El Pozo Amargo
Cuando en Tolaitola se aglutinaban las tres grandes religiones, existía un palacete en las proximidades de la Mezquita Mayor donde tenía su residencia Leví, uno de los judíos más ricos y conocidos de la ciudad. La fama de Leví no se debía exclusivamente a sus riquezas, sino también al odio manifiesto y desmesurado que sentía hacia los cristianos y todo lo relacionado con ellos. El judío era fanático de la ley de Moisés, y detestaba a los cristianos al considerarles los principales enemigos de su religión.
Pero dentro del corazón del hebreo existía un hueco para el más puro de los sentimientos. Ese hueco estaba ocupado por su hija Raquel, de sólo dieciséis años, que era el punto débil de Leví. Raquel se había criado únicamente con el amor paterno, pues su madre había fallecido al poco de su nacimiento, por lo que sólo conocía el amor de su padre que vivía por y para ella. Pero he aquí que la joven descubrió que en su corazón había espacio para otro sentimiento que ni siquiera había imaginado. Y es que poco tiempo atrás, cierto día de primavera, se había enamorado perdidamente de un caballero que paseaba frecuentemente bajo su ajimez. Raquel, que no guardaba secretos con su padre, no se atrevió a decírselo, posiblemente por temor a ser reprendida.
Apenas pasaron unas semanas de esto cuando llegó al palacio de Leví un viejo amigo de la familia, que había estado presente durante el nacimiento de Raquel y la amaba como si de su propia hija se tratara. Rubén, que así se llamaba el recién llegado, encontró a Leví inmerso en la lectura del Talmud, pero éste interrumpió su lectura cuando vio aparecer a su amigo.
–¡Querido Rubén! –exclamó-. ¿Qué es lo que te trae por mi casa?.
–Me temo, Leví –dijo-, que no soy portador de buenas noticias, pero prefiero decírtelo yo personalmente antes de que te enteres por otros medios.
–Me estás asustando, viejo amigo. ¿De qué se trata?.
–De tu hija.
–¿De Raquel?.
Rubén asintió con la cabeza dudando si continuar, pero Leví preguntó con inquietud y el rostro desencajado:
–¿Qué es lo que ocurre, Rubén?. ¿Qué pasa con mi hija?.
–¿No has notado ningún cambio en ella últimamente?.
El excitado padre quedó pensativo, y enseguida contestó a la pregunta de Rubén.
–Pues ahora que lo dices sí. Hace unas semanas que no es la misma. Se ha convertido en una mujer y parece no tener la misma confianza en mí que cuando era una niña. Apenas tiene apetito, y se pasa la mayor parte del día encerrada en su alcoba suspirando.
–¿Y eso no te dice nada?.
Leví miró a su amigo, y sin saber qué contestar se encogió de hombros.
–Yo te diré –continuó Rubén- qué es lo que le ocurre a tu hija. Se llama amor. Gracias a fuentes de toda confianza sé que Raquel está viéndose a escondidas con un joven del que dicen está enamorada.
Una cuchillada directamente en el corazón de Leví no le hubiera causado tanto daño como las palabras de su amigo. El protector padre todavía veía a su hija como una niña indefensa, y la idea de verla en brazos de otro hombre le rompió el corazón. Las palabras de Rubén podían ser más que probables, pues supondría una explicación razonable al repentino cambio en la conducta de Raquel. Tratando de no aparentar tristeza, y con un nudo en la garganta, contestó:
–Pues si mi hija desea unir su vida a la de otro hombre no seré yo quien se oponga, pues Yahvé llenará el vacío que deje la ausencia de mi hija con la alegría de nietos que harán mi vejez más llevadera.
Según decía estas últimas palabras no pudo contener las lágrimas, porque sabía que jamás volvería a tener en su regazo a aquella niña que era toda su vida. Pero la felicidad de su hija estaba en juego, y la dicha de la niña estaba por encima de su egoísmo paternal. Pero Rubén, cuyo rostro había permanecido imperturbable, añadió:
–No te he contado todo, pues aún te queda por conocer la parte más horrible.
El rostro de Leví volvió a desencajarse de nuevo, y sin fuerzas para hablar dirigió una mirada a Rubén, como si le rogara que continuase.
–Me duele tener que decírtelo con franqueza, pero el hombre del que se ha enamorado tu hija no es digno de ella.
Leví, que apenas pudo hablar con un hilo de voz, preguntó de forma casi ininteligible:
–¿De quién se trata?.
–De un cristiano –contestó Rubén seca y enérgicamente-.
La tristeza del padre se tornó en una rabia contenida a duras penas, y entre exacerbados aspavientos comenzó a recorrer la habitación de un extremo a otro.
–¡Un cristiano! –gritaba-. ¡Dime, Rubén, cuéntame todo lo que sepas!.
