuesta a las numerosas solicitudes.

El descontento popular era tan grande y manifiesto que no tardó en llegar el levantamiento de los toledanos. Familias deshonradas, comerciantes explotados y nobles traicionados unieron sus fuerzas en contra del tirano gobernador. Al frente de los sublevados estaba Muley, un respetado noble que había luchado en infinidad de batallas junto al padre de Jusuf. La rabia del pueblo era tan grande que en apenas unos minutos penetraron en el palacio y apresaron al tirano tras aniquilar a toda su guardia. Muley, que a pesar de todo sentía cariño hacia Jusuf debido a la amistad que se unía a su padre, se presentó enseguida en la sala donde se hallaba retenido el malvado joven, y cuando estuvo ante él le dijo:

Sabes, Jusuf, que te conozco desde hace muchos años y soy incapaz de hacerte daño. Por eso te ofrezco la posibilidad de vivir si abandonas Tolaitola con premura.

A lo que contestó el innoble gobernador:

Y tú sabes que no dudaré en volver a Tolaitola para tomar venganza con la sangre de los que han osado enfrentarse a mí.

En ese instante entraron en la sala todos aquellos que habían sufrido las crueldades de Jusuf, y sin que Muley pudiera hacer nada le dieron muerte allí mismo.

El gobierno de la ciudad fue ocupado provisionalmente por Muley, quien envió un mensaje al califa comunicándole lo ocurrido e instándole a nombrar nuevo gobernador. Esta vez la respuesta de Al-Hakam no se hizo esperar, y apenas unos días después llegó personalmente a Tolaitola acompañado del hombre que había elegido para ocupar el cargo vacante.

Los toledanos no daban crédito a lo que sus ojos veían. El hombre elegido para el puesto era Amrú, el padre de Jusuf, que el enterarse de lo ocurrido había rogado a su amigo Al-Hakam que le permitiera gobernar la ciudad para enmendar los errores de su hijo. El califa no pudo negarse a la petición de su amigo, además le consideraba sobradamente preparado para el cargo.

Habían pasado varios meses desde que Amrú se hiciera con el gobierno y la situación era completamente opuesta a la vivida con su hijo. El nuevo gobernador actuaba con una justicia ejemplar, entregado únicamente a los asuntos del palacio, y no tomaba una decisión importante sin haber consultado antes con sus súbditos. Pero en la mente del malvado Amrú anidaban insaciables deseos de venganza contra aquellos que habían acabado con la vida de su hijo, y sólo estaba esperando el momento más apropiado.

La preciada ocasión se presentó cuando Abderramán II, hijo de Al-Hakam, se presentó en la ciudad con cinco mil guerreros. Se dirigía a Zaragoza, pero hubo de detenerse una noche en Tolaitola para descansar. El gobernador toledano recibió al hijo de su amigo el califa con exquisita cordialidad. Le albergó en su palacio situado en el actual barrio de San Cristóbal y le ofreció una suculenta cena. Con tal excusa invitó a su palacio esa misma noche a lo más selecto de la nobleza toledana, quienes acudirían al banquete sin sospechar el trágico desenlace que les aguardaba.

Amrú situó en la entrada del palacio a varios de sus sirvientes, quienes recibían a los invitados con gran cortesía y cordialidad. Pero una vez que los invitados atravesaban la puerta eran agarrados por un grupo de guerreros, antiguos vasallos de Jusuf, para ser decapitados violentamente. El vengativo gobernador quiso contemplar personalmente todas las ejecuciones, y cuando vio rodar ante sus pies la cabeza del último invitado exclamó:

Hijo mío, puedes descansar en paz. ¡Tu muerte está vengada!.

Pero el macabro espectáculo todavía no había finalizado. Al amanecer Amrú hizo colgar a lo largo de las murallas de la ciudad las cabezas de los ejecutados, que en número superaban los cuatro centenares. En lugar destacado ordenó colocar la del noble Muley, antes compañero y amigo personal.

