El Diablo Confesor

Don Ángel Arellano era un peculiar personaje de mísero aspecto, nariz aguileña, ojos oscuros y frondoso mostacho que tenía su morada en una lúgubre casona de la calle de San Pedro.

A pesar de su descuidado aspecto don Ángel era conocido en todo Toledo sobre todo por su generosidad, sabiduría, prudencia y paciencia a prueba de todas las adversidades de la vida.

Si en toda la ciudad era conocida la bondad de don Ángel también lo era la maldad de don Gonzalo, su único hijo. Eran innumerables las doncellas a las que el malvado Gonzalo había humillado con falsas promesas, numerosos los alguaciles que conocían sus andanzas, y cuantiosas las ocasiones en que sus fechorías habían finalizado en el calabozo. Calumnias alzadas contra inocentes mujeres, piadosas imágenes con bigotes pintarrajeados, roedores liberados para alboroto de ancianas beatas en su momento de mayor recogimiento, infamantes rótulos que un amanecer sí y otro también aparecían en las portadas de los conventos… Todo ello era obra de la malvada pero hábil mano de don Gonzalo, que sabía esconderse siempre astutamente de la acusación.

Confesionario en el Convento de San Clemente

Unos culpaban a su padre por no haber sabido educar a su hijo con férrea mano; otros a la justicia por no acabar de una vez por todas con las impertinencias del libertino joven. En lo que todos coincidían era en afirmar que el alma de don Gonzalo era posesión del diablo, y que gran parte de las riquezas del pobre don Ángel habían pasado a engrosar las arcas de la justicia a causa de los vandálicos actos de su hijo.

Una mañana de Jueves Santo don Ángel salió de su casa y acudió a la Catedral con el fin de cumplir piadosos deberes, buscando confesión y deseando pedir al confesor consejos para encauzar la conducta de su hijo, que tantos disgustos le estaba acarreando.

Por las naves del templo serpenteaban largas filas de devotos, que aguardaban con impaciencia su turno en los escasos confesionarios que se hallaban atendidos por sacerdotes. Pero la inminente celebración de los oficios propiciaría la suspensión de las confesiones.

Este hecho hizo titubear a don Ángel, pero alzando la vista advirtió que junto a la puerta del Perdón existía un confesionario vacío en el que creyó ver como se adentraba una figura vestida con sotana. Sin dudarlo un instante se acercó al confesionario y permaneció allí postrado durante varios minutos.

Cuando lo abandonó su rostro estaba pálido, gruesas gotas de sudor brotaban de su frente y su cuerpo temblaba.

Tras él, al ver que se hallaba ocupado el confesionario, ya se habían alineado numerosos fieles. Cuando se marchó don Ángel se acercó una mujer, que a los pocos segundos se volvió a los presentes diciendo con indignación:

¡Ver para creer!. Hay hombres que no respetan ni lo más sagrado. Nos ha engañado para reírse. ¡Que Dios le perdone!.

Dentro del confesionario no había nadie…

Al amanecer del Viernes Santo don Gonzalo fue asesinado en su lecho. Todas las pruebas acusaban claramente a su padre, pero éste se defendió argumentando que el confesor le había aconsejado quitar la vida a su hijo para evitar así que continuara con su libertina vida.

Acudieron presurosos los alguaciles a tomar declaración al supuesto sacerdote, y se encontraron con que el responsable de aquel confesionario se hallaba en cama desde hacía un mes a causa de unas extrañas y fuertes fiebres.

A ello se añadió la declaración de varios fieles que aseguraron haber sido engañados por don Ángel, haciéndoles creer que un confesionario vacío estaba siendo atendido por un sacerdote.

Don Ángel, que se mantenía firme en su palabra, fue encarcelado y ejecutado poco tiempo después.

A los pocos días del suceso corrió por toda la ciudad el rumor de que un empleado de la Catedral percibió un fuerte olor a azufre y otros aromas infernales mientras confesaba don Ángel. Encendiéndose las fantasías se extendió por Toledo la noticia de que el diablo en persona era quien había confesado a don Ángel para llevarse la pecadora alma de su hijo, y con ella la del padre que dejó de ser santa con aquel acto.

Para evitar más habladurías las autoridades catedralicias decidieron volver el confesionario contra el muro. Y así seguiría si no fuera porque manos imprudentes lo tornaron a su posición original, aún a pesar del riesgo que corre cada alma arrepentido que allí acuda en busca de consejo…

Sobre relato de Leopoldo Aguilar de Mera. Revista Toledo nº 152. 1920

El Pozo Amargo

Cuando en Tolaitola se aglutinaban las tres grandes religiones, existía un palacete en las proximidades de la Mezquita Mayor donde tenía su residencia Leví, uno de los judíos más ricos y conocidos de la ciudad. La fama de Leví no se debía exclusivamente a sus riquezas, sino también al odio manifiesto y desmesurado que sentía hacia los cristianos y todo lo relacionado con ellos. El judío era fanático de la ley de Moisés, y detestaba a los cristianos al considerarles los principales enemigos de su religión.

El Pozo Amargo en la actualidad

Pero dentro del corazón del hebreo existía un hueco para el más puro de los sentimientos. Ese hueco estaba ocupado por su hija Raquel, de sólo dieciséis años, que era el punto débil de Leví. Raquel se había criado únicamente con el amor paterno, pues su madre había fallecido al poco de su nacimiento, por lo que sólo conocía el amor de su padre que vivía por y para ella. Pero he aquí que la joven descubrió que en su corazón había espacio para otro sentimiento que ni siquiera había imaginado. Y es que poco tiempo atrás, cierto día de primavera, se había enamorado perdidamente de un caballero que paseaba frecuentemente bajo su ajimez. Raquel, que no guardaba secretos con su padre, no se atrevió a decírselo, posiblemente por temor a ser reprendida.

Apenas pasaron unas semanas de esto cuando llegó al palacio de Leví un viejo amigo de la familia, que había estado presente durante el nacimiento de Raquel y la amaba como si de su propia hija se tratara. Rubén, que así se llamaba el recién llegado, encontró a Leví inmerso en la lectura del Talmud, pero éste interrumpió su lectura cuando vio aparecer a su amigo.

¡Querido Rubén! –exclamó-. ¿Qué es lo que te trae por mi casa?.

Me temo, Leví –dijo-, que no soy portador de buenas noticias, pero prefiero decírtelo yo personalmente antes de que te enteres por otros medios.

Me estás asustando, viejo amigo. ¿De qué se trata?.

De tu hija.

¿De Raquel?.

Rubén asintió con la cabeza dudando si continuar, pero Leví preguntó con inquietud y el rostro desencajado:

¿Qué es lo que ocurre, Rubén?. ¿Qué pasa con mi hija?.

¿No has notado ningún cambio en ella últimamente?.

El excitado padre quedó pensativo, y enseguida contestó a la pregunta de Rubén.

Pues ahora que lo dices sí. Hace unas semanas que no es la misma. Se ha convertido en una mujer y parece no tener la misma confianza en mí que cuando era una niña. Apenas tiene apetito, y se pasa la mayor parte del día encerrada en su alcoba suspirando.

¿Y eso no te dice nada?.

Leví miró a su amigo, y sin saber qué contestar se encogió de hombros.

Yo te diré –continuó Rubén- qué es lo que le ocurre a tu hija. Se llama amor. Gracias a fuentes de toda confianza sé que Raquel está viéndose a escondidas con un joven del que dicen está enamorada.

Una cuchillada directamente en el corazón de Leví no le hubiera causado tanto daño como las palabras de su amigo. El protector padre todavía veía a su hija como una niña indefensa, y la idea de verla en brazos de otro hombre le rompió el corazón. Las palabras de Rubén podían ser más que probables, pues supondría una explicación razonable al repentino cambio en la conducta de Raquel. Tratando de no aparentar tristeza, y con un nudo en la garganta, contestó:

Pues si mi hija desea unir su vida a la de otro hombre no seré yo quien se oponga, pues Yahvé llenará el vacío que deje la ausencia de mi hija con la alegría de nietos que harán mi vejez más llevadera.

Según decía estas últimas palabras no pudo contener las lágrimas, porque sabía que jamás volvería a tener en su regazo a aquella niña que era toda su vida. Pero la felicidad de su hija estaba en juego, y la dicha de la niña estaba por encima de su egoísmo paternal. Pero Rubén, cuyo rostro había permanecido imperturbable, añadió:

No te he contado todo, pues aún te queda por conocer la parte más horrible.

El rostro de Leví volvió a desencajarse de nuevo, y sin fuerzas para hablar dirigió una mirada a Rubén, como si le rogara que continuase.

Me duele tener que decírtelo con franqueza, pero el hombre del que se ha enamorado tu hija no es digno de ella.

Leví, que apenas pudo hablar con un hilo de voz, preguntó de forma casi ininteligible:

¿De quién se trata?.

De un cristiano –contestó Rubén seca y enérgicamente-.

La tristeza del padre se tornó en una rabia contenida a duras penas, y entre exacerbados aspavientos comenzó a recorrer la habitación de un extremo a otro.

¡Un cristiano! –gritaba-. ¡Dime, Rubén, cuéntame todo lo que sepas!.

Realmente no es gran cosa lo que conozco. Dicen que por la noche, cuando se han apagado las luces de tu aposento, salta la tapia de tu palacio un joven adorador del crucificado. Una vez superada la tapia se dirige al pozo del jardín, donde al poco tiempo llega Raquel para reunirse con él durante largo tiempo. Cuando amenazan los primeros rayos de sol se funden en un apasionado abrazo, y después el joven se marcha por el mismo lugar que ha llegado.

¿Y qué más?.

Eso es todo cuanto sé.

Gracias Rubén, es suficiente. Hubiera dado todo cuanto tengo para no haber oído lo que me has contado, pero más vale conocer la verdad que vivir en mentira. Ahora siéntate junto a mí y escucha cómo voy a resolver este desafortunado asunto.

La noche era casi cerrada cuando Rubén abandonó el palacio despidiéndose afectuosamente de Leví. La puerta se cerró tras él con un golpe seco y un espeso manto de nubes ocultaba el firmamento. Una densa niebla comenzó a propagarse por el jardín de Leví, acompañada de un inquietante silencio que creaba un ambiente tenebroso, como presagio de algún funesto suceso. Aprovechando el refugio que facilitaba la niebla avanzaba una figura por el jardín, deteniéndose tras unos arbustos existentes junto al pozo. Era el viejo judío, quien alertado había decidido comprobar por sí mismo si era verdad cuanto le habían contado. Una vez en su escondite murmuró entre dientes:

Desde aquí veré llegar al infame que quiere arrebatarme a mi hija. Le daré su merecido y recuperaré el corazón de mi hija, que me acompañó en mis largas horas de soledad.

Apenas llevaba allí unos minutos cuando escuchó sonido de pasos que se acercaban tras la tapia. Al poco un joven saltó sobre ella y se dejó caer suavemente sobre el húmedo césped. Con paso firme y decidido se dirigió al lugar donde se hallaba oculto el viejo israelita. Cuando se hallaba a apenas un par de metros de Leví saltó éste sobre él, y comenzó entre ambos una lucha feroz y breve. Feroz porque los dos contendientes ponían todas sus energías, y breve porque un puñal de reluciente hoja penetró violentamente en uno de los cuerpos. Luego se oyó un débil lamento, y el joven amante cayó pesadamente a tierra.

¡Muere, perro cristiano!. ¡Vete allí donde no puedas entrometerte entre el amor de un padre con su hija!.

