La Peña del Moro
Corría el año 1084 de nuestra era cuando Tolaitola sufría un largo asedio cristiano que ya se prolongaba más de un lustro. A la cabeza de los sitiadores se hallaba el leonés Alfonso, aquél a quien siendo joven diera cobijo durante su destierro el monarca musulmán Al-Mamún. Gran amistad se fraguó entre sarraceno y cristiano durante el exilio toledano de este último, llegando incluso a prometer Alfonso que en caso de recuperar su trono de León no atacaría a su nuevo aliado. Pero ya había pasado tiempo desde aquello. Al-Mamún había muerto y su trono había sido ocupado por su segundo hijo, Al-Qadir, que carecía de las virtudes de las que gozaba su antecesor para gobernar una plaza tan importante. El cristiano, muerto Al-Mamún, consideró extinto su pacto, y se disponía a añadir Tolaitola a sus conquistas.
Todo parecía perdido para Al-Qadir, quien en su desesperación había solicitado el auxilio de soberanos de otras taifas sin que sus súplicas fueran escuchadas. Pero quiso la providencia que por aquellos días se hallara de visita en la ciudad Abul Walid, joven príncipe africano prometido con Sobeyha, la única hija de Al-Qadir. Abul, ansioso de ganar fama como guerrero y el respeto del padre de su amada, se presentó ante el monarca y se ofreció a viajar con premura a su tierra para reclutar un ejército con el que regresar a Tolaitola y hacer frente al cristiano. El monarca musulmán recibió con gozo tal ofrecimiento, pues la situación era insostenible y era cuestión de poco tiempo que el enemigo tomara la ciudad.
A los pocos días partía Abul, no sin antes preguntar a su anfitrión los recursos necesarios y despedirse de su amada. Ésta le despidió con lágrimas en los ojos, pues desde que se habían prometido no habían pasado un solo día sin verse y su amor era puro y verdadero.
–No te entristezcas, Sobeyha, pues dentro de poco volveré a vuestro lado con los medios necesarios para salvar nuestra adorada Tolaitola –decía el joven príncipe acariciando con ternura el cabello negro azabache de la sarracena-.
–No me entristece tu marcha –contestó Sobeyha-, pues sé que nuestro amor es auténtico y pronto regresarás a mi lado. Lo que me preocupa es el pensar que tal vez cuando lo hagas sea demasiado tarde.
–No permitiré que eso ocurra –contestó Abul, y después de abrazar a su amada y despedirse de Al-Qadir subió a su caballo para perderse al poco tiempo en el horizonte-.
El tiempo pasaba inexorablemente y los cristianos continuaban arrasando la vega y sometiendo a los musulmanes a agobiante asedio, pero de Abul no existía ninguna noticia. Había pasado un año, y con él se habían desvanecido las esperanzas de los asediados. Había quien creía que Abul había sido capturado y asesinado por los soldados cristianos, e incluso quien pensaba que les había traicionado para unirse al ejército de Alfonso. En lo que todos coincidían era en afirmar que ya no regresaría, olvidando la palabra que había dado un año atrás.
Había sin embargo una persona que no compartía estas opiniones, pues en su corazón no había lugar para dudar de la promesa de su amado. Sobeyha, que era esa persona, vivía expectante a cuantos rumores llegaban sobre el posible retorno de su amado, pero una y otra vez sus ilusiones se veían rotas por la falsedad de las noticias. A consecuencia de las continuas desilusiones la pobre princesa enfermó gravemente, y una voz interior le gritaba que moriría sin volver a ver a su amado. Consumida por ello llegó un día en que la delicada flor no tuvo fuerzas para levantarse de su lecho.
La ciudad entera mostraba su preocupación. La pobre niña era muy querida, y su muerte podía presagiar la muerte de su pueblo. Su padre no pudo esconder sus sentimientos y lloró amargamente. Desde un principio los galenos auguraron la gravedad de la enfermedad, pero no conocían remedio contra ella. La voz de la dulce Sobeyha se debilitaba, su pulso se hacía más lento y su vida parecía escapar poco a poco.
Al-Qadir, consternado, preguntaba a los galenos:
–¿Cuál es la enfermedad?.