Abderramán, que había sido testigo de excepción de toda la cruel venganza, no se atrevió a tomar represalias contra Amrú, y cogiendo sus tropas partió de inmediato hacia Zaragoza.

Sobre relato de Juan Campos Payo en “Esto es Toledo”

La Peña del Moro

Corría el año 1084 de nuestra era cuando Tolaitola sufría un largo asedio cristiano que ya se prolongaba más de un lustro. A la cabeza de los sitiadores se hallaba el leonés Alfonso, aquél a quien siendo joven diera cobijo durante su destierro el monarca musulmán Al-Mamún. Gran amistad se fraguó entre sarraceno y cristiano durante el exilio toledano de este último, llegando incluso a prometer Alfonso que en caso de recuperar su trono de León no atacaría a su nuevo aliado. Pero ya había pasado tiempo desde aquello. Al-Mamún había muerto y su trono había sido ocupado por su segundo hijo, Al-Qadir, que carecía de las virtudes de las que gozaba su antecesor para gobernar una plaza tan importante. El cristiano, muerto Al-Mamún, consideró extinto su pacto, y se disponía a añadir Tolaitola a sus conquistas.

Todo parecía perdido para Al-Qadir, quien en su desesperación había solicitado el auxilio de soberanos de otras taifas sin que sus súplicas fueran escuchadas. Pero quiso la providencia que por aquellos días se hallara de visita en la ciudad Abul Walid, joven príncipe africano prometido con Sobeyha, la única hija de Al-Qadir. Abul, ansioso de ganar fama como guerrero y el respeto del padre de su amada, se presentó ante el monarca y se ofreció a viajar con premura a su tierra para reclutar un ejército con el que regresar a Tolaitola y hacer frente al cristiano. El monarca musulmán recibió con gozo tal ofrecimiento, pues la situación era insostenible y era cuestión de poco tiempo que el enemigo tomara la ciudad.

A los pocos días partía Abul, no sin antes preguntar a su anfitrión los recursos necesarios y despedirse de su amada. Ésta le despidió con lágrimas en los ojos, pues desde que se habían prometido no habían pasado un solo día sin verse y su amor era puro y verdadero.

No te entristezcas, Sobeyha, pues dentro de poco volveré a vuestro lado con los medios necesarios para salvar nuestra adorada Tolaitola –decía el joven príncipe acariciando con ternura el cabello negro azabache de la sarracena-.

No me entristece tu marcha –contestó Sobeyha-, pues sé que nuestro amor es auténtico y pronto regresarás a mi lado. Lo que me preocupa es el pensar que tal vez cuando lo hagas sea demasiado tarde.

No permitiré que eso ocurra –contestó Abul, y después de abrazar a su amada y despedirse de Al-Qadir subió a su caballo para perderse al poco tiempo en el horizonte-.

El tiempo pasaba inexorablemente y los cristianos continuaban arrasando la vega y sometiendo a los musulmanes a agobiante asedio, pero de Abul no existía ninguna noticia. Había pasado un año, y con él se habían desvanecido las esperanzas de los asediados. Había quien creía que Abul había sido capturado y asesinado por los soldados cristianos, e incluso quien pensaba que les había traicionado para unirse al ejército de Alfonso. En lo que todos coincidían era en afirmar que ya no regresaría, olvidando la palabra que había dado un año atrás.

Había sin embargo una persona que no compartía estas opiniones, pues en su corazón no había lugar para dudar de la promesa de su amado. Sobeyha, que era esa persona, vivía expectante a cuantos rumores llegaban sobre el posible retorno de su amado, pero una y otra vez sus ilusiones se veían rotas por la falsedad de las noticias. A consecuencia de las continuas desilusiones la pobre princesa enfermó gravemente, y una voz interior le gritaba que moriría sin volver a ver a su amado. Consumida por ello llegó un día en que la delicada flor no tuvo fuerzas para levantarse de su lecho.