En esto se oyó el sonido de una puerta que se abría, y Leví, no queriendo ser descubierto por su hija, volvió a su escondite. La enamorada joven acudía ilusionada a reunirse con su amante, al que había oído saltar la tapia. Pero cuando llegó al lugar acostumbrado comprobó horrorizada que su amante clandestino yacía en el suelo con el puñal de su padre incrustado en el pecho. Comprendiéndolo todo dio un grito de terror, y se lanzó al suelo abrazando entre sollozos el cuerpo sin vida de aquel hombre que le había enseñado a amar.

Leví, que había visto conmovido la reacción de su hija, salió de su escondite y se acercó a la joven con intención de consolarla, pero ésta se levantó impulsivamente y dirigió a su padre una mirada llena de odio y rencor. No dijo una palabra, volvió a inclinarse sobre el cadáver de su enamorado y comenzó a dar sonoras carcajadas. La pobre niña había enloquecido a causa de la impresión.

Desde aquel día no volvió a sonreír la joven hebrea, cuya vida se volvió triste y solitaria. Acostumbraba a bajar al jardín todos los días a la misma hora en que se reunía con su amante desaparecido sin que nadie se lo impidiera, e inclinada sobre el pozo vertía en sus cristalinas aguas todas sus lágrimas. Una noche la desdichada joven no soportó más la amargura, y creyendo oír la voz de su amado en el fondo del pozo se arrojó al fondo para reunirse con él.

Al día siguiente los sirvientes de Leví rescataron del pozo, ya sin vida, el cuerpo de la desconsolada Raquel.

Ya no quedan restos de aquel palacio, pero sí el pozo al que los toledanos conocen hoy en día como “El pozo amargo”. Aseguran que sus aguas se volvieron así a causa de la cantidad de lágrimas que la infeliz judía derramó sobre ellas.

Sobre relato de Eugenio de Olavaría y Huarte en “Tradiciones del Toledo”. Ed. Zocodover.

 

Marcia y la Leyenda del Río

(Sobre relato de Antonio Delgado)

La historia narrada aconteció a mediados del siglo II d.C., cuando Toletum era una ciudad sometida al Imperio Romano y a sus costumbres. Aquellos días eran de grandes celebraciones, no en vano un hispano-romano había sido elegido para ocupar el trono, y los ciudadanos de su tierra se alegraban realmente. Las calles estaban bellamente engalanadas para la ocasión, la algarabía lo cubría todo y un inmenso gentío se dirigía hacia el Circo, donde se preparaba el plato fuerte de la fiesta.

El impresionante recinto estaba acostumbrado a cobijar eventos multitudinarios, pero en esta ocasión sus numerosas puertas eran insuficientes para dar rápido y fácil acceso a la densa multitud.

Ruinas actuales del Circo Romano

El espectáculo comienza con un desfile en el que participan todos los aurigas realizando ofrendas a los dioses, pretendiendo tal vez con ello lograr su beneplácito para las carreras. Entre todos los aurigas destacaba el joven Fulvio, cuya fama de invencible sólo era superada por la rapidez con que logró ascender, años atrás, en las legiones del César. Cansado de duras batallas, y licenciado con honores de héroe, había decidido establecerse en la imperial Toletum como profesor de equitación al servicio de Marcia.

Ésta era una joven patricia cuya fama se había extendido por todo el imperio por dos motivos: primero por su belleza sin par, y segundo por la enorme fortuna que había heredado de su padre, entre la que destacaban las cuadras repletas de caballos campeones. Cuando Marcia supo de la presencia de Fulvio en Toletum no dudó en buscarle para ponerle al frente de su cuadra, e incluso le regaló los cuatro espectaculares caballos blancos con los que Fulvio había ganado todas sus carreras.

Mientras los gladiadores se batían en la arena, Fulvio no podía ocultar su nerviosismo, pues en esta carrera se jugaba más de lo habitual. No sólo se había apostado sus caballos y sus escasos bienes, sino también su corazón, porque tras un corto período en las cuadras de Marcia se había enamorado de ella, y esta sólo le aceptaría si lograba vencer en la carrera. El joven auriga no lograba escapar de la presión a la que se encontraba sometido, sobre todo atormentado por el recuerdo de una escena ocurrida la noche anterior en la casa de la joven patricia. El motivo de su tormento fue la presencia esa noche de un antiguo amor de Marcia, que había llegado recientemente desde Roma.

Fulvio era capaz de controlar los caballos más rebeldes, pero era incapaz de controlar su propio corazón, dominado por los celos. A pesar de haber luchado en las más duras batallas no estaba acostumbrado a luchar por el amor de una mujer, por lo que ante ella se mostraba tímido y apocado.

Los más de quince mil espectadores rompieron en ensordecedor estruendo cuando las trompetas anunciaban el inicio de la carrera más importante, y sólo en ese momento logró nuestro joven héroe liberarse de sus atormentadores pensamientos. Todos los competidores se habían alineado en la salida, y el representante de Roma que dirigía los juegos dio la señal de salida. No tardó Fulvio en ponerse a la cabeza con sus cuatro corceles blancos, haciendo una demostración de su superioridad sobre el resto. Sólo habían transcurrido tres vueltas y el resto de cuadrigas se hallaban ya a una distancia considerable. Con poco que mantuviera el ritmo en las cuatro vueltas restantes sería el seguro vencedor de la carrera. Pero he aquí que, facilitado por su gran ventaja, pudo nuestro protagonista dirigir una mirada al palco que ocupaba habitualmente Marcia.

Una nube de ira nubló sus ojos, y un puñal de celos atravesó su corazón, cuando pudo comprobar que Marcia se hallaba acompañada de su antiguo amor, quien le cogía las manos, y sin prestar la más mínima atención a lo que ocurría en la arena. Cegado por la dura escena Fulvio perdió el control de sus caballos, y éstos a punto estuvieron de colisionar con la espiga central. Cuando se reincorporó a la carrera ya le habían sobrepasado media docena de cuadrigas, y difícilmente las hubiese alcanzado si no se hubieran visto envueltas en un accidente que ralentizó su marcha. La fortuna no quiso ser cruel dos veces el mismo día con el desdichado jinete, que logró de nuevo ponerse a la cabeza de la carrera.

Cuando se han cumplido seis vueltas, y sólo queda una para el final, Fulvio va en primer lugar seguido muy de cerca por otros aurigas, pues no logra poner en esta carrera la atención de otras ocasiones. Al llegar a la recta final y al pasar junto al palco de Marcia duda si mirar o no, y cuando se decide a hacerlo sus ojos se humedecen al comprobar que el palco se encuentra vacío, sin la presencia de su amada y el nuevo acompañante.

La carrera termina entre atronadoras ovaciones, y el vencedor es coronado con laurel atravesando la puerta triunfal. Pero esta vez no es Fulvio el coronado. Herido en el alma y hundido ni siquiera ha podido cruzar la meta, y se ha quedado detenido ante el palco de Marcia.

Despechado y arruinado el desdichado Fulvio no sabe que será de él. Ha perdido todo cuanto tenía, incluso después de lo ocurrido no se atrevía a pisar el suelo de la casa de Marcia, y el desengaño amoroso le ha calado tanto que se siente indefenso y sin fuerzas para rehacer su vida. Cabizbajo, abandona el Circo, sin conocer exactamente a donde dirigir sus pasos, lo único que desea es estar sólo para llorar sus penas.

Cuando va a cruzar el río se detiene en el puente, y apoyado en el pretil logra ver su triste reflejo en las cristalinas aguas. Mirando su imagen sobre las ondas de las tranquilas aguas comienza a pensar en lo que el destino le depara. ¿Qué hará ahora?. Sólo sabía manejar caballos, y se vería obligado a trabajar duramente para mantener una vida que no le resultaría agradable. Al contrario; su vida se convertiría en una carga insoportable. ¿No sería mejor acabar con ella?. Angustiado, optó el desdichado auriga por la más amarga decisión, y se subió al pretil dispuesto a poner fin a su vida en el fondo de las apacibles aguas. Pero he aquí que cuando tomaba impulso para saltar al caudaloso Tajo unas manos tiraron firmemente de él arrojándole al pavimento del puente.

Encorajinado se revolvió Fulvio, encontrándose cara a cara con un anciano, quien hubiera recibido su merecido del fracasado suicida a no ser por su avanzada edad. Enojado, le increpó:

-¿Por qué me entorpeces?. ¿Quién te has creído para entrometerte en asuntos ajenos?.

A lo que respondió prudentemente el anciano:

¿Acaso no es lícito detener al demente antes de que cometa desatinos?.

¡Yo no estoy loco! –respondió Fulvio-. He perdido todo cuanto tenía. Todo menos la vida. Y como a mí me pertenece, y no la deseo… ¡He decidido prescindir de ella!.

Está claro que sí estás loco –insistió el anciano-. ¿Acaso puedes demostrarme que tu vida te pertenece?. ¿Cuándo la has ganado o dónde la has comprado?. Mereces compasión y desprecio por tu cobardía.

Fulvio inclinó avergonzado la cabeza, pero pronto reaccionó dando un fuerte puñetazo en el pretil y exclamando:

Tú lo has dicho, soy un cobarde. No sé soportar la humillación de la derrota, y el único premio o castigo a mi falta de hombría será arrebatarme la vida a mí mismo. Pero he de advertirte que la única culpable de todos mis males es una mujer.

Si fueses honesto no culparías a nadie de tus males. Y si cometes la locura que tramas sólo servirá para que esa mujer se mofe de ti, creyéndose imprescindible para tu vida.

Esa mujer ha arruinado mi corazón, y las apuestas me han despojado de mi fortuna. Ya no me quedan fuerzas para rehacer ésta, y mucho menos ánimos para curar aquel.

Hablas como un chiquillo mimado. ¿No sabes que el mejor acero se fortalece a base de golpes, llegando a tener incluso mejor temple que el martillo que le golpeó?. Aprovechando el lugar donde nos encontramos voy a contarte la leyenda del río que corre bajo nuestros pies.

El anciano se recostó sobre el pretil, y comenzó su historia:

Hace millones de años nació en las altas montañas un torrente caudaloso que comenzó a trazar el camino de su existencia por los más dulces valles. Cruzaba con ambición extensas tierras tomando las aguas de cuantos arroyos encontraba a su paso. Pero cierto día una montaña se interpuso en su camino y ofendió su orgullo llamándole esclavo de los valles. El río quiso vengarse, y arremetiendo contra la montaña sólo pudo deshacerse en espumas mientras la roca se mofaba de él. Pero el río no cesó en su empeño. Rehizo sus fuerzas acumulando energía y arremetió violentamente contra su adversario. La colisión fue titánica y un potente estruendo pudo oírse en varias leguas a la redonda. La fuerza de las aguas era mayor que la de los truenos, y se oyó un grito de dolor lanzado por la montaña, mientras el río se apoderaba del peñón donde hoy se alza Toletum. En recuerdo de aquella hazaña el río recibió el nombre de Tajo, fortaleciendo con su espíritu las espadas que en él se bañan para recibir temple.

El anciano calló un instante, como queriendo extraer conclusiones a su propia historia, y al instante continuó, diciendo:

¿Por qué no sigues el ejemplo del río?. Has perdido esta carrera, pero eres insultantemente joven y te quedan muchas carreras en tu vida para poder ganar.

Tienes razón, desconocido amigo –recapacitó Fulvio-. Aún soy demasiado joven y me queda toda la vida por delante. Pero, ¿dónde?. No poseo nada, y sólo podré subsistir si me vendo como esclavo o pido limosna. Pero mi orgullo no acepta esto.

