Suceso escrito en piedra
Siempre me ha llamado la atención una pequeña lápida que hay en la parte exterior del torreón de salida del puente de San Martín, que reza así: “Aquí mataron una muger (sic). Rueguen a Dios por ella. Sucedió a 2 de feb. de el año de 1690”.
Nada he encontrado al respecto en los escritos de los habituales eruditos toledanos que más datos nos facilitan sobre la ciudad y sus monumentos. Tan sólo el Vizconde de Palazuelos en su “Guía artística de Toledo”, cita esta inscripción sin dar más detalles de los que saltan a la vista: “… junto a la puerta de salida, una pequeña lápida empotrada en la fábrica, en que se indica haber sido muerta en este sitio una mujer en 2 de Febrero de 1690, sin otra noticia del caso“.
Nos quedaremos por tanto sin conocer si aquella mujer fue asesinada, víctima de una ejecución, o cuáles fueron las causas de su muerte. Aún así, aquel suceso hoy desconocido para nosotros, ha quedado grabado en piedra aguantando el paso de los siglos.
Es buena ocasión, sin embargo, para recordar la conocida leyenda sobre la construcción de este bello puente:
EL PUENTE DE SAN MARTIN (Sobre relato de Eugenio de Olavarría y Huarte)
A mediados del siglo XIV comenzó la guerra civil que enfrentó a don Pedro I con su hermanastro don Enrique de Trastámara, hijo bastardo de Alfonso XI. Pese a que todo el territorio peninsular estaba involucrado en la contienda, Toledo jugó un papel muy especial, ya que fue el lugar elegido por el de Trastámara para firmar un pacto de alianza con Francia. Pedro I, que tenía el centro de su gobierno en la ciudad, no veía con buenos ojos que su hermano hiciera uso de ella para pactar con el país vecino, lo que propició duras y sangrientas batallas en Toledo. Don Pedro logró hacerse enseguida con el control de la ciudad, pero no pudo evitar los continuos ataques de su enemigo. Como defensa estratégica decidió minar el arco central del puente de San Martín con una bastida, e impedir de esta manera la entrada del enemigo por el Este de la histórica ciudad. Fruto negativo de esta contienda civil fue la masiva destrucción de monumentos, entre los que se encontraban el castillo de San Servando, la puerta del Sol y el puente de San Martín. Tres décadas después, ya con la paz restablecida, el arzobispo don Pedro Tenorio, obsesionado por reparar todos los monumentos deteriorados, se propuso reconstruir el viejo puente. Para ello hizo llamar a un arquitecto de renombre, afamado por su capacidad de reconstruir edificios ruinosos, y le encomendó la misión de volver a dar al puente el uso que reclamaban los vecinos. Acordado el precio y la duración de la obra, el artista se comprometió a construir la obra con esmero y en el plazo más breve establecido. Pasaron los primeros meses de la obra y el adelanto era palpable, pero el afamado arquitecto, alegre y comunicativo por lo general, había perdido su buen humor y aparecía más huraño de lo que en él era habitual. Cuando por la oscuridad de la noche no podía continuar su trabajo volvía a su casa sin que nadie pudiera arrancarle una palabra, y mucho menos una sonrisa. Sus amigos le preguntaban acerca del cambio de su carácter sin obtener respuesta satisfactoria. No acertaban a explicárselo, ya que la obra avanzaba a pasos agigantados y no era lógico que un hecho tan próspero le produjese tal pesar. Sin embargo su preocupación se acrecentaba día a día. Posiblemente nunca se hubiera sabido el motivo si el célebre arquitecto no hubiera tenido una mujer que, día tras día y noche tras noche, le preguntara qué era lo que le ocurría. Esta mujer amaba a su marido, y por ello veía con inquietud la tristeza que se había apoderado de éste y la impotencia al tratar de consolarle. La ingrata historia no nos ha dejado el nombre de esta dama, pero si no hubiera sido por su empeño no conoceríamos el problema de su marido. Encontró muchas negativas, pero sus lágrimas fueron más fuertes que la terquedad del arquitecto, quien al final confesó el motivo de su malestar con la vergüenza en su rostro y lágrimas en sus ojos: -No sé cómo contártelo –decía sin atreverse a alzar la vista-, pero al trazar el puente he tenido un enorme error en mis cálculos. ¡Yo que nunca me equivoco!. Varias veces e intentado subsanarlo, pero no encuentro la forma de hacerlo. Noches en vela he tratado de encontrar la respuesta, pero es demasiado tarde. Cuando sea retirado el armazón de madera que sostiene el arco central toda la obra vendrá abajo. ¿Sabes que quiere decir eso?. ¡Quedaré deshonrado para siempre!. Y lo que es peor aún, ¡posiblemente me condenen a la cárcel por mi ineptitud!. La mujer, que escuchó atentamente las explicaciones del artista, trataba de consolarle y prometió ayudarle buscando un medio para evitarle el mal trago que supondría el derrumbamiento del puente. Viendo la desazón de su marido, le dijo: -No te preocupes, ya verás como encontramos una solución entre los dos. El hombre, que hasta ahora no había levantado la cabeza, miró fijamente a su esposa, y haciendo un enorme esfuerzo para mantener la mirada dijo: -¡La muerte, la muerte es mi única esperanza contra el deshonor que me espera!. Habían pasado algunas noches de esto y los toledanos dormían en plácido sueño. La oscuridad se había hecho dueña de la ciudad, contrastada únicamente por una silueta que portaba una tea encendida. Aquella figura se dirigió al puente en reconstrucción y cruzó por los andamios de madera hasta llegar al arco central. Se trataba de la mujer del arquitecto, que semejante a un fantasma se movía con rapidez aplicando la tea al andamiaje y alejándose después de aquel lugar con paso veloz. Ardió el maderamen con toda facilidad, se reflejó un resplandor anaranjado en las aguas del río, se oyó un fuerte crujido y se derrumbó el armazón de madera arrastrando consigo el arco que sostenía, quedando el monumento tal y como estaba meses atrás. Al amanecer toda la población se agolpaba en las dos orillas para contemplar lo que todos achacaban a un accidente fortuito. Entre los observadores se encontraban el arzobispo don Pedro Tenorio, el arquitecto, y su mujer, que sonreía a su esposo con complicidad. Se acercó el arzobispo al arquitecto y le comunicó que las obras deberían comenzar otra vez, con el mismo empeño y en el precio convenido. Aprendida la lección de su error, el arquitecto reparó todos los defectos que contenían sus primeros cálculos, y abrió el puente al servicio de los vecinos poco tiempo después. Una vez concluida la obra, la esposa del arquitecto, víctima del remordimiento, pidió una audiencia a don Pedro Tenorio para confesarle la verdad de lo ocurrido. Y el arzobispo al escucharla la perdonó y alabó por el sacrificio realizado para salvar a su esposo. Y como recompensa, para perpetuar la memoria de tal dama que podía servir de ejemplo a las mujeres de su época, hizo poner sobre la clave del arco central del puente la imagen en piedra de la protagonista de tan fantástica historia. |
Si nos fijamos detenidamente en la figura del arco central del puente nos daremos cuenta que corresponde más a la representación de un obispo, posiblemente Pedro Tenorio, que a la de una mujer. Pero la belleza de la leyenda produce que queramos mantener la duda sobre a quién representa, en honor de aquella mujer que tanto arriesgó por proteger la reputación de su marido.