–Realmente no es gran cosa lo que conozco. Dicen que por la noche, cuando se han apagado las luces de tu aposento, salta la tapia de tu palacio un joven adorador del crucificado. Una vez superada la tapia se dirige al pozo del jardín, donde al poco tiempo llega Raquel para reunirse con él durante largo tiempo. Cuando amenazan los primeros rayos de sol se funden en un apasionado abrazo, y después el joven se marcha por el mismo lugar que ha llegado.
–¿Y qué más?.
–Eso es todo cuanto sé.
–Gracias Rubén, es suficiente. Hubiera dado todo cuanto tengo para no haber oído lo que me has contado, pero más vale conocer la verdad que vivir en mentira. Ahora siéntate junto a mí y escucha cómo voy a resolver este desafortunado asunto.
La noche era casi cerrada cuando Rubén abandonó el palacio despidiéndose afectuosamente de Leví. La puerta se cerró tras él con un golpe seco y un espeso manto de nubes ocultaba el firmamento. Una densa niebla comenzó a propagarse por el jardín de Leví, acompañada de un inquietante silencio que creaba un ambiente tenebroso, como presagio de algún funesto suceso. Aprovechando el refugio que facilitaba la niebla avanzaba una figura por el jardín, deteniéndose tras unos arbustos existentes junto al pozo. Era el viejo judío, quien alertado había decidido comprobar por sí mismo si era verdad cuanto le habían contado. Una vez en su escondite murmuró entre dientes:
–Desde aquí veré llegar al infame que quiere arrebatarme a mi hija. Le daré su merecido y recuperaré el corazón de mi hija, que me acompañó en mis largas horas de soledad.
Apenas llevaba allí unos minutos cuando escuchó sonido de pasos que se acercaban tras la tapia. Al poco un joven saltó sobre ella y se dejó caer suavemente sobre el húmedo césped. Con paso firme y decidido se dirigió al lugar donde se hallaba oculto el viejo israelita. Cuando se hallaba a apenas un par de metros de Leví saltó éste sobre él, y comenzó entre ambos una lucha feroz y breve. Feroz porque los dos contendientes ponían todas sus energías, y breve porque un puñal de reluciente hoja penetró violentamente en uno de los cuerpos. Luego se oyó un débil lamento, y el joven amante cayó pesadamente a tierra.
–¡Muere, perro cristiano!. ¡Vete allí donde no puedas entrometerte entre el amor de un padre con su hija!.
En esto se oyó el sonido de una puerta que se abría, y Leví, no queriendo ser descubierto por su hija, volvió a su escondite. La enamorada joven acudía ilusionada a reunirse con su amante, al que había oído saltar la tapia. Pero cuando llegó al lugar acostumbrado comprobó horrorizada que su amante clandestino yacía en el suelo con el puñal de su padre incrustado en el pecho. Comprendiéndolo todo dio un grito de terror, y se lanzó al suelo abrazando entre sollozos el cuerpo sin vida de aquel hombre que le había enseñado a amar.
Leví, que había visto conmovido la reacción de su hija, salió de su escondite y se acercó a la joven con intención de consolarla, pero ésta se levantó impulsivamente y dirigió a su padre una mirada llena de odio y rencor. No dijo una palabra, volvió a inclinarse sobre el cadáver de su enamorado y comenzó a dar sonoras carcajadas. La pobre niña había enloquecido a causa de la impresión.
Desde aquel día no volvió a sonreír la joven hebrea, cuya vida se volvió triste y solitaria. Acostumbraba a bajar al jardín todos los días a la misma hora en que se reunía con su amante desaparecido sin que nadie se lo impidiera, e inclinada sobre el pozo vertía en sus cristalinas aguas todas sus lágrimas. Una noche la desdichada joven no soportó más la amargura, y creyendo oír la voz de su amado en el fondo del pozo se arrojó al fondo para reunirse con él.
Al día siguiente los sirvientes de Leví rescataron del pozo, ya sin vida, el cuerpo de la desconsolada Raquel.
Ya no quedan restos de aquel palacio, pero sí el pozo al que los toledanos conocen hoy en día como “El pozo amargo”. Aseguran que sus aguas se volvieron así a causa de la cantidad de lágrimas que la infeliz judía derramó sobre ellas.
Sobre relato de Eugenio de Olavaría y Huarte en “Tradiciones del Toledo”. Ed. Zocodover.
Hola.!!
Oye una sola observación:como Levi era judío .cómo va a decir Por ALA ? diŕia por Javeh o no nombraría a Javé porque Dios es innomable para la religión judia.
Saludos
Buenas tardes, Martín. Excelente observación. Se me había pasado en el desarrollo del relato. Ya está corregido.
Muchísimas gracias!!!