No es preciso que llegues hasta tal punto –le respondió el vetusto desconocido-. Cerca de aquí está la posada donde me albergo. Allí están las caballerías con las que comercio, y al amanecer partimos para Emérita Augusta. ¡Vente con nosotros!. Allí puedes recobrar tu fortuna corriendo en el Circo con mis caballos. ¡Ánimo, decídete!.

Fulvio miró por última vez las brillantes aguas del Tajo y se alejó del pretil. Después se colocó bien la arrugada toga y comenzó a caminar hacia la posada abrazado a su nuevo amigo.

Los sonoros pasos de los caminantes se fueron apagando lentamente, y cuando la silueta de ambos se perdió en el horizonte quedó solo el murmullo amenazante del río, surcando la sima que abrió muchos años atrás.

Sobre relato de: Delgado, Antonio: Leyendas de la ciudad del Tajo. Gómez Menor. Toledo, 1946.

El Adoquín blanco del Cristo de la Luz

En la subida del Cristo de la Luz, justo en la entrada de la mezquita del mismo nombre, podemos ver entre el adoquinado que conforma la empinada pendiente un adoquín blanco que destaca entre el resto. No existe prácticamente nadie en Toledo que no sepa cuál es el motivo de ese elemento diferente, y para ello nos basamos en varias de las más populares leyendas de la ciudad. La primera es tal vez la menos conocida, y que surgió probablemente por la inquina racial que años atrás existió en la mal llamada Ciudad de las Tres Culturas.

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Sirva esta primera leyenda para ponernos en precedentes.

EL CRISTO DE LA LUZ (I)

Que la mezquita del Cristo de la Luz es uno de los monumentos más antiguos y emblemáticos de Toledo es conocido por todos. Pero son pocos los que conocen la historia que tuvo como escenario la célebre aljama. Ocurrió cuando Toledo era una ciudad musulmana, y tanto cristianos como judíos se hallaban sometidos bajo el poder árabe. A pesar de esta circunstancia, entre ambos grupos existía una enemistad manifiesta, como prueba el presente relato.

Los tolerantes mahometanos permitieron a los numerosos cristianos residentes en Toledo mantener sus antiguos cultos. Para ello los cristianos habilitaron la parte trasera de la mezquita musulmana de Valmardón, reuniéndose en gran número allí todas las tardes adorando la imagen de un Crucificado. Tras las celebraciones litúrgicas besaban los pies de la imagen, y después se retiraban a sus casas con profundo fervor. Pero sucedió que cierto día un malvado judío se camufló entre los devotos cristianos con un perverso plan. Aparentando fervor se acerca a la imagen y unta sus pies con un potente veneno, deseando acabar con la vida del mayor número posible de cristianos.

Al poco tiempo entra en el templo una anciana que a duras penas puede tenerse en pie, y con gran dificultad se arrodilla ante la imagen del Cristo musitando una piadosa oración. El ruin judío, observando desde su rincón, se muerde las uñas aguardando con impaciencia ver cumplidas sus crueles intenciones. Por fin la anciana finaliza su oración, y levantándose costosamente se dirige a la imagen disponiéndose a besar sus pies como era costumbre. Pero en el momento en que la anciana acercó sus labios al Crucificado ocurrió un hecho inesperado que tanto la mujer como el judío vieron con desconcierto. ¡Cristo ha retirado el pie!. Todos los cristianos entran apresuradamente en el templo al oír las voces de la anciana, que entre lágrimas cae al suelo de rodillas dando gracias a Dios sin saber que había salvado la vida.

El judío, mientras tanto, aprieta sus dientes con rabia, viendo sus planes frustrados, pero no por ello se da por vencido. Pacientemente aguarda escondido a que la anciana y el resto de cristianos abandonen el templo, y cuando lo hacen se acerca a la imagen arrojándola salivazos. No contento con ello saca una afilada daga, y con toda su ira la descarga violentamente contra el Cristo. Un lamento ultraterreno y sobrecogedor es escuchado solamente por el hebreo, quien arranca el Crucificado con la intención de hacerlo desaparecer. Con la imagen oculta bajo sus ropajes sale del templo y emprende camino hacia su casa. Una vez allí cava una profunda fosa en el corral y lo entierra.

Al día siguiente, los desconcertados fieles, echan de menos la imagen de su devoción, pero llama su atención un reguero de sangre en el suelo. Siguiendo su rastro llegan hasta la casa del hebreo, y su sorpresa va en aumento cuando descubren un potente halo de luz procedente del corral. Intrigados comienzan a cavar en el lugar de donde procedía el deslumbrante resplandor, y con asombro e indignación descubren al poco tiempo la imagen del Cristo con la herida todavía sangrante. Irritados por el despiadado sacrilegio apresan al judío, apaleándole en público como escarmiento.

Temiendo por la integridad de la imagen de su devoción optaron por empotrarla en el muro trasero de la mezquita, encendiendo a su lado una lamparilla de aceite.

(Sobre relato de Pablo Gamarra)

No encontramos hasta ahora, en la anterior leyenda, una explicación al enigma del adoquín blanco del que estamos hablando. Explicación que sí vamos a encontrar en la referida a continuación, y que es sin duda la más conocida leyenda referida a la histórica mezquita.

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EL CRISTO DE LA LUZ (II)

Cuando Alfonso VI reconquista Toledo, el 25 de mayo de 1085, cruza la muralla y junto a su séquito encamina sus pasos al interior de la antigua joya sarracena para conocer sus nuevos dominios. Dejando atrás el Arrabal del Norte sube la empinada cuesta que conduce hasta la puerta de Valmardón, y tras cruzarla dan vista a la mezquita del mismo nombre. Allí se detienen un instante, comentando el monarca la belleza de tan pequeño templo a sus acompañantes, entre los que se encontraban Rodrigo Díaz de Vivar y don Bernardo, obispo de Palencia. Coinciden todos en el comentario del rey y se disponen a reanudar su marcha, pero he aquí que un hecho insólito imposibilitó sus intenciones. El caballo de Alfonso se ha arrodillado súbitamente, y lo mismo hacen al poco tiempo Babieca, el del Cid, así como el del obispo. En vano tratan de levantarlos para reanudar su marcha, pues cuando uno se pone en pie el otro se arrodilla. Desconcertados no saben que hacer, hasta que el prelado piensa que el sobrenatural hecho puede ser una señal divina procedente de aquel lugar. Así lo creyó también Alfonso, quien ordena hacer un minucioso registro del templo que dio rápido resultado.

Por una pequeña grieta existente entre dos piedras localizan un leve destello luminoso que carecía de explicación lógica, por lo que proceden a retirar las piedras y descubrir el misterio que encerraban. Una vez hecho, descubren con asombro que allí escondida se encontraba la imagen de un Crucificado, ahumada por una lamparilla que había permanecido junto a ella durante cuatro siglos sin que nadie la alimentase. Por tal motivo, y a partir de aquel día, la antigua mezquita musulmana es conocida como la del “Cristo de la Luz”.

Para recordar tal suceso, en el lugar en donde se arrodillaron los caballos, se colocó un adoquín blanco que permanece en la actualidad llamando la atención de todos los que desconocen este relato.

(Sobre relato de Pablo Gamarra)

Ya tenemos el motivo por el que, según la tradicional leyenda, nos encontramos con esta peculiar piedra blanca en la entrada de la Mezquita del Cristo de la Luz. Pero no acabaremos sin comentar otro relato más reciente, que se remonta a la época de la invasión de las tropas napoleónicas, referida también a tan singular elemento.

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EL CRISTO DE LA LUZ (III)

Hacía poco tiempo que las tropas napoleónicas habían invadido la Península cuando dos oficiales franceses hacían una inspección nocturna por las calles de Toledo. Por casualidad pasaron por delante de la mezquita del Cristo de la Luz, y sintieron curiosidad por saber lo que en aquel templo se guardaba y cuál era el significado de una piedra blanca que destacaba entre el resto de adoquines.

En ese momento pasaba por allí un niño que trataba de conseguir algún alimento para llevarse a su casa. Los franceses cogieron al pequeño con bruscos modales y le exigieron que diera respuesta a su curiosidad.

– ¡Respóndenos, maldito crío!. ¿Qué es este edificio y qué significa este adoquín blanco que resalta entre los demás?.

– Esta iglesia –contestó el asustado niño-, es donde el rey Alfonso VI encontró al Cristo de la Luz tras varios siglos oculto en la pared. Y esta piedra blanca es el lugar donde el caballo del rey se arrodilló al pasar por la puerta del templo.

El pequeño, revolviéndose nerviosamente tras dar respuesta a sus interrogadores, pudo escaparse hábilmente sin que éstos trataran de impedírselo. Los dos oficiales entablaron conversación pensando que nadie les escuchaba:

-¿Qué te parece lo que nos ha dicho el niño? –dijo uno de ellos-. En España todo es superstición.

– Hay que ver para creer cómo son estos dichosos españoles –repuso el otro-.

– Tenemos que acabar con todas estas cosas. Hay que imponer nuevas leyes, costumbres, creencias… ¡Todo!.

– Sí, pero no es tarea de pocos días.

– Se me está ocurriendo –dijo el primero-, que podemos empezar por arrancar esta piedra.

– Deberíamos hacerlo para demostrarles que estamos por encima de sus absurdas creencias –repuso el otro-.

Interrumpió entonces su conversación un toledano, envalentonado por los efectos del vino, que pasaba por allí. Navaja en mano y con los ojos desorbitados les gritó:

– ¡Arrancad del suelo esa piedra si tenéis valor!.

Y puesto en medio de la calle les mostraba amenazante su navaja. Los militares, entre incrédulos y burlones, se miraron entre sí desenvainando sus espadas. Entonces el toledano se acercó a ellos dispuesto a morir en defensa de la piedra que tanto valoraban sus paisanos. Los militares a una, aterrorizados por el valor de aquel hombre, salieron corriendo hasta perderse por las calles, dejando dueño de la calle al borracho que gritaba satisfecho:

– ¡Aquí esta y seguirá estando la piedra blanca del Cristo de la Luz!.

(Sobre relato de Juan Moraleda y Esteban)

 

El milagro del Greco

En la primavera de 1577 llega a Toledo uno de los mayores genios de la pintura universal; Doménico Theotocópuli “el Greco”. Este artista de origen cretense (de ahí su apodo), no viene a Toledo por azar, sino para trabajar en el retablo de Santo Domingo el Antiguo por encargo del deán de la Catedral, don Diego de Castilla. En dicho retablo el artista pinta diez lienzos, entre los que destaca el central; “La Asunción de la Virgen”. Tanto éxito tuvo el Greco con esta obra que ese mismo año el cabildo de la Catedral le encargó otro cuadro, finalizado dos años después, que contribuyo a enaltecer más la imagen del pintor; “El Expolio”. Pero la mente del genio estaba más pendiente de Madrid, donde pretendía trabajar como pintor al servicio de Felipe II, que de su supuesta estancia provisional en Toledo. Viendo frustrados sus deseos de triunfar en Madrid el artista se asienta definitivamente en Toledo, donde incluso mantiene una relación con una joven Jerónima de las Cuevas, con la que tendrá un hijo; Jorge Manuel.

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Pasados diez años desde su llegada a Toledo el Greco se convierte en un prestigioso artista al que acuden los cargos eclesiásticos más importantes de la ciudad para encargarle muchas de las obras que por entonces se hicieron en la ciudad del Tajo. Así le llegó el encargo de la que posiblemente es su obra maestra, “El Entierro del Conde de Orgaz”, que los toledamos tenemos la fortuna de poder visitar continuamente en la iglesia de Santo Tomé, y que a diario es visitada por cientos de turistas que acuden expresamente a contemplar una obra que es considerada de las más importantes de la historia de la pintura. El pintor era por entonces feligrés de la parroquia de Santo Tomé, al residir en unas viviendas cercanas propiedad el Marqués de Villena. El por entonces párroco de Santo Tomé, Andrés Núñez de Madrid, acude al cretense para encomendarle el trabajo de una obra que con el tiempo se convertiría en histórica.

