El Baño de la Cava
A escasos metros del puente de San Martín, a la orilla derecha del Tajo, podemos contemplar los restos de lo que se viene denominando desde hace siglos como “El Baño de la Cava”. Numerosos y eruditos investigadores han tratado de dar respuesta a este enigma arqueológico, afirmando que se trata del estribo de un antiguo puente, anterior al de San Martín, que cruzaba el río en otra época. Otros afirman que se trata de un pequeño embarcadero donde se amarraban las barcas que navegaban por el Tajo. Pero otros aseguran, sin que haya podido desmentirse su versión, que nos hallamos ante los restos del palacio del conde don Julián, dando pie a la célebre leyenda.
Si Rodrigo ha pasado a los anales de la historia no ha sido sólo por ser el último rey visigodo, sino también por ser el más ruin y mezquino de todos ellos. Buena cuenta de ello da el suceso acontecido a finales de su reinado.
Cuentan que andaba cierto día el vil rey por las afueras de la ciudad, reflexionando sobre la manera de repeler al enemigo musulmán que trataba de cruzar el estrecho de Gibraltar para invadir la Península. Rodrigo había malgastado su reinado entregado al libertinaje y desentendiéndose de los asuntos de la corona. Ahora, ante la amenaza del invasor africano, se vería la verdadera magnitud de la negligencia del noble godo, quien para nada se hallaba arrepentido de su proceder pasado. Lo único que le preocupaba era pasar a la historia como el rey bajo cuyo mandato expiró el reinado de un pueblo próspero.
Cruzaba el puente de entrada a la ciudad, absorto en sus pensamientos, cuando una escena vino a sacarle de su trance. Entre las armónicas ondas del cristalino río, junto al palacio del conde don Julián, se adivinaba la perfecta silueta de una hermosa jovencita que hasta entonces había escapado a la vista del monarca. Florinda, que así se llamaba lo joven hija del conde, se bañaba confiada como cada mañana, protegida por los leales soldados de su padre y ajena a miradas extrañas. Pronto el caprichoso Rodrigo quiso añadir la joven a su sucio botín de damas mancilladas, y movido por tan cruel impulso enseguida se dirigió a los guardianes del puente, con la finalidad de recabar la mayor cantidad de información posible. Pronto supo el nombre y la identidad de la dama, así como su costumbre de acudir todos los días a la misma hora a darse un baño en el mismo lugar. El prudente conde don Julián ocultaba a su hija de los varones de un reino corrompido, y cada vez que ésta salía del palacio lo hacía acompañada por un buen número de fieles soldados del sobresaliente conde.
Apenas habían pasado unos días desde que el sucio monarca puso sus ojos en Florinda cuando ya había urdido un malévolo plan para tratar de conseguirla. Bajo el pretexto de la inminente invasión sarracena convocó en su palacio a la totalidad de la nobleza toledana, alertándoles sobre el grave peligro que corría el reino si no se emprendía alguna acción con prontitud.
– Os he hecho reunir –dijo el rey-, porque nuestro reino se encuentra en grave peligro ante la amenaza del invasor africano. Necesito voluntarios para partir de inmediato al sur y hacer frente a esta amenaza.
No necesitó el malvado Rodrigo decir más. En apenas unos instantes ya se habían ofrecido más de una decena de nobles para encabezar el ejército visigodo en la previsible batalla. Pero entre los voluntarios no se hallaba el conde don Julián, quien se hallaba expectante a todo cuanto se decidía. El astuto rey, viendo peligrar sus planes, se dirigió al noble diciéndole:
– No sabía, conde, que tras largos años de servicio a vuestro pueblo os habíais vuelto cobarde con la edad. ¿Es que acaso no queréis prestar a vuestro pueblo el auxilio que le es tan necesario?.
– Sabed majestad –contestó el íntegro caballero-, que si no me ofrezco para tan digna misión no es por cobardía ni deslealtad, sino porque responsable de una joven hija me veo obligado a permanecer a su lado para protegerla de todo peligro.
– Pues si ese es vuestro impedimento no os preocupéis. Vuestra hija podrá permanecer en mi palacio al servicio de la reina hasta vuestro regreso, y sin duda aquí gozará de mayor protección que en cualquier otro lugar.