La ciudad entera mostraba su preocupación. La pobre niña era muy querida, y su muerte podía presagiar la muerte de su pueblo. Su padre no pudo esconder sus sentimientos y lloró amargamente. Desde un principio los galenos auguraron la gravedad de la enfermedad, pero no conocían remedio contra ella. La voz de la dulce Sobeyha se debilitaba, su pulso se hacía más lento y su vida parecía escapar poco a poco.

Al-Qadir, consternado, preguntaba a los galenos:

¿Cuál es la enfermedad?.

Pero éstos silenciaban agachando la cabeza y declarándose impotentes para definirla. Y el pueblo, que conocía esto, murmuraba:

Alá se la lleva. Nos la arrebata porque todos vamos a perecer y quiere apartarla de este sufrimiento…

Un atardecer, uno más de esos que Sobeyha pensó que era su último ocaso, hizo llamar a su esclavo Abén, que había cuidado de ella desde que era niña, y con la voz debilitada por las escasas fuerzas que le restaban le dijo:

Me siento morir, Abén, y sé que apenas me quedan unas horas, pero antes quiero hacerte un encargo que sé que cumplirás por el cariño que siempre has mostrado a tu señora. Dentro de poco tiempo Tolaitola caerá en manos del ejército cristiano, y mi prometido vendrá a rescatarla cuando por desgracia ya será demasiado tarde. Te ruego que no acompañes a mi padre en su exilio, sino que te quedes muy cerca de Tolaitola, y cuando sepas que Abul está próximo salgas a su encuentro y le digas que no he dudado nunca de él, que he muerto porque no venía, pero que he muerto esperándole.

Así lo haré –contestó el esclavo que roto en lágrimas no paraba de besar las manos de su señora-.

Al día siguiente amaneció un día espléndido en la ciudad del Tajo. Los pájaros trinaban alegremente, las flores se mostraban en todo su colorido, y el aire se cargaba de dulces perfumes. Esta era la forma en que la naturaleza saludaba con amor el alma de la dulce joven, que se había unido a ella.

Poco tiempo después, el 25 de Mayo de 1085, llegó el terrible día tan temido por los habitantes de Tolaitola. Alfonso VI logra conquistar la ciudad y penetrar en ella entre los gritos entusiastas de los suyos, mientras que Al-Qadir logra huir hacia el Este acompañado por un puñado de caballeros de su séquito. El derrotado monarca, antes de perderse en el horizonte, vuelve su mirada para poder contemplar por última vez la ciudad donde se había criado y descansaban para siempre los restos de su padre y de su hija. Ahora Tolaitola había pasado a manos cristianas.

Apenas se habían asentado los de Alfonso VI en su nueva conquista cuando una inquietante noticia vino a apagar su reciente euforia. Desde África, y encabezadas por Abul, llegaban numerosas tropas que acudían para enfrentarse a los cristianos. Por causas ajenas a su voluntad el sarraceno se había demorado en la ayuda prometida, y es que cuando llegó a su tierra la encontró inmersa en guerras internas que hubo de sofocar primero. Además, una extraña enfermedad, de la que no se encontraba plenamente recuperado, le había postrado en cama durante varias semanas. Debilitado por la enfermedad, pero con las fuerzas que le daban los deseos de reencontrarse con su amada, se dirigía presuroso hacia Tolaitola ignorando la suerte que la ciudad había corrido.

Se hallaban cerca de su destino y el príncipe agareno arengaba a los suyos cuando ante ellos se presentó un joven esclavo. Se trataba de Abén, el fiel sirviente de Sobeyha, que salía al encuentro de los recién llegados para cumplir la última voluntad de su señora. Abul le reconoció al instante, y extrañado por su presencia se temió lo peor.

¿Qué haces aquí, Abén?. ¿Qué ha pasado?.

Señor, la desgracia se ha cernido sobre este lugar. Huid de aquí antes de que os alcance a vosotros también. Los que dejasteis como hombres libres ahora son esclavos. Tolaitola se ha rendido a los cristianos y el rey camina hacia Valencia con su séquito.

¿Se halla Sobeyha con ellos?.