Para hacernos una idea básica de lo que en el cuadro se representa, sirva el relato narrado a continuación:

EL MILAGRO DEL GRECO
(Sobre relato de Eugenio de Olavarría y Huarte)

El 23 de diciembre de 1323 fue un día desgraciado para Toledo. Por todas sus ensortijadas calles caminaba una multitud apesadumbrada camino de la iglesia de Santo Tomé. Pero en su rostro no se reflejaba la algarabía característica de los días festivos en que todo el mundo salía a la calle a formar parte del bullicio. Al contrario, en su rostro iba la huella de una profunda y triste preocupación. El motivo era el fallecimiento pocos días atrás de su querido paisano don Gonzalo Ruiz de Toledo.

Don Gonzalo era uno de los caballeros más ricos, nobles y venerables de Toledo. El caballero había sido bondadoso con sus vasallos y amigos, y también había sido fiel y ejemplar con los tres monarcas a los que sirvió. Retirado por la edad vivió sus últimos años de vida preocupándose por hacer el bien a su alrededor. Por eso, con la conciencia tranquila, le llegó serena la muerte al noble caballero.

Su cuerpo descansaba en la iglesia de Santo Tomé, edificada a sus expensas como las de San Agustín y San Esteban, santos de los que don Gonzalo era gran devoto. Sus parientes y amigos más allegados velaban su cuerpo hasta que llegara la hora en que había de recibir cristiana sepultura en el mismo templo, porque su humildad había querido que le enterrasen en aquel lugar y no en otro.

Las campanas de todas las iglesias tañían tristemente llorando tan desgraciada pérdida. En el cielo, en cambio, el sol brillaba y no se dejaba ver una sola nube, como si allá en lo alto todo fuera júbilo y alegría.

La multitud seguía acudiendo al templo en elevado número, siendo tantos que era imposible su entrada en él. La mayoría de los que se reunieron para dar su último adiós a don Gonzalo no tuvieron más remedio que hacerlo desde las calles cercanas. Cuando ya no quedaba un solo hueco en el templo, en las calles, en las ventanas, o en los balcones, la multitud quedó en un respetuoso silencio.

La campana de Santo Tomé continuaba repicando anunciando el momento solemne del enterramiento. Junto al inerte cuerpo del fallecido caballero se encontraba abierta la fosa preparada a recibir tan importante huésped. El coadjutor y el párroco se disponían a pronunciar las palabras con las que la religión católica despide el cuerpo del alma. Frente a ellos un pajecillo sostenía un hacha reflejándose la inocencia infantil en sus ojos. Dos caballeros de los más allegados de don Gonzalo se adelantaron para depositar su cuerpo en la sepultura…

Fue entonces cuando sucedió algo inexplicable. Sin saber de dónde vinieron ni cómo llegaron aparecieron dos personajes que sorprendieron a todos los concurrentes. Uno era un anciano con hábitos episcopales, mitra en la cabeza y larga barba blanca. El otro un joven apenas salido de la adolescencia y vestido de diácono. Apartando a los dos caballeros levantaron el cuerpo de don Gonzalo del suelo y lo depositaron delicadamente en la sepultura. Alguno de los asistentes reconoció en ellos a San Agustín y San Esteban tal y como los pintaron los primeros cristianos. Mientras terminaban de depositar el cuerpo en la sepultura se oyó una voz sobrenatural que decía:

-‹‹Tal galardón recibe quien a Dios y a sus santos sirve.››

Y sin que mediaran manos humanas comenzó la campana de la iglesia a cambiar su triste son por un glorioso repicar.

Todos los testigos de tan maravillosa escena quedaron paralizados, incapaces de hacer un solo movimiento o pronunciar palabra. Sólo pudieron alzar sus ojos a lo alto presenciando un espectáculo mucho más maravilloso. Vieron como si el techo del templo se hubiera levantado y el Cielo se hubiera abierto allí mismo. El alma de don Gonzalo se dirigía hacia lo alto, mientras la Virgen y Jesucristo le recibían con los brazos extendidos. Coros angelicales acompañaban armoniosamente el memorable momento.

Cuando la música cesó se cerró el Cielo y desaparecieron los Santos, cayendo todos de rodillas dando gracias a Dios. El gentío que se hallaba fuera también había sentido la grandeza del momento y se unía a las plegarias rezando y llorando. Rezaban por el fallecido caballero, y lloraban por sus propios pecados que tan bien habían podido ver a la luz deslumbrante del milagro.

Habían pasado casi tres siglos desde aquel memorable suceso y la tradición mantenía fresco su recuerdo en la mente de todos los toledanos. Por si era necesario quedaba en el templo la tumba de don Gonzalo, y sobre ella una lápida que recordaba a todos el acontecimiento, fiel narradora de lo sucedido.

Pero el párroco, don Andrés Núñez de Madrid, no estaba satisfecho con esto, ya que prefería una representación de la escena de la que el templo había sido escenario. Para ello buscó un pintor que fuera capaz de plasmar en el lienzo tal escena con un soplo de vida.

Por entonces vivía en Toledo un introvertido pintor llegado desde Creta llamado Doménico, pero más conocido por el sobrenombre de “el Greco”. Se conocía poco de él, pero los rumores decían que era un hombre extravagante, de fuerte carácter, y que siempre andaba en pleitos, molesto por los que le encargaban trabajos y pagaban a regañadientes. Pero si el hombre no era atrayente sí lo era el artista. Con sólo unas cuantas obras, como el famoso “Expolio” de la Catedral, logró cobrarse merecida fama en la ciudad.

A este pintor acudió el venerable párroco acordando enseguida el precio y el plazo para finalizar el cuadro. Inmediatamente comenzó el genio a trabajar en aquella obra poniendo en ella toda su fe católica y todo su amor de artista. Durante el largo período que duró su laboriosa tarea nadie pudo verle. Pero cuando por fin la acabó se fijó día para la exposición de la obra, y aquel día, como tres siglos atrás, el templo se volvió a llenar de gente.

Todos los descendientes de cuantos presenciaron el milagro trescientos años antes se agolpaban allí, así como los personajes más importantes de la ciudad. La campana repicaba invitando a todos a acercarse a ver el cuadro.

Cuando llegó el momento, el artista orgulloso de su trabajo, tiró del velo que cubría el cuadro, y a pesar de la escasa iluminación del templo resonó en él un grito de admiración de todos los asistentes. La escena que la tradición había conservado fielmente se plasmaba en el lienzo de una manera inimaginable. Allí estaban San Esteban y San Agustín sosteniendo el cuerpo de don Gonzalo, el sacerdote y su coadjutor, el pajecillo… Y en lo alto se abría el Cielo viéndose en él la escena del Juicio, y Cristo con su Madre, y la legión de coros angelicales…

La tradición se había hecho tangible y se ofrecía a la mirada de todos. Dios había hecho un milagro reproduciendo el entierro de don Gonzalo Ruiz de Toledo a través de las manos del Greco en aquel cuadro.

Han pasado siete siglos desde el primer milagro, pero ahora podemos encontrar en la iglesia de Santo Tomé los dos grandes milagros; el milagro de la fe y el milagro del arte.

La escena principal del cuadro es protagonizada por don Gonzalo Ruiz de Toledo, que en realidad era señor de Orgaz pero no conde, ya que el condado fue conseguido por sus descendientes en el siglo XVI, por lo que el cuadro debería ser llamado realmente “El Entierro del Señor de Orgaz”, aunque a estas alturas poco importe tal vez ese detalle.  La historia nos confirma que este noble vivió entre los siglos XIII y XIV, y destacó por sus obras de caridad y continuas donaciones a diferentes instituciones religiosas de Toledo, como por ejemplo la donación de terrenos que hizo para que los monjes agustinos que por entonces vivían en la parroquia de San Esteban, a orillas del río pudieran trasladarse. En época de Fernando IV tuvo importantes cargos en Toledo, como notario mayor del reino de Castilla, o incluso alcalde de Toledo. Don Gonzalo había expresado su deseo de, cuando muriera, ser enterrado en Santo Tomé, ya que ésta era su parroquia, pero a ser posible en algún lugar apartado del altar al no sentirse digno de ocupar un lugar principal. Y así ocurrió en 1323, cuando el noble fallece. El milagro que se atribuye al momento del entierro es el narrado anteriormente, y se ha querido justificar la presencia de San Agustín y San Esteban los santos que depositaron al fallecido en su tumba en agradecimiento a las obras indicadas anteriormente, hacia los monjes agustinos bajo la advocación de San Esteban.

Antes de fallecer don Gonzalo dejó escrito en su testamento que los vecinos de Orgaz deberían pagar todos los años para el cura, ministros y pobres de la parroquia de Santo Tomé la cantidad de dos carneros, dieciseis gallinas, dos pellejos de vino, dos cargas de leña,  y ochocientos maravedíes. Estas rentas anuales se pagaron de forma ininterrumpida hasta el año 1564, cuando el Concejo de Orgaz de manera unilateral decidió acabar con esta donación anual. El párroco de Santo Tomé, don Andrés Núñez, acudió a la justicia, obteniendo el completo respaldo judicial y percibiendo una compensación. Con estas ganancias el párroco decide mejorar la capilla funeraria del benefactor, y realizar el encargo del cuadro al Greco, firmando el contrato para su ejecución el día 18 de marzo de 1586, y haciendo el pago final de la obra el día 20 de junio de 1588. El total del coste ascendía a mil doscientos ducados.

El célebre cuadro es por todos conocido, pero debemos considerar que el Greco con gran maestría supo plasmar en este gran lienzo un milagro tradicional ocurrido tres siglos antes, pero aportando su visión propia. De esta forma nos encontramos que “El Entierro del Conde de Orgaz” está protagonizado por algunos personajes contemporáneos del Greco, y que por tanto, no pudieron estar presentes en el suceso original. Veamos quiénes son algunos de ellos, según algunos estudiosos del tema:

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1. Gonzalo Ruiz de Toledo, “Conde de Orgaz”

2. San Esteban

3. San Agustín

4. Jorge Manuel, hijo del Greco, que señala la escena mirando al frente. En el pañuelo que sale de su bolsillo puede verse la firma y fecha de la obra: “Domenico Theotocopuli 1578”.

5. Se cree que se trata del mayordomo de Santo Tomé, Juan López de la Quadra

6. Podría tratarse de Diego de Covarrubias, que fallecería poco después de la finalización del cuadro.

7. Siendo el único personaje que mira de frente (junto al niño), y que además parece saludar, no puede tratarse de otro que el propio Greco, que plasmó de esta forma su autorretrato en la obra.

8. Es uno de los personajes que parecen más expresivos.  Pudiera tratarse de un descendiente del Conde de Orgaz, o según afirman otros del que le sustituyó en su cargo de alcalde de Toledo.

9. Algunos estudiosos del cuadro han querido ver en este personaje a nada menos que Cervantes, que durante esos años estuvo residiendo en Toledo. Es quizás una fantasía pero que pudiera ser realidad.

10. Es posible que se trate de Antonio de Covarrubias, hermano de Diego de Covarrubias, también presente.

11. El Greco pudo querer incluir tal vez también a Francisco de Pisa, un conocido erudito de la época,  que dejó escritos bastante interesantes sobre la ciudad de Toledo, y como no, del milagro del Entierro del Conde de Orgaz.