Pero éstos silenciaban agachando la cabeza y declarándose impotentes para definirla. Y el pueblo, que conocía esto, murmuraba:
–Alá se la lleva. Nos la arrebata porque todos vamos a perecer y quiere apartarla de este sufrimiento…
Un atardecer, uno más de esos que Sobeyha pensó que era su último ocaso, hizo llamar a su esclavo Abén, que había cuidado de ella desde que era niña, y con la voz debilitada por las escasas fuerzas que le restaban le dijo:
–Me siento morir, Abén, y sé que apenas me quedan unas horas, pero antes quiero hacerte un encargo que sé que cumplirás por el cariño que siempre has mostrado a tu señora. Dentro de poco tiempo Tolaitola caerá en manos del ejército cristiano, y mi prometido vendrá a rescatarla cuando por desgracia ya será demasiado tarde. Te ruego que no acompañes a mi padre en su exilio, sino que te quedes muy cerca de Tolaitola, y cuando sepas que Abul está próximo salgas a su encuentro y le digas que no he dudado nunca de él, que he muerto porque no venía, pero que he muerto esperándole.
–Así lo haré –contestó el esclavo que roto en lágrimas no paraba de besar las manos de su señora-.
Al día siguiente amaneció un día espléndido en la ciudad del Tajo. Los pájaros trinaban alegremente, las flores se mostraban en todo su colorido, y el aire se cargaba de dulces perfumes. Esta era la forma en que la naturaleza saludaba con amor el alma de la dulce joven, que se había unido a ella.
Poco tiempo después, el 25 de Mayo de 1085, llegó el terrible día tan temido por los habitantes de Tolaitola. Alfonso VI logra conquistar la ciudad y penetrar en ella entre los gritos entusiastas de los suyos, mientras que Al-Qadir logra huir hacia el Este acompañado por un puñado de caballeros de su séquito. El derrotado monarca, antes de perderse en el horizonte, vuelve su mirada para poder contemplar por última vez la ciudad donde se había criado y descansaban para siempre los restos de su padre y de su hija. Ahora Tolaitola había pasado a manos cristianas.
Apenas se habían asentado los de Alfonso VI en su nueva conquista cuando una inquietante noticia vino a apagar su reciente euforia. Desde África, y encabezadas por Abul, llegaban numerosas tropas que acudían para enfrentarse a los cristianos. Por causas ajenas a su voluntad el sarraceno se había demorado en la ayuda prometida, y es que cuando llegó a su tierra la encontró inmersa en guerras internas que hubo de sofocar primero. Además, una extraña enfermedad, de la que no se encontraba plenamente recuperado, le había postrado en cama durante varias semanas. Debilitado por la enfermedad, pero con las fuerzas que le daban los deseos de reencontrarse con su amada, se dirigía presuroso hacia Tolaitola ignorando la suerte que la ciudad había corrido.
Se hallaban cerca de su destino y el príncipe agareno arengaba a los suyos cuando ante ellos se presentó un joven esclavo. Se trataba de Abén, el fiel sirviente de Sobeyha, que salía al encuentro de los recién llegados para cumplir la última voluntad de su señora. Abul le reconoció al instante, y extrañado por su presencia se temió lo peor.
–¿Qué haces aquí, Abén?. ¿Qué ha pasado?.
–Señor, la desgracia se ha cernido sobre este lugar. Huid de aquí antes de que os alcance a vosotros también. Los que dejasteis como hombres libres ahora son esclavos. Tolaitola se ha rendido a los cristianos y el rey camina hacia Valencia con su séquito.
–¿Se halla Sobeyha con ellos?.
–Lo lamento, pero murió antes de la rendición. Posiblemente Alá se la llevara para apartarla de este sufrimiento. Antes de su muerte me dijo que debería venir a vuestro encuentro, pues estaba segura de que vendríais, y os dijera que murió por vuestra ausencia, pero que murió en vuestra espera.
Se hizo un incómodo silencio y Abul inclinó la cabeza. Dos gruesas lágrimas descendieron por sus tostadas mejillas y durante unos segundos nadie habló. Sólo los sollozos y lamentos del joven rompían el silencio, mientras que Abén, con los ojos vidriados, le miraba compasivamente. Cuando el guerrero pudo recuperarse del duro golpe sufrido, alzó la cabeza y dijo:
–Si Sobeyha murió esperando que cumpliera mi promesa no la defraudaré. Prometí liberar la ciudad de los cristianos y así lo haré. Abén, quédate entre nosotros.