Lo lamento, pero murió antes de la rendición. Posiblemente Alá se la llevara para apartarla de este sufrimiento. Antes de su muerte me dijo que debería venir a vuestro encuentro, pues estaba segura de que vendríais, y os dijera que murió por vuestra ausencia, pero que murió en vuestra espera.

Se hizo un incómodo silencio y Abul inclinó la cabeza. Dos gruesas lágrimas descendieron por sus tostadas mejillas y durante unos segundos nadie habló. Sólo los sollozos y lamentos del joven rompían el silencio, mientras que Abén, con los ojos vidriados, le miraba compasivamente. Cuando el guerrero pudo recuperarse del duro golpe sufrido, alzó la cabeza y dijo:

Si Sobeyha murió esperando que cumpliera mi promesa no la defraudaré. Prometí liberar la ciudad de los cristianos y así lo haré. Abén, quédate entre nosotros.

Os lo agradezco, pero cumplido el encargo de mi señora regresare a Tolaitola para velar el lugar donde duerme su último sueño. Que Alá os guíe en vuestra empresa.

Y Abén se marchó sin que nadie se lo impidiera. Cuando Abul se recuperó de la tristeza que le embargaba dio orden a los suyos de reanudar la marcha, que en pocas horas les llevó hasta el valle toledano. Una vez allí, e instalado su campamento, Abul se subió a una roca desde la que se dominaba todo el paisaje, y dirigiéndose a sus hombres gritó con voz potente:

Llegamos tarde, pues la ciudad ya ha caído en manos de los cristianos, pero existe dentro de ella una población valiente que nos apoyará en nuestra lucha. Lucharemos por derrotar al cristiano y recobrar lo que es nuestro, pero si alguno de vosotros duda de esta empresa le doy libertad para marcharse. ¡Os juro por el nombre de Alá que no me moveré de aquí hasta que Tolaitola caiga de nuevo en nuestras manos!.

Los soldados musulmanes respondieron a estas palabras con exaltados vítores, ya que desde el momento en que dieron vista a la ciudad quedaron prendados de su grandiosidad y querían recuperarla a toda costa.

La roca desde la que Abul arengó a los suyos se convirtió en su lugar favorito para planear la reconquista, pues desde ella podía controlar con un solo golpe de vista toda la población. Largas horas pasaba allí el sarraceno, cuya silueta infundía verdadero terror a los cristianos, que no se atrevían a abandonar la ciudad por miedo a sus sitiadores. Éstos, pacientemente, esperaban la ocasión propicia para cruzar el río y caer sobre sus enemigos ayudados por los moros de la ciudad.

Pero he aquí que cierta noche, Rodrigo Díaz de Vivar, que se encontraba al mando de la ciudad al no hallarse en ella Alfonso VI, ideó un plan para mermar las fuerzas de los sitiadores. Aprovechando la oscuridad de la noche, y en ausencia de luna, cruzó el Tajo con un nutrido grupo de voluntarios dirigiéndose al campamento de Abul. Llegados allí sembraron el desorden y se retiraron sin sufrir pérdida alguna. Los musulmanes, desconcertados por el ataque sorpresa, comenzaron a luchar entre sí, permaneciendo de esta manera hasta que las primeras luces del amanecer les hicieran percatarse de su error. Intentando rehacerse comprueban con espanto que su líder no se halla entre ellos, y al poco una voz da la alarma. Abul se encontraba sobre la roca en la que tantas horas había pasado, con una flecha atravesada en el pecho y el rostro desencajado por el dolor.

Muerto su caudillo se reúnen los oficiales más veteranos del ejército, y unánimemente deciden emprender la retirada al haber sufrido cuantiosas bajas. Como Abul les manifestó su voluntad de no moverse de allí sin recuperar la ciudad, optaron por enterrar su cuerpo bajo la roca que tanto le gustaba, y de aquella forma durmiera la eternidad mirando hacia el lugar donde lo hacía su amada.