12. El cura con roquete, único personaje que figura de espaldas, podría ser el ecónomo de Santo Tomé Pedro Ruiz Durón.

13. El personaje que porta la cruz procesional podría ser Rodrigo de la Fuente, beneficiado de la parroquia de Santo Tomé.

14. Finalmente, el sacerdote que oficia el entierro no sería otro que Andrés Nuñez de Madrid, el párroco que encargó el cuadro al artista cretense.

Completan la escena terrenal frailes de diferentes congregaciones, así como un pequeño grupo de caballeros sin identificar.


La parte celestial del cuadro sí que resulta más evidente debido a la iconografía cristiana más tradicional.

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En la parte superior central, presidiendo la escena, aparece Jesucristo vestido de blanco. Parece dirigirse a Pedro, que se encuentra a su derecha, portando las llaves del paraíso. Bajo ellos la Virgen, que se prepara para recibir el alma del difunto. Frente a ella San Juan Bautista y otros santos, como Santiago el Mayor y Santo Tomás, como patrón de la iglesia. Algunos autores han querido identificar entre este grupo de santos a algún que otro personaje tan variopinto como Felipe II, el cardenal Tavera, o el papa Sixto V, aunque no está del todo claro. En el otro lado sí que parecen representarse algunos personajes del antiguo testamento como el rey David tocando el arpa, Moisés portando las tablas de la ley, y Noé.


La mayor fortuna con la que contamos es la de poder admirar esta obra siempre que queramos sin tener que hacer largos desplazamientos, ya que la tenemos en nuestra propia ciudad. Y no hay nada como, en un día de no demasiado tránsito turístico, ponerse delante del “Entierro del Conde de Orgaz” y disfrutar de esta obra contemplándola en silencio.

No quiero acabar esta entrada sin añadir otro pequeño relato, otra pequeña leyenda sobre el genio cretense, que nos habla más de su faceta humana que artista, y de algún que otro desencanto que pudo marcar su vida.

LA DAMA DEL ARMIÑO
(Sobre relato de Antonio Delgado)

Allá por el año 1577 llegó a Toledo un pintor extranjero llamado Doménico al que apodaban “el Greco” por su procedencia cretense. Motivado más por la comodidad material que por el misticismo espiritual alquiló como vivienda el antiguo palacio del marqués de Villena, un destartalado edificio que mostraba signos de haber tenido un esplendoroso pasado. Aseguraban los supersticiosos vecinos que el palacio debía de estar embrujado, ya que de él salían por la noche extraños sonidos. Llegaba incluso la habladuría popular a afirmar que tales ruidos eran producidos por el alma en pena del marqués, al que Dios castigó por una vida en la que practicó frecuentemente brujerías y ritos satánicos. Pero el magnífico artista ignoró estas historias, considerando el tranquilo y apacible caserón bastante apropiado para montar en él su estudio y buscar la inspiración.

Cierta tarde llegó don Diego de las Cuevas hasta la casa del pintor, quien había oído hablar de la capacidad del virtuoso con los pinceles y deseaba ser retratado. Le acompañaba su hija Jerónima, que tenía fama de ser una de las mujeres con más pretendientes de la ciudad. Ésta se sentó en un ancho sillón, recorriendo con sus curiosos ojos femeninos todos los muebles que adornaban la pobre habitación en que se encontraban, mientras su padre posaba para ser retratado. Una vez reconocidos todos se detuvo en la figura de Doménico. A la joven le gustó aquel extranjero llegado de Italia, con su cuidada barba y elegantes maneras. Se sentía atraída por él, pero sería reprochable para una dama hacer notar sus sentimientos, y sobre todo ante la presencia paterna.

"Dama del Armiño", atribuida al Greco, y actualmente exhibida en una sala de una colección particular de Pollok House en Glasgow.

“Dama del Armiño”, atribuida al Greco, y actualmente exhibida en una sala de una colección particular de Pollok House en Glasgow.

Continuó, pues, recorriendo todos los rincones con su indiscreta mirada, olvidando la presencia del joven artista. Tras recorrer más detenidamente todos los detalles su mirada se centró en un curioso objeto. Se trataba de un recipiente verde tapado con lacre que contenía un extraño líquido. Junto al recipiente una etiqueta rezaba signos ininteligibles.

-Perdone –preguntó no pudiendo reprimir su curiosidad-. ¿Podríais decirme cuál es la utilidad de este extraño brebaje?.

-Es algo que puede hacer reír al más serio –contestó Doménico sin interrumpir su labor-. Hace tiempo que lo encontré en uno de los sótanos, y en la etiqueta que ahí veis pone en signos griegos que se trata de un vapor mágico cuyo efecto es, si lo respiran a la vez un hombre y una mujer, un eterno enamoramiento. Posiblemente se trate de algún experimento del marqués de Villena, antiguo poseedor de la propiedad.

Don Diego, que tal explicación oyó, comenzó a dar complicadas razones físicas, y terminó por aconsejar que se hiciera entrega de aquel brebaje al Tribunal de la Santa Inquisición, sobre todo si se trataba de uno de los embrujos del marqués. Sin embargo consideró el pintor que aquello era cosa de poca importancia, al igual que opinó Jerónima.

Y como enseguida comenzó a faltar luz en el estudio, Doménico dio por finalizada su labor aquel día, acompañando a don Diego y a su hija hasta la puerta de la vivienda.

Ya se disponían a salir cuando Jerónima echó en falta su pañuelo, y regresó al estudio acompañada del pintor mientras su padre esperaba fuera. Al entrar lo vio enseguida junto al recipiente que tanto llamó su atención, con el infortunio de que al cogerlo tiró al suelo el frasco que se rompió en mil pedazos.

Una penetrante fragancia se propagó por el aire mientras la pareja se miraba atónita, pero fue sólo un instante, porque enseguida restaron importancia al asunto con sendas carcajadas recordando lo hablado anteriormente.

Había pasado algún tiempo de aquello y Doménico se encontraba en el palacio de don Diego dando las últimas pinceladas a un retrato de Jerónima. Presidía la escena sobre la pared el retrato ya terminado del padre. El pintor mira a la dama y ésta le mira a él sin pronunciar palabra, pero aquellas miradas encierran algo más. Nadie, ni siquiera la dueña que los vigila, se da cuenta del sentimiento que comienza a aflorar entre la pareja. Y aquella misma tarde, cuando el pintor besa la mano de la dama para despedirse, le susurra al oído su intención de visitar a su padre para pedir su mano en matrimonio. No hizo falta respuesta verbal de la joven, pues la ruborosa sonrisa de su rostro fue la única respuesta que necesitó el enamorado artista.

A los pocos minutos recibía el pintor en su casa una perfumada nota de la joven, donde confirmaba su amor y aprobaba sus intenciones.

La mañana siguiente Doménico formalizaba su petición a don Diego, recibiendo la más severa negativa. El hidalgo afirmaba que ya había comprometido a su hija con un sobrino suyo, y que le era del todo imposible acceder a que su hija se casara con un forastero, con un artesano indigno de la hija de un noble.

Conociendo Jerónima la negativa de su padre acudió a él, suplicándole llorosa que concediera lo que ella creía su felicidad. Recordó el día en que se enamoró del pintor, y tan apasionadamente lo hizo que no pudo evitar hablar del accidente ocurrido con el brebaje.

Don Diego se enojó al conocer tal suceso, y juró que antes la metería en un convento que permitirla casarse con aquel pintor embaucador, y posiblemente hechicero.

Pero el amor que sentían ambos no conocía freno ni barrera. Pese a la oposición del hidalgo, Doménico trepaba todas las noches por la tapia del jardín para reunirse con su amada. Y para que no hubiera ninguna duda de su amor cierta noche confesó como se había enamorado de ella nada más verla, y ella reconoció que le había ocurrido lo mismo, y que el accidente del brebaje no fue tal, sino que lo hizo intencionadamente para atraer su atención. Entonces se percataron de que nada tenía que ver el extraño brebaje con su sentimiento, y así se lo propusieron hacer ver a don Diego.

Pero tal circunstancia no pudo darse, porque una noche, cuando Doménico se disponía a saltar la tapia, tres hombres salieron de la oscuridad con tres aceros amenazantes. Doménico empuñó el suyo y comenzó encarnizada lucha entre los cuatro.

El pintor luchaba ferozmente, enrabietado por la emboscada. Los tres enemigos demostraban al unísono que arrebatarle la vida era su único objetivo. Sin embargo el joven artista logró herir mortalmente a uno de ellos que cayó desplomado al instante, y cuando los compañeros se acercaron para auxiliarle logró darse a la fuga.

Al día siguiente recibió en su domicilio la visita de la vieja dueña de Jerónima, portadora de malas noticias. Don Diego se había enterado de las nocturnas reuniones que tenía con su hija, y había planeado con su sobrino, que era el prometido de la joven, la emboscada que le sorprendió la noche anterior. El caballero que Doménico había matado no era otro que el sobrino de don Diego, quien furioso había ordenado encerrar a Jerónima en un convento. Ésta envió a su amado como recuerdo, mediante la dueña, aquel retrato que tiempo atrás le hiciera, donde él reflejó aquella mirada amorosa que tan bien supo comprender.

El pintor quedó consternado, pero continuó con su trabajo con un rayo de esperanza, pintando aquellos maravillosos cuadros que le han convertido en uno de los mayores genios de la pintura.

Pasó casi un año desde aquello cuando volvió a visitarle la vieja dueña con un niño entre sus brazos. Sin decir palabra se lo entregó a Doménico y marchó por donde había llegado. Junto al niño decía un mensaje:

                ‹‹Cuidad de este niño, que es vuestro hijo Jorge Manuel. Su madre, doña Jerónima de las Cuevas, murió ayer pensando en vos. Que vos criéis a vuestro hijo fue su última voluntad.››

El pintor besó mil veces al niño y lo dejó acostado sobre su cama. Luego subió desencajado hasta su estudio. Allí contempló el retrato de aquella mujer que fue su único amor, y en sus ojos creyó ver una mirada triste que él no había pintado.

La desolación situó al artista en las fronteras de la demencia. Cogió sus pinceles y comenzó a extender negras pinceladas sobre el rostro de su amada, quedando ésta cobijada para siempre por una piel de armiño.

Dicen aquellos que han estudiado la obra del genio que con aquellas negras pinceladas quiso el artista reflejar la amarga tristeza de su corazón, al perder al ser que fue su mayor inspiración.

La Casulla de San Ildefonso

El 23 de enero celebramos la festividad de San Ildefonso, patrón de la ciudad de Toledo. Considerado como el obispo más importante que ha tenido y tendrá la ciudad, es recordado, entre otras cosas, por el privilegiado regalo que recibió directamente de manos de la Reina del Cielo. Aunque han pasado muchos años desde el milagroso suceso, los toledanos lo recordamos con cariño y devoción.

Sucedió al amanecer del 18 de diciembre del año 666. Con anterioridad el X Concilio había designado aquel día para recordar la Encarnación del Hijo de Dios, e Ildefonso hacía días que se sentía intranquilo, como presintiendo que algo importante le iba a ocurrir. Aquel día en concreto apenas había podido pegar ojo, y salió temprano de la casa arzobispal para asistir a los maitines en el gran templo dedicado a María que Recaredo había mandado edificar en el mismo lugar donde hoy se levanta la imponente Catedral. Como el santo era tan bondadoso y querido siempre iba acompañado de sus criados, capellanes y sacerdotes, a los que gustaba oír los versos dedicados a la Inmaculada que el santo componía. Aquel día, con motivo de la citada fiesta, acompañaban también al prelado el obispo Urbano y el arcediano Evancio.