No pudo el fiel conde negarse al ofrecimiento de su infame señor, quien sonreía al ver progresar sus planes de la forma esperada. Al día siguiente partió hacia el sur un poderoso ejército encabezado por los más valientes nobles del reino, entre los que destacaba el bizarro don Julián, cuya hija había quedado bajo el dudoso protectorado de Rodrigo.
Pronto comenzó la inocente Florinda a sentirse acosada por el caprichoso rey, que quedó frustrado al verse rechazado una y otra vez. Y es que Florinda, a la vez que inocente, era sensata y evitaba sutilmente quedarse a solas con el despiadado Rodrigo. Pero a éste parecía que no le importaban los continuos rechazos de la dama, ni siquiera las reprimendas de Egilona, su mujer, y constantemente importunaba a Florinda con deshonestas proposiciones. La joven, hastiada del acoso a que se veía sometida, aseguró un día a su perseguidor:
– Señor, podéis tomarme como esclava si queréis, pero nada más, porque nunca me entregaré a vos.
Pero Rodrigo era tan caprichoso como orgulloso e insistente. Sus caprichos se convertían en leyes, y las leyes se habían dictado bajo sus caprichos. Por eso un día organizó un multitudinario festejo en honor de Florinda, haciendo ostentación de su poder. Para mayor humillación el festejo se celebraría en el palacio del conde don Julián, concretamente en el lugar junto al Tajo donde el monarca había visto por primera vez a la inmaculada adolescente. El lugar se había preparado para el evento con la colocación de enormes tablados y mesas para el recibimiento de los más de veinte mil invitados. Cuando todo estaba preparado el rey llamó a Florinda, y mostrándole todos los preparativos le dijo:
– Todo esto lo he hecho para demostrarte mi verdadero poder. Mañana se concentrarán aquí más de veinte mil invitados dispuestos a rendirte honor si aceptas entregarte a mí.
Pero la candorosa chica le respondió:
– Señor, ya os he dicho varias veces que no me entregaré jamás a vos. Os ruego que desistáis de vuestro capricho, que probablemente sea pasajero, y no pongáis en peligro el reino a consecuencia de una fantasía innecesaria.
– ¿Pretende una mocosa como tú decirme lo que debo o no debo hacer?. Mañana caerás rendida a mis pies, pues te dedicaré el festejo y haré que todos te admiren y me envidien por poseerte.
Pero he aquí que la providencia no quiso que se celebrara el evento, pues esa noche el Tajo, enojado por los sucios deseos del indigno Rodrigo, se salió de su cauce para arrasar todo cuanto se hallaba dispuesto para la fiesta.
Enrabietado el rey ante tal imprevisto trasladó la fiesta a su palacio, al que sólo fueron invitados los nobles presentes de mayor influencia. El bochornoso espectáculo fue lamentable, y las cantidades de alcohol ingeridas desmesuradas. El embriagado Rodrigo cayó sobre la pura Florinda para deshonrarla, mientras sus súbditos se convertían en cómplices del deshonor al aprobar el deplorable acto con sus aplausos y vítores.
La ultrajada Florinda huyó al día siguiente del palacio ayudada por un viejo servidor suyo, dirigiéndose desconsolada en busca de su padre. Cuando le encontró cayó a sus pies, herida de muerte en el alma, arrepentida de una falta que jamás cometió. Don Julián, cegado por una comprensible ira, unió sus fuerzas a las del invasor sarraceno, y gracias a la ayuda del conde los musulmanes accedieron a la Península haciéndose con el territorio visigodo en breve espacio de tiempo. Don Julián sació su sed de venganza en poco tiempo, cuando pudo arrebatarle la vida al sucio Rodrigo con sus propias manos, aunque la afrenta ya estaba hecha.
Nunca más se supo de la pobre Florinda, a la que el pueblo apodo injustamente “La Cava”, al considerarla la mayor culpable de causar la invasión musulmana. No se sabe dónde se refugió, ni cuando murió. Pero los románticos amantes de las leyendas aseguran que cada noche, cuando la luna refleja su brillo en las aguas del Tajo, se distingue la figura de una joven que dirige una triste mirada al lugar donde se levantaba el palacio del leal conde don Julián.
(Sobre relato de Antonio Delgado)