Asegura la tradición que, después de la partida del ejército africano, el alma de Abul salía todas las noches de la sepultura y se sentaba sobre la roca para no dejar de contemplar la ciudad de su amada, regresando a su tumba con el alba. Una noche, cerca ya del amanecer, se arrodilló suplicándole a Alá que le permitiera permanecer allí también durante el día. Y Alá, al verle tan desdichado, le concedió su petición convirtiéndole en piedra. Allí está desde entonces desafiando el paso de los siglos y deplorando la muerte de Sobeyha.

Prueba de ello es la existencia, bajo la peña que los toledanos llamamos “del Moro”, de varios peñascos, unos sobre otros, que asemejan la cabeza de un hombre ceñida por un turbante. Sin duda alguna aquella es la imagen de Abul Walid, que a pesar del paso de los siglos todavía permanece allí contemplando la ciudad donde perdió la vida y entregó su corazón.

Sobre relato de Eugenio de Olavarría y Huarte en “Tradiciones de Toledo”

La Rosa de la Pasión

Cuenta Gustavo Adolfo Bécquer, en una de sus leyendas más conocidas, que durante la época en que la enemistad entre cristianos y judíos era más intensa vivía en una de las callejas más recónditas y escondidas de Toledo un viejo judío llamado Daniel Leví. Leví era bien conocido por todos, no sólo por la enorme riqueza que atesoraba, sino por su especial odio y saña contra los cristianos y todo lo que pudiera estar relacionado con ellos. Ya hemos dicho que tenía una inmensa fortuna, pero en cambio se pasaba todo el día entretenido en elaborar pulseras y cadenillas con las que luego negociaba. Junto a él vivía Sara, su única y joven hija, una bella judía pretendida por casi todos los jóvenes de su religión.

He aquí que cierto día, un joven enojado por sufrir los constantes rechazos de Sara, acudió a casa de Leví, que se hallaba inmerso en su labor artesanal. Acercándose a él le dijo:

¿Tienes conocimiento, Daniel, de que entre nuestros hermanos hay habladurías sobre tu hija?.

El viejo judío interrumpió bruscamente su labor, y levantó la mirada clavando sus ojos en los del recién llegado.

¿Y qué es lo que dicen esas habladurías?.

Pues varias cosas, pero sobre todo que tu hija se ha enamorado de un cristiano.

Al decir estas palabras calló el despechado, pues conocía el odio que el anciano tenía a los fieles de Cristo. Leví, bajando la cabeza y continuando con su labor, respondió:

¿Y cómo sé yo que esos rumores no proceden de algún enemigo que pretende perjudicarnos a mí y a mi hija?.

Porque yo personalmente les he visto reunirse en tu propia casa mientras tú acudes a las reuniones secretas con los nuestros.

¡Je, je, je! –rió malvadamente Leví-. ¿Acaso crees que pueden engañarme?. ¿Piensas que un maldito cristiano puede arrebatarme a mi única alegría sin que yo me entere?.

¿Es que acaso lo sabías?.

Claro que lo sabía –dijo el viejo semita levantándose y dando una palmadita en la espalda al mensajero-. Lo sabía desde hace tiempo, pero rezaba a Yahvé para que no lo supiera nadie antes de que yo lo resolviera. Ahora que lo sabéis tomaré las medidas oportunas. Vete y avisa a nuestros hermanos para que podamos reunirnos esta noche en el lugar acostumbrado. Dentro de un par de horas yo estaré con ellos y resolveremos este desgraciado asunto.

Aquella noche de Viernes Santo reinaba un silencio total, roto solamente por los pasos de algún viandante que se perdía en las riberas del Tajo. Mientras, en el embarcadero, el dueño de una pequeña embarcación murmuraba entre dientes:

Barca de Pasaje en la actualidad, junto a la conocida como “Casa del Diamantista”

¡Malditos judíos!. ¿Qué tramarán hoy, que no dejan de utilizar mi barca estando tan cercano el puente?.

Estaba pensando esto cuando apareció Sara, a la que llevaba tiempo esperando. La joven judía había escuchado la conversación que tuvo su padre por la tarde, y llena de preocupación quería enterarse de lo que su padre planeaba. Subiéndose a la embarcación le preguntó al dueño:

¿Ha pasado ya mi padre?.