Representación de la imposición de la casulla a San Ildefonso en la Puerta del Sol. Esta escena puede verse en numerosos monumentos de la ciudad.

Representación de la imposición de la casulla a San Ildefonso en la Puerta del Sol. Esta escena puede verse en numerosos monumentos de la ciudad.

Iba el santo recitándoles sus composiciones cuando llegaban a las inmediaciones del templo, y los pajes se adelantaron para hacer los preparativos mientras Ildefonso quedaba ante la puerta terminando su entonación junto al obispo visitante y el arcediano. Pero ésta fue bruscamente interrumpida cuando sus ayudantes salieron despavoridos. El motivo de su espanto no era otro que la visión de unas radiantes luces en el interior de la iglesia que imaginaron fruto sobrehumano. Los sacerdotes y capitulares que les seguían, al observar tan inesperada reacción, cobraron también algún temor y no se atrevieron a cruzar la puerta.

Quedó solo Ildefonso con sus dos acompañantes de honor, y sin miedo entraron para comprobar por sus propios ojos lo que allí ocurría. Indecisos caminan hasta llegar al altar mayor para comprobar por sus propios ojos lo que pasaba, pero no encontraron nada fuera de lo normal. Allí, ante el Cristo Sacramentado, se arrodillan unos instantes dispuestos a rezar, pero el gran prelado no era capaz de poner la habitual concentración en sus fervorosos rezos. Volviendo la cabeza, al sentirse observado, comprueba que en la silla episcopal que normalmente ocupaba él estaba sentada una mujer que irradiaba un resplandeciente halo de gloria y majestuosidad. Junto a ella millares de ángeles y coros de vírgenes entonaban dulces y sonoros cánticos. Comprendiendo Ildefonso que esa mujer no es otra que la Madre de Dios deja a sus dos invitados, se acerca cayendo de rodillas en el suelo ante la Señora, y entre alborozado y absorto no acierta a pronunciar palabra, pero con la mirada puede decir lo que sus labios no pueden, atados por la admiración y el asombro.

Y la Madre de Dios, que mirándole con una tierna sonrisa en los labios le comprendía, le hizo un gesto para que se acercase. Ildefonso obedeció, hizo mil reverencias hasta llegar a sus pies, y una vez allí se postró de rodillas en el suelo escondiendo su rostro entre las manos, sin atreverse siquiera a levantar la mirada. No obstante puso oído para ver qué tenía que decirle. Entonces comenzó la Reina a hablarle dulcemente:

– He venido a visitarte porque siempre te has ocupado en mis servicios y alabanzas, porque con gran fe has defendido a capa y espada mi honra. Por todo ello quiero pagarte en esta vida lo que te debo. Toma y goza de esta vestidura que te traigo de los tesoros de mi Hijo, para que hagas uso de ella en tus sacrificios y te sirva de muestra de lo que te está esperando en el Cielo cuando se haya cumplido tu misión en esta vida terrenal.

Y mientras decía estas palabras, con sus propias manos, le puso sobre los hombros una preciosísima casulla cuyo bordado y tejido no había podido elaborar mano humana. Todo esto lo hizo ayudada de sus ángeles, y ante la presencia privilegiada de unos pocos testigos terrenales.

Vestido ya de la mano de María, el arzobispo se levantó mientras se inclinaba reverencialmente en señal de gratitud. Ella entonces sonrió, como aceptando la gratitud de su más fiel siervo, y unida a sus acompañantes celestiales se desvaneció como la niebla en el aire.

En ese momento regresaron los acompañantes de Ildefonso. Los que habían huido del templo a duras penas habían intuido lo sucedido desde la puerta, los más valientes que no huyeron se atrevieron a acercarse hasta la verja del altar, mientras que el obispo Urbano y el arcediano Evancio habían permanecido a escasos metros de la escena como compañeros afortunados del dichoso prelado. Al ver que la iglesia había vuelto a la normalidad y que habían desaparecido todas aquellas luces y resplandores acudieron todos a reunirse con su obispo. Entran con él y el ambiente emana una felicidad inimaginable. Todos abrazan al prelado dando gritos de alegría. Él los recibe con amor, mostrándoles la casulla y llorando con ellos. Arrodillados la besan y reverencian, pero por más que la miran y tocan no aciertan a distinguir cual es su tejido o color.

Las campanas de la iglesia comenzaron a tañer alegremente sin que nadie las tocase. Al son de las campanas despierta la vecindad. La noticia pasa de boca en boca, de barrio en barrio. Al escuchar lo que ha ocurrido no hay quien no abandone su casa y se dirija hacia el templo. Toda la población de Toledo se concentra en el templo en el día de su mayor esplendor, acompañando al obispo que más gloria ha dado a la iglesia toledana.

El éxtasis llega cuando Ildefonso sale al altar mayor para decir la misa en honor de la Virgen vestido con su inigualable prenda. Todos quieren ver, tocar y adorar la casulla que la Señora regaló a su siervo predilecto, con efectos milagrosos. Los enfermos sanaban, los tristes hallaban consuelo, los pobres desahogo…

Corrió por todo el reino la noticia como reguero de pólvora, llegando en breve a oídos del Papa en Roma. Éste, confundido por los rumores y pretendiendo evitar escándalos que perjudicaran a la cristiandad, envió un legado para comprobar la veracidad de los hechos. De inmediato el legado llega a Toledo, y debe encontrar prueba tan grande y evidente que regresa a Roma solicitando al pontífice que nombre a Ildefonso canónigo de la iglesia en la que la Madre de Dios puso sus divinos pies. El Papa así lo concede, dando por auténtica la visita de la Virgen al Prelado. El rey Recesvinto también apoyó la causa haciendo colocar una inscripción sobre la piedra en la que la Señora se mostró a los hombres, piedra que afortunadamente ha llegado hasta nuestros días.

La mañana del 23 de enero del año 667 un toque fúnebre de campanas entristeció a Toledo. De Santa María la Mayor partían graves sones que se extendían por toda la ciudad. Las restantes iglesias se unieron de inmediato a su llamada llenando el valle de afligidos sonidos metálicos.

El santo había muerto, y la primera campanada se había fundido con su último suspiro.

Ildefonso había quedado como dormido, con el rostro tranquilo y la apacible expresión de los que no tienen nada que temer. El Cielo le había llamado y él no quería llegar tarde a su cita con la Madre de Dios.

(Sobre relato de Cristóbal Lozano)


Una segunda parte, no tan conocida como la anterior, narra lo sucedido con Siagrio, el sucesor en la cátedra toledana de San Ildefonso, que con gran ambición quiso heredar el preciado regalo del santo. Lo vemos en palabras de Gonzalo de Berceo:

“De estar en la cátedra que tú estás posado
a tu cuerpo señero es esto condonado,
de vestir esta alba a ti es otorgado,
otro que la vistiere non será bien hallado. […]

Nombraron arzobispo a un calonge lozano,
era muy soberbio y de seso liviano,
quiso igualar al otro, fue en ello villano,
por bien no se lo tuvo el pueblo toledano.

Se sentó en la cátedra de su antecesor,
demandó la casulla que le dio el Criador,
dijo palabras locas el torpe pecador,
pesaron a la Madre de Dios Nuestro Señor.

Dijo unas palabras de muy gran liviandad:
nunca fue Ildefonso de mayor dignidad,
tan bien soy consagrado como él por verdad,
todos somos iguales en la humanidad.

Si no fuese Siagrio tan adelante ido,
si hubiese su lengua un poco retenido,
no sería en la ira del Criador caído,
donde dudamos que es, mal pecado, perdido.

Mandó a los ministros a su casulla traer,
para entrar a la misa a la confesión hacer;
mas no le fue sufrido ni tuvo el poder,
que lo que Dios no quiere nunca puede ser.

A pesar de lo amplia que era la vestidura,
Ie resultó a Siagrio angosta sin mesura:
tomóle la garganta como cadena dura,
y pereció ahogado por su gran locura.

La Virgen Gloriosa, estrella de la mar,
sabe a sus amigos galardón bueno dar:
si bien sabe a los buenos el bien galardonar,
a los que la desirven los sabe mal curar.

Amigos, a tal madre bien servirla debemos:
si la servimos, nuestro provecho buscaremos,
honraremos los cuerpos, las almas salvaremos,
por servicio pequeño gran galardón tendremos.”

 Gonzalo de Berceo – “Milagros de Nuestra Señora”


En la Catedral Primada de Toledo, precisamente en la capilla que lleva el nombre de San Ildefonso, se venera la piedra donde se supone pisó la Virgen durante este célebre milagro. Esta piedra es muy venerada por los creyentes toledanos, que no podemos acudir al templo sin tocarla. Junto a ella, una inscripción reza: “Cuando la Reina del Cielo puso sus pies en el suelo en esta piedra los puso. De besarla tened uso para vuestro consuelo. Tóquese la piedra diciendo con toda devoción: veneremos este lugar en que puso sus pies la Santísima Virgen”.

Petición Concedida

Afirman muchos historiadores de la ciudad de Toledo que, en época de San Ildefonso, existía un pequeño beaterio muy próximo al oratorio de Santa Leocadia, en el lugar hoy ocupado por el monasterio de Santo Domingo “el Antiguo”. Son escasos los datos que han llegado hasta nuestros días, por lo que todo lo que podamos contar del cenobio se basa en conjeturas. Lo único que parece cierto es que Alfonso VI, tras reconquistar la ciudad, mandó construir el nuevo monasterio, posiblemente sobre las ruinas de uno ya existente.

santo-domingo-antiguo

Actual convento de Santo Domingo el Antiguo

Una de las leyendas más antiguas de Toledo afirma que, cuando los árabes se hicieron con la ciudad, las monjas tenían el temor de que los nuevos dominadores no respetaran ni al convento ni a sus moradoras. Por ello rogaron piadosamente a Dios que el convento fuera engullido por la tierra con ellas dentro. Y afirma la leyenda que el Altísimo les concedió lo que pedían.

 Según varios testigos, en el preciso momento en el que los musulmanes cruzaban la muralla toledana por primera vez, el modesto convento se derrumbó estrepitosamente, sepultando bajo sus escombros a las infortunadas religiosas. De esta forma el Cielo otorgó a las religiosas el favor que con tanto ahínco habían pedido.

(Sobre relato de Ángel Santos y Emilio Vaquero)

Las Momias de San Andrés

Entre los numerosos enigmas que se esconden bajo el suelo de la histórica Toledo, existen varios enclaves en los que podemos encontrar restos momificados de los antiguos moradores de la ciudad.

Ya vimos en una entrada anterior como en Santo Domingo el Real las monjas conservan los restos de “Sanchito”. En la Sala Capitular de San Clemente encontramos a las conocidas como “Las Trece Venerables”, que se trata de trece religiosas momificadas que se encontraron casualmente en una reforma del convento. En el convento de las Carmelitas Descalzas, y con fácil acceso para los visitantes de su iglesia, descansan los restos incorruptos de la Beata María de Jesús. Y así podríamos continuar con un extenso listado por numerosos rincones del recinto histórico de Toledo.