–Os lo agradezco, pero cumplido el encargo de mi señora regresare a Tolaitola para velar el lugar donde duerme su último sueño. Que Alá os guíe en vuestra empresa.
Y Abén se marchó sin que nadie se lo impidiera. Cuando Abul se recuperó de la tristeza que le embargaba dio orden a los suyos de reanudar la marcha, que en pocas horas les llevó hasta el valle toledano. Una vez allí, e instalado su campamento, Abul se subió a una roca desde la que se dominaba todo el paisaje, y dirigiéndose a sus hombres gritó con voz potente:
–Llegamos tarde, pues la ciudad ya ha caído en manos de los cristianos, pero existe dentro de ella una población valiente que nos apoyará en nuestra lucha. Lucharemos por derrotar al cristiano y recobrar lo que es nuestro, pero si alguno de vosotros duda de esta empresa le doy libertad para marcharse. ¡Os juro por el nombre de Alá que no me moveré de aquí hasta que Tolaitola caiga de nuevo en nuestras manos!.
Los soldados musulmanes respondieron a estas palabras con exaltados vítores, ya que desde el momento en que dieron vista a la ciudad quedaron prendados de su grandiosidad y querían recuperarla a toda costa.
La roca desde la que Abul arengó a los suyos se convirtió en su lugar favorito para planear la reconquista, pues desde ella podía controlar con un solo golpe de vista toda la población. Largas horas pasaba allí el sarraceno, cuya silueta infundía verdadero terror a los cristianos, que no se atrevían a abandonar la ciudad por miedo a sus sitiadores. Éstos, pacientemente, esperaban la ocasión propicia para cruzar el río y caer sobre sus enemigos ayudados por los moros de la ciudad.
Pero he aquí que cierta noche, Rodrigo Díaz de Vivar, que se encontraba al mando de la ciudad al no hallarse en ella Alfonso VI, ideó un plan para mermar las fuerzas de los sitiadores. Aprovechando la oscuridad de la noche, y en ausencia de luna, cruzó el Tajo con un nutrido grupo de voluntarios dirigiéndose al campamento de Abul. Llegados allí sembraron el desorden y se retiraron sin sufrir pérdida alguna. Los musulmanes, desconcertados por el ataque sorpresa, comenzaron a luchar entre sí, permaneciendo de esta manera hasta que las primeras luces del amanecer les hicieran percatarse de su error. Intentando rehacerse comprueban con espanto que su líder no se halla entre ellos, y al poco una voz da la alarma. Abul se encontraba sobre la roca en la que tantas horas había pasado, con una flecha atravesada en el pecho y el rostro desencajado por el dolor.
Muerto su caudillo se reúnen los oficiales más veteranos del ejército, y unánimemente deciden emprender la retirada al haber sufrido cuantiosas bajas. Como Abul les manifestó su voluntad de no moverse de allí sin recuperar la ciudad, optaron por enterrar su cuerpo bajo la roca que tanto le gustaba, y de aquella forma durmiera la eternidad mirando hacia el lugar donde lo hacía su amada.
Asegura la tradición que, después de la partida del ejército africano, el alma de Abul salía todas las noches de la sepultura y se sentaba sobre la roca para no dejar de contemplar la ciudad de su amada, regresando a su tumba con el alba. Una noche, cerca ya del amanecer, se arrodilló suplicándole a Alá que le permitiera permanecer allí también durante el día. Y Alá, al verle tan desdichado, le concedió su petición convirtiéndole en piedra. Allí está desde entonces desafiando el paso de los siglos y deplorando la muerte de Sobeyha.
Prueba de ello es la existencia, bajo la peña que los toledanos llamamos “del Moro”, de varios peñascos, unos sobre otros, que asemejan la cabeza de un hombre ceñida por un turbante. Sin duda alguna aquella es la imagen de Abul Walid, que a pesar del paso de los siglos todavía permanece allí contemplando la ciudad donde perdió la vida y entregó su corazón.
Sobre relato de Eugenio de Olavarría y Huarte en “Tradiciones de Toledo”
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