Hace tiempo que lo hizo.

¿Iba sólo?.

Sí, pero después han pasado tantos que ni contarlos he podido.

¿Y no sabe cuál es el motivo de su reunión?.

Lo desconozco por completo, pero creo que esperan a alguien. No sé a quién ni para qué, pero supongo que para nada bueno.

Sara, preocupada, comenzó a tener oscuros presentimientos.

¿Se habrá enterado mi padre de quién es mi amado y querrá vengarse de él? –pensaba la joven-. He de llegar cuanto antes y detenerles.

Cuando la barca llegó a la orilla Sara puso el pie en tierra nerviosamente, sacó unas cuantas monedas y se las entregó a su guía.

¿Podéis decirme cuál es el camino que toman?.

No lo sé, pues cuando llegan a la peña del Moro desaparecen por la izquierda. Sólo Satanás y ellos saben a dónde se dirigen.

Sara comenzó a ascender por un tortuoso camino observada por el barquero, quien la perdió de vista cuando llegó a lo alto del cerro.

Por entonces existían en aquel paraje los restos de un antiguo templo del que sólo quedaban en pie sus muros laterales, envueltos completamente por frondosas enredaderas. Sara se acercó, y comprobando que del ruinoso edificio salía luz se escondió detrás de uno de sus muros. Desde allí pudo observar que en el interior se hallaba su padre, con los ojos enrojecidos por la cólera. Junto a él un gran número de judíos que realizaban extraños ritos. Presidiendo la ceremonia se hallaba una gran cruz de madera rodeada por un círculo de fuego, mientras algunos de los asistentes tejían coronas de zarzas o afilaban grandes clavos. Sara recordó entonces que los cristianos habían acusado a los judíos de cometer horribles crímenes, acusación que ella consideraba una calumnia para desprestigiar a los de su raza. Pero ahora, delante de sus ojos, tenía las tenebrosas pruebas que demostraban la cruda realidad.

La decepcionada hebrea no pudo contener su indignación, y se presentó en la entrada del templo causando la sorpresa de todos los presentes. Su padre, enojado, se acercó a ella raudo:

¿Se puede saber a qué has venido tú aquí?.

Ella contestó sosegadamente.

Vengo a recriminaros lo indeseable de vuestro acto, y a advertiros que en vano esperáis, pues di aviso al cristiano que estáis aguardando para que no venga.

¡Sara! –gritó su padre poseído por la cólera-. Tú no has podido hacerme eso. No puede ser cierto que hayas traicionado a tu propia raza. Si es verdad cuanto dices, ¡tú ya no eres mi hija!.

Bien dices, pues he descubierto que tengo otro padre que me ama realmente. Se trata de aquel al que vosotros clavasteis injustamente en una cruz. Gracias a vosotros ahora soy cristiana, y me avergüenzo de mi origen.

Leví, fuera de sí, se abalanzó sobre su hija, y cogiéndola salvajemente de los cabellos la arrojó a los pies de la cruz. Después dijo a todos cuantos estaban a su alrededor:

Hemos venido a matar a un cristiano y así lo vamos a hacer. ¡Ahí la tenéis!. ¡Tomad venganza de esta infiel que ha traicionado a su raza!.

Al siguiente amanecer la vida continuaba con normalidad en la ciudad de Toledo. Las campanas tañían llamando a maitines, y los ciudadanos deambulaban por las calles como otro día cualquiera. Leví, como de costumbre, se afanaba en sus labores artesanales a la puerta de su casa.

Pero nunca más volvió a saberse de su inocente hija…

Dicen que años después encontraron entre los muros del ruinoso templo una flor desconocida en el paraje. Cavando entre los restos del templo, buscando el origen de aquel portento, hallaron el esqueleto de una joven mujer.

Nunca se supo realmente a quién pertenecía aquel cadáver, pero aquella flor hoy se ha hecho bastante común en la zona, y es conocida como “La Rosa de la Pasión”.