Fotografías de © David Utrilla Hernández 2014. Todos los derechos reservados. Publicadas en www.davidutrilla.com

Fotografías de © David Utrilla Hernández 2014. Todos los derechos reservados. Publicadas en www.davidutrilla.com

Pero sin duda, por número y estado de conservación, las más conocidas son las que reposan en una cripta de la Iglesia de San Andrés. Aunque continuamente se venga discutiendo su origen la explicación más lógica es que procedan de una monda del antiguo cementerio de la propia parroquia, o del vecino convento de la “Vida Pobre”. Una monda no es otra cosa que una exhumación de los restos de un cementerio cuando hay que dejar espacio para nuevos enterramientos. En este caso lo más extraño es la disposición en la que se encuentran estas momias, y sobre todo el alto número de ellas.

Casualmente encontré el siguiente artículo en la revista “Provincia” de la Diputación de Toledo, que también publicó Luis Moreno Nieto en su libro Toledo; sucesos, anécdotas y curiosidades.

Fernando Montejano narra en Pueblo (6-XI-1969) la visita que realizó a las momias del templo toledano de San Andrés:

“A la izquierda del presbiterio, una puerta de cuarterones aparece cerrada por grueso candado. Tenemos la intuición de hallarnos en el umbral de la muerte detenida por los siglos. Buscamos al viejo sacristán. Llega medroso, dirigiendo sus ojillos turbados a las cámaras fotográficas y a la puerta de cuarterones.

– ¿Qué buscan ustedes en este santo lugar?

– Setenta y dos momias.

Tiembla un instante sorprendido. Dice llamarse Mariano Sánchez, llevar allí muchos años, y jamás haber oído tales patrañas; pero la memoria de Felipe Ximénez Sandoval nos anima a deslizarle un billete entre sus dedos temblorosos. Y surge la cuarta llave.

– No irán ustedes a publicar las fotos – comenta.

– Son para una colección particular.

Abre el candado y nos cede el paso. Entramos en una pequeña habitación, llena de polvo, con un atril antiquísimo, una Biblia desgajada y unos velones de tiempos pretéritos. Al fondo se columbra, en el suelo, una trampilla y el brillo oscuro de una argolla. Tira de ella, rechinan los goznes y deja el paso libre a la cueva.

– Tendrán que descender uno a uno… Tomen estas velas.

Descendemos por una escalera de mano. El recinto es pequeño. La luz que portamos expande claridades siniestras y va mostrándonos contra las paredes, apoyados y amontonados, los restos mortales de la impresionante colección arqueológica. He aquí en toda su dimensión las momias de Felipe, que no pudo hallar José Antonio Primo de Rivera.

Hay vestigios de ropas sobre algunos de estos cadáveres momificados y sus gestos delatan que la muerte que sufrieron fue violenta. Una paz infinita se respira en el antro. Inexplicablemente no hay una mota de polvo. Ante el espectáculo de esta muerte, detenida sin duda por secretos de embalsamamiento, solo persiste una idea: Pulvis eris et in pulvis reverteris.

Fuera aguarda, trémulo, el sacristán, Mariano Sánchez. Le preguntamos la razón de una fecha, 1449, grabada en el púlpito.

– Coincide – nos explica- con la llegada de las momias. Estaban enterradas en San Román y fueron trasladadas aquí en aquel año.

Ello explica que Primo de Rivera y Ximénez Sandoval llegaran a su cita con cinco siglos de retraso. Mariano Sánchez termina:

– Dicen que las momias proceden de las matanzas que se ocasionaron en Toledo entre los Castro y los Lara, cuando Don Manrique, tutor de Alfonso VIII, quiso proclamar la mayoría de edad del rey. Esto ocurrió en 1164.

Ocho siglos… Leyenda o crónica auténtica, todo parece encajar con el polvo que llena las naves de la iglesia, que muestran ya algunos claros en el lento trabajo de las obras de restauración. El sacristán nos acompaña hasta la salida. Allí nos dice con timidez:

– Vuelvan cuando quieran, pero no lo comenten con nadie.

Caminamos de nuevo. Detrás queda la constancia de este lugar. Nosotros nos llevamos el testimonio gráfico de esos seres insepultos que, según Gilles Mauger, José Antonio no pudo encontrar, y según Mariano Sánchez, debieron ser desenterrados ciento treinta y nueve años antes de que Doménico Theotocópuli pintara, para la iglesia de Santo Tomé, su célebre cuadro El Entierro del Conde de Orgaz.

Extraído del nº 84 de la revista “Provincia” de la Excma. Diputación Provincial de Toledo. 4º trimestre de 1973

El siguiente relato, basado en un original de Juan Moraleda y Esteban, explica el supuesto origen de estas momias, que en un principio se conservaron en la Iglesia de San Román, para ser trasladadas posteriormente. Aunque como hemos visto anteriormente no tiene ningún argumento que lo sustente más allá de la fantasía. Además, Eduardo Sánchez Butragueño en su blog “Toledo Olvidado”, recupera la siguiente fotografía de la Casa Rodriguez fechada en 1905 (ir al artículo de Toledo Olvidado).

Fotografía de las momias de San Román, de Rodríguez, recuperada por Eduardo Sánchez Butragueño

Fotografía de las momias de San Román, de Rodríguez, recuperada por Eduardo Sánchez Butragueño

LAS MOMIAS DE SAN ROMÁN

A la muerte de Sancho III, y por la minoría de edad de su hijo Alfonso, la ciudad era gobernada de forma despótica por una facción nobiliaria; los Castro. Don Esteban Illán, un afamado noble que tenía su residencia en lo que hoy conocemos por la Casa de Mesa, contagiado por el ambiente popular contrario a los gobernadores, quiso terminar con el mandato de los Castro partiendo para Maqueda en busca del legítimo rey. Allí, custodiado por gran cantidad de soldados, estaba alojado el joven heredero del trono, que por entonces apenas era un chiquillo de corta edad. Illán recoge al Infante Alfonso y lo trae en secreto a la ciudad, pero como no es fácil esconderlo decide acondicionar la torre de San Román para que el Infante pudiera descansar en un lugar acorde a su alcurnia.

Amanece el 16 de agosto del año 1166, y el sol comienza a acariciar con sus primeros rayos la parte más elevada de la torre de la iglesia de San Román, convertida en improvisado y lujoso aposento real para la ocasión. Los clarines rompen el silencio de la temprana hora despertando a toda la población, a la vez que don Esteban Illán, sosteniendo firmemente el pendón de Castilla desde la torre, grita con los suyos:

-¡Toledo, Toledo, Toledo por el rey Alfonso VIII!.

La población despierta alarmada por el ruido, pero no sabe que partido tomar por miedo a las represalias de los Castro, que de inmediato acuden con todos sus efectivos en un intento de sofocar la revuelta. Pero los de Lara, enemigos acérrimos de los Castro, unen sus fuerzas a don Esteban Illán, y al poco tiempo hacen lo propio gran número de toledanos, igualándose así en número a sus adversarios.

La lucha fue virulenta en todos y cada uno de los rincones de Toledo, y especialmente en las cercanías de la iglesia de San Román, donde la calle quedó prácticamente oculta por los cadáveres de ambos bandos, aunque mayoritariamente de los Castro. Finalizada la batalla quedó triunfante el bando comandado por don Esteban Illán, quedando así los Castro fuera del poder. Alfonso fue declarado mayor de edad, y desde aquel día comenzó a reinar como Alfonso VIII.

Quedan muchos testimonios y recuerdos documentales de aquel acontecimiento, pero ninguno tan horrible y revelador como el que, hasta no hace mucho, podíamos contemplar en una lúgubre y húmeda habitación del templo de San Román. Allí, hacinados en un rincón, se apiñan gran número de esqueletos humanos, mientras que en la parte más profunda del aposento se amontonan numerosas momias que muestran diversas y violentas posturas.

Son todos los que perdieron su vida aquella histórica mañana del 16 de agosto del año 1166.

Mención aparte merece el enterramiento de don Álvaro de Luna en la Catedral de Toledo, del que ya tendremos oportunidad de hablar en un futuro.

Mientras tanto, y para conocer más de las momias de San Andrés, se pueden disfrutar de las excelentes fotografías de David Utrilla en su blog (ver)

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Y de más información de momias en Toledo, por Juan Luis Alonso Oliva, en la imprescindible web Leyendas de Toledo (ver)

El Baño de la Cava

A escasos metros del puente de San Martín, a la orilla derecha del Tajo, podemos contemplar los restos de lo que se viene denominando desde hace siglos como “El Baño de la Cava”. Numerosos y eruditos investigadores han tratado de dar respuesta a este enigma arqueológico, afirmando que se trata del estribo de un antiguo puente, anterior al de San Martín, que cruzaba el río en otra época. Otros afirman que se trata de un pequeño embarcadero donde se amarraban las barcas que navegaban por el Tajo. Pero otros aseguran, sin que haya podido desmentirse su versión, que nos hallamos ante los restos del palacio del conde don Julián, dando pie a la célebre leyenda.

Si Rodrigo ha pasado a los anales de la historia no ha sido sólo por ser el último rey visigodo, sino también por ser el más ruin y mezquino de todos ellos. Buena cuenta de ello da el suceso acontecido a finales de su reinado.

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Cuentan que andaba cierto día el vil rey por las afueras de la ciudad, reflexionando sobre la manera de repeler al enemigo musulmán que trataba de cruzar el estrecho de Gibraltar para invadir la Península. Rodrigo había malgastado su reinado entregado al libertinaje y desentendiéndose de los asuntos de la corona. Ahora, ante la amenaza del invasor africano, se vería la verdadera magnitud de la negligencia del noble godo, quien para nada se hallaba arrepentido de su proceder pasado. Lo único que le preocupaba era pasar a la historia como el rey bajo cuyo mandato expiró el reinado de un pueblo próspero.

Cruzaba el puente de entrada a la ciudad, absorto en sus pensamientos, cuando una escena vino a sacarle de su trance. Entre las armónicas ondas del cristalino río, junto al palacio del conde don Julián, se adivinaba la perfecta silueta de una hermosa jovencita que hasta entonces había escapado a la vista del monarca. Florinda, que así se llamaba lo joven hija del conde, se bañaba confiada como cada mañana, protegida por los leales soldados de su padre y ajena a miradas extrañas. Pronto el caprichoso Rodrigo quiso añadir la joven a su sucio botín de damas mancilladas, y movido por tan cruel impulso enseguida se dirigió a los guardianes del puente, con la finalidad de recabar la mayor cantidad de información posible. Pronto supo el nombre y la identidad de la dama, así como su costumbre de acudir todos los días a la misma hora a darse un baño en el mismo lugar. El prudente conde don Julián ocultaba a su hija de los varones de un reino corrompido, y cada vez que ésta salía del palacio lo hacía acompañada por un buen número de fieles soldados del sobresaliente conde.

Apenas habían pasado unos días desde que el sucio monarca puso sus ojos en Florinda cuando ya había urdido un malévolo plan para tratar de conseguirla. Bajo el pretexto de la inminente invasión sarracena convocó en su palacio a la totalidad de la nobleza toledana, alertándoles sobre el grave peligro que corría el reino si no se emprendía alguna acción con prontitud.

Os he hecho reunir –dijo el rey-, porque nuestro reino se encuentra en grave peligro ante la amenaza del invasor africano. Necesito voluntarios para partir de inmediato al sur y hacer frente a esta amenaza.

No necesitó el malvado Rodrigo decir más. En apenas unos instantes ya se habían ofrecido más de una decena de nobles para encabezar el ejército visigodo en la previsible batalla. Pero entre los voluntarios no se hallaba el conde don Julián, quien se hallaba expectante a todo cuanto se decidía. El astuto rey, viendo peligrar sus planes, se dirigió al noble diciéndole:

No sabía, conde, que tras largos años de servicio a vuestro pueblo os habíais vuelto cobarde con la edad. ¿Es que acaso no queréis prestar a vuestro pueblo el auxilio que le es tan necesario?.

Sabed majestad –contestó el íntegro caballero-, que si no me ofrezco para tan digna misión no es por cobardía ni deslealtad, sino porque responsable de una joven hija me veo obligado a permanecer a su lado para protegerla de todo peligro.

Pues si ese es vuestro impedimento no os preocupéis. Vuestra hija podrá permanecer en mi palacio al servicio de la reina hasta vuestro regreso, y sin duda aquí gozará de mayor protección que en cualquier otro lugar.

No pudo el fiel conde negarse al ofrecimiento de su infame señor, quien sonreía al ver progresar sus planes de la forma esperada. Al día siguiente partió hacia el sur un poderoso ejército encabezado por los más valientes nobles del reino, entre los que destacaba el bizarro don Julián, cuya hija había quedado bajo el dudoso protectorado de Rodrigo.

Pronto comenzó la inocente Florinda a sentirse acosada por el caprichoso rey, que quedó frustrado al verse rechazado una y otra vez. Y es que Florinda, a la vez que inocente, era sensata y evitaba sutilmente quedarse a solas con el despiadado Rodrigo. Pero a éste parecía que no le importaban los continuos rechazos de la dama, ni siquiera las reprimendas de Egilona, su mujer, y constantemente importunaba a Florinda con deshonestas proposiciones. La joven, hastiada del acoso a que se veía sometida, aseguró un día a su perseguidor:

Señor, podéis tomarme como esclava si queréis, pero nada más, porque nunca me entregaré a vos.

Pero Rodrigo era tan caprichoso como orgulloso e insistente. Sus caprichos se convertían en leyes, y las leyes se habían dictado bajo sus caprichos. Por eso un día organizó un multitudinario festejo en honor de Florinda, haciendo ostentación de su poder. Para mayor humillación el festejo se celebraría en el palacio del conde don Julián, concretamente en el lugar junto al Tajo donde el monarca había visto por primera vez a la inmaculada adolescente. El lugar se había preparado para el evento con la colocación de enormes tablados y mesas para el recibimiento de los más de veinte mil invitados. Cuando todo estaba preparado el rey llamó a Florinda, y mostrándole todos los preparativos le dijo:

Todo esto lo he hecho para demostrarte mi verdadero poder. Mañana se concentrarán aquí más de veinte mil invitados dispuestos a rendirte honor si aceptas entregarte a mí.

Pero la candorosa chica le respondió:

Señor, ya os he dicho varias veces que no me entregaré jamás a vos. Os ruego que desistáis de vuestro capricho, que probablemente sea pasajero, y no pongáis en peligro el reino a consecuencia de una fantasía innecesaria.

¿Pretende una mocosa como tú decirme lo que debo o no debo hacer?. Mañana caerás rendida a mis pies, pues te dedicaré el festejo y haré que todos te admiren y me envidien por poseerte.

Pero he aquí que la providencia no quiso que se celebrara el evento, pues esa noche el Tajo, enojado por los sucios deseos del indigno Rodrigo, se salió de su cauce para arrasar todo cuanto se hallaba dispuesto para la fiesta.

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Enrabietado el rey ante tal imprevisto trasladó la fiesta a su palacio, al que sólo fueron invitados los nobles presentes de mayor influencia. El bochornoso espectáculo fue lamentable, y las cantidades de alcohol ingeridas desmesuradas. El embriagado Rodrigo cayó sobre la pura Florinda para deshonrarla, mientras sus súbditos se convertían en cómplices del deshonor al aprobar el deplorable acto con sus aplausos y vítores.

La ultrajada Florinda huyó al día siguiente del palacio ayudada por un viejo servidor suyo, dirigiéndose desconsolada en busca de su padre. Cuando le encontró cayó a sus pies, herida de muerte en el alma, arrepentida de una falta que jamás cometió. Don Julián, cegado por una comprensible ira, unió sus fuerzas a las del invasor sarraceno, y gracias a la ayuda del conde los musulmanes accedieron a la Península haciéndose con el territorio visigodo en breve espacio de tiempo. Don Julián sació su sed de venganza en poco tiempo, cuando pudo arrebatarle la vida al sucio Rodrigo con sus propias manos, aunque la afrenta ya estaba hecha.

Nunca más se supo de la pobre Florinda, a la que el pueblo apodo injustamente “La Cava”, al considerarla la mayor culpable de causar la invasión musulmana. No se sabe dónde se refugió, ni cuando murió. Pero los románticos amantes de las leyendas aseguran que cada noche, cuando la luna refleja su brillo en las aguas del Tajo, se distingue la figura de una joven que dirige una triste mirada al lugar donde se levantaba el palacio del leal conde don Julián.

(Sobre relato de Antonio Delgado)

La Dama de los Ojos sin Brilo

Leyenda tradicional sobre relato de Rafael Carrasco

El increíble relato referido a continuación ocurrió poco tiempo después de que Felipe II le arrebatara la Corte a Toledo, cuando el hecho de celebrar un festejo se convirtió en algo inusual y que por tanto reunía a gran número de

Por entonces dieron ciertos condes, cuyo nombre no alcanza desgraciadamente mi memoria, un suntuosos festín con motivo de la visita a la ciudad de cierto personaje de sangre real. Los asistentes al evento difícilmente podrían olvidarlo, no sólo por el buen gusto con el que los anfitriones habían agasajado a sus invitados, sino por la variedad de personajes de alta alcurnia allí congregados.

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Uno de los que más llamaban la atención era don Luis Álvarez, encargado personal de las finanzas del monarca y su hombre de confianza. Andaba el altivo joven deambulando de un lado a otro del salón, revoloteando entre las damas como una abeja de flor en flor, cuando su mirada fue a centrarse en una misteriosa y bella damita que al contrario de las demás se agazapaba en un rincón como ajena a la fiesta. No pudo don Luis contener su curiosidad, extrañado de la actitud de la joven, y sin dudarlo se dirigió al lugar donde se encontraba. Llegando a su lado, y extendiendo su mano galantemente, dijo:

– ¿Cómo es posible que una flor tan bella prefiera estar apartada del jardín?. ¿Me darás el placer de concederme este baile?.

La joven no contestó, pero en cambio tomó la mano del caballero acompañándole al centro de la sala aceptando así la invitación al baile.

– ¿Cómo te llamas?. ¿Eres de Toledo? –preguntó él, pero la dama parecía no darse por aludida, haciendo oídos sordos a las preguntas de su pareja de baile.

Cuando acabó la pieza, la misteriosa joven se deslizó de los brazos del caballero haciendo ademán de abandonar el salón. Don Luis, más intrigado todavía, optó por acompañarla, descendiendo juntos la corta escalinata de mármol que conducía a la calle. Una vez allí preguntó él educadamente:

– ¿Me permites que te acompañe hasta tu casa?.

Pero la dama, como en las ocasiones precedentes, sólo dio el silencio por respuesta. Ignorando las palabras de su educado acompañante comenzó a caminar calle abajo, y don Luis, aturdido, decidió acompañarla en silencio. Apenas habían dado unos pasos cuando ella, con un susurro ronco y extraño, dijo:

– ¡Qué frío!.

No hizo falta que dijera más para que el cortés caballero se desprendiera de su capa de terciopelo rojo y la pusiera sobre los hombros de la damita, que continuaba caminando impávida. Tras recorrer unas cuantas callejuelas, y llegar cerca del Miradero, la joven se volvió hacia su acompañante, y con la misma extraña voz de antes susurró:

– Os ruego que no sigáis un solo paso más conmigo, pues de hacerlo me sentiré gravemente ofendida. Mañana podéis pasar a recoger vuestra capa en la casa de los condes de Orsino.

Quedó nuestro protagonista más extrañado aún si cabe, pero como era caballero ejemplar no puso inconveniente, y se despidió de la dama con una gentil reverencia.

Llegado don Luis a su alojamiento no logró pegar ojo, atormentado por el recuerdo de aquella singular señorita de la que no sabía ni siquiera el nombre. Pero al menos el día siguiente podría averiguarlo, yendo él personalmente a recoger su capa.

Así lo hizo, y con incontenibles deseos de conocer algo más sobre su acompañante de la noche anterior acudió poco antes del mediodía a la casa indicada. No le costó encontrarla, pues los condes de Orsino eran muy conocidos en la ciudad, y preguntando llegó enseguida a un amplio pero modesto caserón.

Una vez ante la puerta la golpeó decididamente con la recia aldaba, y al poco la abrió un anciano sirviente vestido de negro haciendo chirriar sus goznes.

– Buenos días, señor. ¿Puedo hacer algo por vos?.

– Buenos días –contestó don Luis-. Vengo a recuperar mi capa, pues anoche se la presté a una joven dama que me indicó que viniera a recogerla a este lugar.

El sirviente se encogió de hombros, pero invitó al caballero a entrar acompañándole hasta una rancia estancia del interior del caserón. Allí se encontraba sentada una señora de distinguido porte, que al punto se levantó en dirección al recién llegado.

– Bienvenido seáis a mi modesto hogar –dijo-. ¿Qué puedo hacer por vos?.

Don Luis, algo cohibido, le explicó lo acontecido la noche anterior a la señora, que escuchó el relato con interés. Y cuando hubo terminado el caballero, contestó:

– Pues sin duda debe haber algún malentendido, pues aquí sólo vivimos mi marido, yo y unos pocos sirvientes. ¿Podríais darme alguna descripción de tal joven?.

– Veréis –respondió él temiendo haber importunado a la elegante señora-. Se trataba de una hermosa jovencita de unos veinte abriles y con una rizada cabellera rubia. Era alta y esbelta, y su pálida piel se asemejaba al color de la luna llena. El rasgo más característico eran sus ojos, grandes como luceros pero carentes de brillo, como si estuvieran apagados por algún sufrimiento.

Mientras don Luis daba su explicación la anfitriona se dejó desplomar sobre el butacón del que se había levantado, y con la voz ahogada replicó:

– Sin duda alguien se ha burlado de vos, pues la dama que habéis descrito es mi desafortunada hija, a quien hace ya dos meses que enterramos.

El consejero de Felipe II sintió un sudor frío, y excusándose mil veces ante la sorprendida condesa se giró dispuesto a abandonar la habitación. Pero justo en ese momento sus sorprendidos ojos se detuvieron en un enorme cuadro en el que se representaba una linda jovencita. Todo coincidía con su acompañante de la noche anterior: la rizada cabellera rubia, la estilizada figura, la palidez de su piel… ¡y sus ojos sin brillo!.

– ¡¿Quién es ella…?! –preguntó el alterado caballero a la condesa-.

– Os lo acabo de decir –respondió ésta-. La desdichada hija que me fue arrebatada hace un par de meses.

– ¡Os juro que es ella!. ¡Es la dama con la que estuve anoche!.

– Sin duda habéis enloquecido, o tal vez anoche abusarais del vino.

El joven, confundido y presa de espanto, abandonó atropelladamente el caserón de los condes sin detenerse hasta llegar a su alojamiento, donde pasó varios días en cama a consecuencia de unas fuertes fiebres producto de la impresión.

Cuando al fin pudo levantarse, y cuando se hallaba sentado a la mesa recuperando fuerzas, llegó un corchete portando aquella capa roja que días atrás había prestado a la misteriosa dama.

– Creo que esta capa es vuestra –dijo el corchete-. La he reconocido por vuestras iniciales bordadas.

– ¿Dónde la has encontrado? –preguntó don Luis levantándose y cogiéndola nerviosamente-.

– La encontré en el cementerio, sobre la tumba de la condesita de Orsino.